¿Es posible enseñar el Islam en países no musulmanes?

Obispos romanos y autoridades laicas francesas creen que la “brecha cultural” podría paliarse difundiendo el Corán entre la población europea. Quizás el libro pueda enseñarse, pero ¿cuál Islam debiera tomarse de modelo?

13 marzo, 2006

“Este problema lo tuvieron, aunque por otras razones, desde el siglo XIX, estados musulmanes hoy extinguidos o transformados. En particular,el Imperio Otomano”, recuerdan dos columnistas italianos. Volviendo al presente ¿qué forma del Islam difundir, cómo y por quiénes?…

Los medios insisten en una “identidad musulmana” parangonable a las identidades nacionales o étnicas típicas de Occidente. Pero, como la Cristiandad, el Islam no es ecuménico y está dividido en Sunná y Shiá, para empezar. A diferencia de la Cristiandad y al igual que el judaísmo, carece de papa o patriarcas y jerarquías orgánicas capaces de ejercer autoridad sobre los creyentes. En efecto, el fantasma del califato sunní se esfumó con el Imperio Otomano en 1918 y el liderazgo carismático shi’í es local y, en todo caso, el ayatollá Jomeinì no dejó sucesores.

El diálogo entre religiones es una entelequia que sólo puede cristalizar entre organizaciones, grupos o líderes. El catolicismo romano tiene, sí, un solo papa (los antipapas se acabaron hace siglos), pero sus versiones orientales y protestantes presentan una amplia gama de autoridades. Por ende, la interpretación de la Biblia es tan múltiple como la del Corán.

Pero la historia musulmana tiene ribetes propios. Tras morir Mahoma (632 de la era común), tres de sus cuatro primeros sucesores –los califas iluminados, parientes del Profeta- perecieron asesinados: Omar (644), Otmán (656) y Alí (661, origen de la secesión shi`ita). Jesucristo, por el contrario, dejó una sucesión apostólica colectiva, no de sangre ni familia.

A fines del siglo X, el Islam contenía ya tres califatos: el abasida (Bagdad, con Al Qahir), el omeya (Córdoba, con Abderramán III) y el fatimí (El Cairo, con Al Mu’izz). Unos trescientos años después, la traumática toma de Bagdad por el jan Hülegü mongol –con ayuda de contingentes armenios y georgianos- acabó por el califato sunní, cuya sede original había sido Damasco. En cuanto a la Shi’á, sólo admite un califa (Alí, sobrino de Mahoma) y siete o doce imanes carismáticos (el último de la serie no ha muerto y es un mesías oculto).

Sea como fuere, el Islam es una religión basada –como el judaísmo- en la relación directa entre los fieles y su dios. Hasta la catástrofe de 1258, existía una pluralidad de concepciones religiosas (falsafá). Después, las dos variantes del Islam se cerraron. Como el judaísmo tras la expulsión de España, el catolicismo oriental tras el cismo de 1054 y el romano desde el concilio de Trento (siglo XVI).

Sólo los judíos occidentales y los católicos romanos cedieron, desde el siglo XVII, al racionalismo o al pensamiento científico. En el Islam, ese fenómeno se limitó a países no gobernados por musulmanes, por lo común parte de imperios coloniales europeos.

La larga agonía del Imperio Otomano y la secularización de su viejo rival shi’í (Persia), desde el siglo XVIII, marcan nuevos hitos. En larga guerra con Occidente, los turcos osmanlíes casi toman Viena (corazón del Imperio Habsburgo) en 1556 y 1683. En su cenit, controlaban todos los Balcanes, Hungría, el litoral íntegro del mar Negro, Levante hasta Persia, las costas arábigas y el norte de África hasta Marruecos. Al este estaban la shi’ita Persia (safawíes) y el sultanato de Delhi (afganos sunníes, persificados). Con la conquista de Egipto (1517), los sultanes otomanos fueron también califas ortodoxos ecuménicos.

Pero el régimen no era religioso, sino secular. Eso explica que proliferasen sectas e iluminados. Por ejemplo, los predicadores mesiánicos (majdíes), el último de los cuales puso en aprietos a los británicos en Sudán, a fines del siglo XIX. En territorios manejados por europeos, la reacción fue similar y alcanzó África occidental. En cierto modo, provenía de un factor rebelde a la autoridad de los califas ya desde el siglo XII: el sufismo, originado precisamente en Sudán.

Una forma cerril es el wajjabismo, secta ortodoza sunní de rasgos faraseicos, cuya autoridad reside en el clan sa’údì, sólo porque un antepasado les arrebató a turcos y egipcios el control de La Meca y Medina (los reyes de Riyadh son jerifes de ambas ciudades santas). Al cabo de semejante historia, resulta obvio que el Corán puede ser difundido entre no musulmanes, pero no existe un Islam único en iguales condiciones.

“Este problema lo tuvieron, aunque por otras razones, desde el siglo XIX, estados musulmanes hoy extinguidos o transformados. En particular,el Imperio Otomano”, recuerdan dos columnistas italianos. Volviendo al presente ¿qué forma del Islam difundir, cómo y por quiénes?…

Los medios insisten en una “identidad musulmana” parangonable a las identidades nacionales o étnicas típicas de Occidente. Pero, como la Cristiandad, el Islam no es ecuménico y está dividido en Sunná y Shiá, para empezar. A diferencia de la Cristiandad y al igual que el judaísmo, carece de papa o patriarcas y jerarquías orgánicas capaces de ejercer autoridad sobre los creyentes. En efecto, el fantasma del califato sunní se esfumó con el Imperio Otomano en 1918 y el liderazgo carismático shi’í es local y, en todo caso, el ayatollá Jomeinì no dejó sucesores.

El diálogo entre religiones es una entelequia que sólo puede cristalizar entre organizaciones, grupos o líderes. El catolicismo romano tiene, sí, un solo papa (los antipapas se acabaron hace siglos), pero sus versiones orientales y protestantes presentan una amplia gama de autoridades. Por ende, la interpretación de la Biblia es tan múltiple como la del Corán.

Pero la historia musulmana tiene ribetes propios. Tras morir Mahoma (632 de la era común), tres de sus cuatro primeros sucesores –los califas iluminados, parientes del Profeta- perecieron asesinados: Omar (644), Otmán (656) y Alí (661, origen de la secesión shi`ita). Jesucristo, por el contrario, dejó una sucesión apostólica colectiva, no de sangre ni familia.

A fines del siglo X, el Islam contenía ya tres califatos: el abasida (Bagdad, con Al Qahir), el omeya (Córdoba, con Abderramán III) y el fatimí (El Cairo, con Al Mu’izz). Unos trescientos años después, la traumática toma de Bagdad por el jan Hülegü mongol –con ayuda de contingentes armenios y georgianos- acabó por el califato sunní, cuya sede original había sido Damasco. En cuanto a la Shi’á, sólo admite un califa (Alí, sobrino de Mahoma) y siete o doce imanes carismáticos (el último de la serie no ha muerto y es un mesías oculto).

Sea como fuere, el Islam es una religión basada –como el judaísmo- en la relación directa entre los fieles y su dios. Hasta la catástrofe de 1258, existía una pluralidad de concepciones religiosas (falsafá). Después, las dos variantes del Islam se cerraron. Como el judaísmo tras la expulsión de España, el catolicismo oriental tras el cismo de 1054 y el romano desde el concilio de Trento (siglo XVI).

Sólo los judíos occidentales y los católicos romanos cedieron, desde el siglo XVII, al racionalismo o al pensamiento científico. En el Islam, ese fenómeno se limitó a países no gobernados por musulmanes, por lo común parte de imperios coloniales europeos.

La larga agonía del Imperio Otomano y la secularización de su viejo rival shi’í (Persia), desde el siglo XVIII, marcan nuevos hitos. En larga guerra con Occidente, los turcos osmanlíes casi toman Viena (corazón del Imperio Habsburgo) en 1556 y 1683. En su cenit, controlaban todos los Balcanes, Hungría, el litoral íntegro del mar Negro, Levante hasta Persia, las costas arábigas y el norte de África hasta Marruecos. Al este estaban la shi’ita Persia (safawíes) y el sultanato de Delhi (afganos sunníes, persificados). Con la conquista de Egipto (1517), los sultanes otomanos fueron también califas ortodoxos ecuménicos.

Pero el régimen no era religioso, sino secular. Eso explica que proliferasen sectas e iluminados. Por ejemplo, los predicadores mesiánicos (majdíes), el último de los cuales puso en aprietos a los británicos en Sudán, a fines del siglo XIX. En territorios manejados por europeos, la reacción fue similar y alcanzó África occidental. En cierto modo, provenía de un factor rebelde a la autoridad de los califas ya desde el siglo XII: el sufismo, originado precisamente en Sudán.

Una forma cerril es el wajjabismo, secta ortodoza sunní de rasgos faraseicos, cuya autoridad reside en el clan sa’údì, sólo porque un antepasado les arrebató a turcos y egipcios el control de La Meca y Medina (los reyes de Riyadh son jerifes de ambas ciudades santas). Al cabo de semejante historia, resulta obvio que el Corán puede ser difundido entre no musulmanes, pero no existe un Islam único en iguales condiciones.

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