Bélgica, de provincia gala a invento de los ingleses

El pequeño y próspero miembro del Benelux y la Eurozona está al borde de dividirse entre norte flamenco y sur valón. En Bruselas, Alberto de Lieja arriesga convertirse en rey con capital pero sin país.

8 octubre, 2007

Como Julio César explica en “Sobre la guerra gálica”, una obra maestra, Bélgica era el tercio nororiental de ese vasto territorio y su nombre deriva de la etnia celta ocupante. La ulterior provincia romana conservó la denominación. Pero, en tiempos del primer imperio franco (511), ya nadie recordaba a los belgas.

Desde el primer tratado de Verdún (843), ese país se conoció como Lotaringia –herencia de Lotario, nieto de Carlomagno- y, desde el siglo XI, los emperadores alemanes lo llamarán Flandes y Brabante. Tres centurias después, pasará a depender del duque de Borgoña y, vía una serie de cambios dinásticos típicos, devendría (1555) un feudo de los Habsburgo: los “países bajos españoles”. La guerra de los treinta años (1618/48) los reducirá a la mitad sur (Flandes, católico), en tanto la norte forma los “Países Bajos” propiamente dichos (Holanda, protestante e independiente).

Un lector asiduo de César, Luis XIV, resucita “Bélgica” para legitimizar aspiraciones a anexar Flandes. Pero el tratado de Utrecht (1713) lo deja en manos de los Habsburgo austríacos junto con un Luxemburgo dos veces más grande que el actual. Un año después de la Revolución francesa, en 1790, los estados generales flamencos rechazan reformas de José II –emperador de Austria y Alemania- y declaran la independencia de… Bélgica.

Entre 1795 y 1814, Bélgica y Holanda forman una división del imperio napoleónico. En 1815, el congreso de Viena recrea las Provincias unidas bajo la corona del holandés Guillermo II de Orange. En 1830, los belgas se sublevan y, en 1831, el tratado de Londres proclama el reino independiente de Bélgica, estado tapón entre Francia, Holanda y Prusia. Tres años antes, Inglaterra inventaba Uruguay para cumplir la misma función entre Argentina y Brasil.

Esta Bélgica es una ensalada rusa. Al norte, flamencos de habla teutona afín al holandés. Al sur, valones –el Luxemburgo de habla francesa- y algún reducto alemán. Sólo los une un legado español, el catolicismo romano. Con el tiempo, el factor religioso pierde relevancia y deja el primer plano a las tendencias secesionistas hoy en ebullición. Durante el proceso, en 1943, Franklin D.Roosevelt propone separar Flandes y llamar al sur Valonia. Pero juntándolo con Luxemburgo, Sarre y una pequeña franja de Francia, en el extremo norte del Meurtre y el Mosela. Charles de Gaulle y Winston Churchill se negaron rotundamente. Ahora, Alberto II corre peligro de reinar apenas sobre Bruselas, la ciudad más cara de la Unión Europea.

Como Julio César explica en “Sobre la guerra gálica”, una obra maestra, Bélgica era el tercio nororiental de ese vasto territorio y su nombre deriva de la etnia celta ocupante. La ulterior provincia romana conservó la denominación. Pero, en tiempos del primer imperio franco (511), ya nadie recordaba a los belgas.

Desde el primer tratado de Verdún (843), ese país se conoció como Lotaringia –herencia de Lotario, nieto de Carlomagno- y, desde el siglo XI, los emperadores alemanes lo llamarán Flandes y Brabante. Tres centurias después, pasará a depender del duque de Borgoña y, vía una serie de cambios dinásticos típicos, devendría (1555) un feudo de los Habsburgo: los “países bajos españoles”. La guerra de los treinta años (1618/48) los reducirá a la mitad sur (Flandes, católico), en tanto la norte forma los “Países Bajos” propiamente dichos (Holanda, protestante e independiente).

Un lector asiduo de César, Luis XIV, resucita “Bélgica” para legitimizar aspiraciones a anexar Flandes. Pero el tratado de Utrecht (1713) lo deja en manos de los Habsburgo austríacos junto con un Luxemburgo dos veces más grande que el actual. Un año después de la Revolución francesa, en 1790, los estados generales flamencos rechazan reformas de José II –emperador de Austria y Alemania- y declaran la independencia de… Bélgica.

Entre 1795 y 1814, Bélgica y Holanda forman una división del imperio napoleónico. En 1815, el congreso de Viena recrea las Provincias unidas bajo la corona del holandés Guillermo II de Orange. En 1830, los belgas se sublevan y, en 1831, el tratado de Londres proclama el reino independiente de Bélgica, estado tapón entre Francia, Holanda y Prusia. Tres años antes, Inglaterra inventaba Uruguay para cumplir la misma función entre Argentina y Brasil.

Esta Bélgica es una ensalada rusa. Al norte, flamencos de habla teutona afín al holandés. Al sur, valones –el Luxemburgo de habla francesa- y algún reducto alemán. Sólo los une un legado español, el catolicismo romano. Con el tiempo, el factor religioso pierde relevancia y deja el primer plano a las tendencias secesionistas hoy en ebullición. Durante el proceso, en 1943, Franklin D.Roosevelt propone separar Flandes y llamar al sur Valonia. Pero juntándolo con Luxemburgo, Sarre y una pequeña franja de Francia, en el extremo norte del Meurtre y el Mosela. Charles de Gaulle y Winston Churchill se negaron rotundamente. Ahora, Alberto II corre peligro de reinar apenas sobre Bruselas, la ciudad más cara de la Unión Europea.

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