Lo malo no es ocuparse del “ínglés híbrido” que se extiende por los cuatro rincones del mundo vía Internet. Lo malo es vender el “globish” (global English) como un fenómeno original y exclusivo del ciberespacio, según sostiene el “International Herald Tribune”. Por el contrario, los “pidgins” –idiomas híbridos, muy simples, a veces telegráficos- nacieron con la primera globalización precapitalista. Además, antes del globish estaban los “lenguajes abreviados” que los jóvenes emplean en salas virtuales (“chat rooms”).
Papiamento, krio, créole y otras lenguas de contacto directo surgen junto con la primera colonización europea en América, el litoral africano al sur del cabo Verde y las Indias orientales. En este hemisferio, el fenómeno empieza en el siglo XVI, cuando los nuevos ocupantes de habla castellana y portuguesa interactúan con centenares de idiomas indígenas. Las relaciones de poder y comercio hacen que las lenguas europeas aporten las bases y las americanas los modificantes. En el proceso, las víctimas no son tanto el vocabulario como la sintaxis.
Por otra parte, la cristanización forzada obra en sentido contrario. Apoyados en lenguas generales (náhuatl, máyash, keshwa, aimara, waraní), prédica y textos se traducen a esos idiomas. Por tanto, la iglesia no fomenta híbridos. Pero sí el comercio y la esclavitud, que no precisan catecismos ni otra literatura. Con el tiempo, los colonizadores franceses, holandeses e ingleses desarrollan sus propias germanías.
Pero el proceso comienza a complicarse durante ese mismo siglo XVI. Un estado árabe por entonces poderoso, el sultanato de Omán, reacciona a la expansión portuguesa en el Índico colonizando la costa africana oriental. Después del 1600, desde el interior avanzan al litoral pueblos de habla bantú y uno de sus idiomas se combina con el árabe –debido a la islamización compulsiva- y genera el swahili. Un híbrido, no de base árabe sino nativa. Hoy es lengua oficial en varios países y una de las mayores del continente.
No es otra la génesis del “globish”. Pero, contra lo que afirma Nerrière, no existe un solo globish. Al momento, hay por lo menos cinco variantes, donde una escueta base en inglés se combina con japonés, coreano, chino, árabe, lenguas romances (castellano, portugués, italiano, francés) y eslavas (ruso, polaco, serbocroata). Esto tampoco es nuevo: ocurría en híbridos asociados al castellano –papiamento, criollo-, el inglés –pidgins del Pacífico y el Caribe- o el francés (créole en Haití, Luisiana y África occidental).
En Sudamérica hay un equivalente del swahili: el “guaraní”, variante del grupo tupí-waraní muy influida por el castellano, hablada en Paraguay y el noreste argentino. Ambas lenguas interrumpieron el proceso de hibridización al imponerse sobre idiomas de corto alcance. En el caso del guaraní, por acción de las misiones jesuíticas. Así, el Islam no pudo substituir al bantú y la Cristiandad sólo retocó el guaraní. Mucho antes, el judaísmo hizo lo contrario: se vistió con ropa germánica porque sus dos lenguas propias –hebreo, arameo- fueron casi borradas por la diáspora en Occidente y produjo el yiddish. En un contexto mixto, España, desarrolló otro “pidgin”, el ladino.
El autor francés formula un diagnóstico correcto del fenómeno globish, pero no tiene en cuanta las variantes señaladas párrafos atrás, aunque subraya un punto clave: “una lengua natural es vehículo de cultura. El globish no lo es ni busca serlo. De hecho, pocos medios son menos culturales que el e-mail”. Nerrièrre aclara que ese híbrido no ha sido “inventado”, o sea nada tiene que ver con el esperanto o el volapük. Resulta paradójico que el idioma básico de la Red, el inglés, sea por su parte producto de una íntima mixtura entre anglosajón y francés antiguo, tras la conquista normanda (siglo XI).
Su base sintáctica inglesa es, sí, aún más simple que esos idiomas artificiales. En realidad, aunque el autor no lo explique, hay un antecedente directo: el télex, hijo del telégrafo. En cuanto a vocabuliario, emplea unas 1.300 palabras inglesas, contra la gama de 3.500/5.000 usuales en conversación y periodismo. A diferencia del pidgin imperante en las costas de China e Indochina, la escasa gramática es inglesa.
Resulta curioso que el propio exégeta del globish, tras confesar cuál fue su fuente de inspiración (trabajó años en la IBM, filial París, donde se oían decenas de lenguas distintas), olvida que la jerga informática también tiene componentes franceses. Tampoco presta atención a otro detalle: el inglés “globishizado” es una forma deteriorada, usual entre ejecutivos, técnicos o gente de economía y finanzas.
Por último, ¿cómo calificar el inglés empleado en el subcontinente? ¿es un híbrido? Para nada. Es un inglés tonalmente hinduizado pero estructuralmente correcto. Pero eso, tecnócratas y ejecutivos no han desarrollo “globish” alguno. No les hace falta.
Lo malo no es ocuparse del “ínglés híbrido” que se extiende por los cuatro rincones del mundo vía Internet. Lo malo es vender el “globish” (global English) como un fenómeno original y exclusivo del ciberespacio, según sostiene el “International Herald Tribune”. Por el contrario, los “pidgins” –idiomas híbridos, muy simples, a veces telegráficos- nacieron con la primera globalización precapitalista. Además, antes del globish estaban los “lenguajes abreviados” que los jóvenes emplean en salas virtuales (“chat rooms”).
Papiamento, krio, créole y otras lenguas de contacto directo surgen junto con la primera colonización europea en América, el litoral africano al sur del cabo Verde y las Indias orientales. En este hemisferio, el fenómeno empieza en el siglo XVI, cuando los nuevos ocupantes de habla castellana y portuguesa interactúan con centenares de idiomas indígenas. Las relaciones de poder y comercio hacen que las lenguas europeas aporten las bases y las americanas los modificantes. En el proceso, las víctimas no son tanto el vocabulario como la sintaxis.
Por otra parte, la cristanización forzada obra en sentido contrario. Apoyados en lenguas generales (náhuatl, máyash, keshwa, aimara, waraní), prédica y textos se traducen a esos idiomas. Por tanto, la iglesia no fomenta híbridos. Pero sí el comercio y la esclavitud, que no precisan catecismos ni otra literatura. Con el tiempo, los colonizadores franceses, holandeses e ingleses desarrollan sus propias germanías.
Pero el proceso comienza a complicarse durante ese mismo siglo XVI. Un estado árabe por entonces poderoso, el sultanato de Omán, reacciona a la expansión portuguesa en el Índico colonizando la costa africana oriental. Después del 1600, desde el interior avanzan al litoral pueblos de habla bantú y uno de sus idiomas se combina con el árabe –debido a la islamización compulsiva- y genera el swahili. Un híbrido, no de base árabe sino nativa. Hoy es lengua oficial en varios países y una de las mayores del continente.
No es otra la génesis del “globish”. Pero, contra lo que afirma Nerrière, no existe un solo globish. Al momento, hay por lo menos cinco variantes, donde una escueta base en inglés se combina con japonés, coreano, chino, árabe, lenguas romances (castellano, portugués, italiano, francés) y eslavas (ruso, polaco, serbocroata). Esto tampoco es nuevo: ocurría en híbridos asociados al castellano –papiamento, criollo-, el inglés –pidgins del Pacífico y el Caribe- o el francés (créole en Haití, Luisiana y África occidental).
En Sudamérica hay un equivalente del swahili: el “guaraní”, variante del grupo tupí-waraní muy influida por el castellano, hablada en Paraguay y el noreste argentino. Ambas lenguas interrumpieron el proceso de hibridización al imponerse sobre idiomas de corto alcance. En el caso del guaraní, por acción de las misiones jesuíticas. Así, el Islam no pudo substituir al bantú y la Cristiandad sólo retocó el guaraní. Mucho antes, el judaísmo hizo lo contrario: se vistió con ropa germánica porque sus dos lenguas propias –hebreo, arameo- fueron casi borradas por la diáspora en Occidente y produjo el yiddish. En un contexto mixto, España, desarrolló otro “pidgin”, el ladino.
El autor francés formula un diagnóstico correcto del fenómeno globish, pero no tiene en cuanta las variantes señaladas párrafos atrás, aunque subraya un punto clave: “una lengua natural es vehículo de cultura. El globish no lo es ni busca serlo. De hecho, pocos medios son menos culturales que el e-mail”. Nerrièrre aclara que ese híbrido no ha sido “inventado”, o sea nada tiene que ver con el esperanto o el volapük. Resulta paradójico que el idioma básico de la Red, el inglés, sea por su parte producto de una íntima mixtura entre anglosajón y francés antiguo, tras la conquista normanda (siglo XI).
Su base sintáctica inglesa es, sí, aún más simple que esos idiomas artificiales. En realidad, aunque el autor no lo explique, hay un antecedente directo: el télex, hijo del telégrafo. En cuanto a vocabuliario, emplea unas 1.300 palabras inglesas, contra la gama de 3.500/5.000 usuales en conversación y periodismo. A diferencia del pidgin imperante en las costas de China e Indochina, la escasa gramática es inglesa.
Resulta curioso que el propio exégeta del globish, tras confesar cuál fue su fuente de inspiración (trabajó años en la IBM, filial París, donde se oían decenas de lenguas distintas), olvida que la jerga informática también tiene componentes franceses. Tampoco presta atención a otro detalle: el inglés “globishizado” es una forma deteriorada, usual entre ejecutivos, técnicos o gente de economía y finanzas.
Por último, ¿cómo calificar el inglés empleado en el subcontinente? ¿es un híbrido? Para nada. Es un inglés tonalmente hinduizado pero estructuralmente correcto. Pero eso, tecnócratas y ejecutivos no han desarrollo “globish” alguno. No les hace falta.