Ya existen los restaurantes sin empleados, al menos sin empleados visibles. En San Francisco, por ejemplo, hay uno que tiene cinco o seis cocineros ensamblando platos detrás de la escena. El cliente no interactúa con nadie: pide y paga a través de un smartphone o tableta, luego elige su comida en un casillero que tiene su nombre. Los precios son económicos y por ahora las opiniones de los clientes de este restaurant que se llama Eatsa son bastante buenas.
Sus fundadores tienen la intención de comenzar algo totalmente nuevo: un restaurante casi 100% automatizado. Mejor dicho, robotizado.
La parte pública—o sea, la sala con las mesas para comer — es prácticamente 00% automatizada. Y en realidad eso es más interesante que averiguar si la parte trasera, la de la cocina, lo será alguna vez.
En realidad, no siempre se valoran demasiado las interacciones con los mozos. No suelen ser desagradables pero hay que reconocer que muchas veces se interponen en la experiencia de la comida. A veces torpes, a veces simpáticos, a veces groseros, a veces demasiado simpáticos y muchas veces discretos y serviciales. Todo depende de la suerte.
En realidad son accesorios funcionales a lo que uno va a buscar a un restaurant: una buena comida y una buena charla con quienes nos acompañan. Escuchar el recitado de las especialidades, obtener la factura y entregar la tarjeta de crédito son distracciones de la experiencia que vamos a buscar. No agregan nada.
Pero todo esto pertenece al terreno de lo personal. Cuando llegue, el cambio será fenomenal. Algunos lo aceptarán gustosos. Otros no. Como ha ocurrido siempre con todo avance que amenaza con matar costumbres arraigadas a lo largo de los años.