La gran recesión, que nació en los Estados Unidos pero que desarrolló su mayor virulencia en los países del Viejo Continente, ha acarreado un cambio del entorno operativo de los negocios caracterizado por la pérdida creciente de la confianza de los ciudadanos en los liderazgos tradicionales, incluidos los corporativos. En definitiva, un nuevo paradigma para el mundo de los negocios que, acompañado de la irrupción masiva de las nuevas tecnologías y, específicamente, del empoderamiento que las redes sociales han otorgado a los ciudadanos, ha puesto de manifiesto la necesidad de recuperar la confianza de la ciudadanía en las empresas y en las instituciones financieras. Dicha situación implica, sobre todo, que el valor añadido que la comunicación debe aportar a las organizaciones es la construcción de un renovado concepto de la reputación, haciéndolo, además, a través de la multiplicidad de canales disponibles para llegar a audiencias y grupos de interés predeterminados.
Lo que sigue es el d de José Antonio Llorente, Socio Fundador y Presidente de LLORENTE & CUENCA en la sesión plenaria “Deconstruir la comunicación” del World Public Relations Forum 2014:
Es para mí un honor y una extraordinaria satisfacción compartir con ustedes esta jornada inaugural del World Public Relations Forum organizado por Global Alliance y la Asociación Española de Directivos de la Comunicación.
Y lo es, no sólo porque se celebra en Madrid, sino, también, porque desde las experiencias española y latinoamericana que jalonan el desarrollo de la empresa que presido —LLORENTE & CUENCA— y la mía propia, creo que podemos poner en común vivencias sobre nuestra gestión profesional de la comunicación que radiografíen a nivel verdaderamente mundial su estado de situación cuando aparecen ya en el horizonte signos de superación de la crisis económica en Europa.
Me refiero a Europa de modo concreto, porque quisiera subrayar de qué manera la América Latina que conozco por razones profesionales representa hoy por hoy un filón de modernidad, de vitalismo, de regeneración, de dinamismo y de esperanza. No faltan dificultades, pero las grandes variables del desarrollo de los países que integran la región son sólidamente positivas y presentan el futuro, en lo esencial, despejado.
El conjunto del continente americano se ha convertido en la región céntrica del planeta porque el Atlántico ha quedado balanceado en influencia por el Pacífico, conformándose así el concepto de países emergentes que lo son, no sólo en lo económico, sino también en lo social y en lo cultural. El desarrollo allí de la gestión de la comunicación, la construcción de reputaciones políticas, empresariales y de distinto orden, constituye un nuevo horizonte prometedor de enormes posibilidades y oportunidades.
Hoy por hoy, abordar un diagnóstico sobre la comunicación y su gestión profesional —en lo que tiene de aspectos críticos— nos remite necesariamente a la gran recesión que se inició entre 2007 y 2008, que nació en los Estados Unidos pero que desarrolló su mayor virulencia en los países del Viejo Continente.
En aquel bienio, grandes realidades empresariales se derrumbaron casi de la noche a la mañana, y bajo los cascotes de aquella ruina quedó malherido el relato comunicacional que acompañó la progresión empresarial y social de emblemáticas corporaciones y organizaciones.
De ahí que la gran crisis haya conllevado también otra adicional que ha sido —y sigue todavía siéndolo— la de la fiabilidad de la comunicación que se transmitió a los mercados y a los grupos de interés desde las instancias que con la recesión se volatilizaron o quedaron seriamente dañadas.
La sociedad occidental, a resultas de la dura crisis económica y sus consecuencias, ha adoptado comportamientos colectivos escépticos e, incluso, reactivos ante las noticias que transmiten, sobre sí y su giro de negocio, las empresas, las organizaciones y otras entidades sociales.
En otras palabras: nos enfrentamos a una sociedad explicablementedesconfiada frente a los ámbitos e instancias empresariales y sociales que de modo directo o indirecto han protagonizado estos años de crisis.
El primer reto que nos concierne es el de asumir que hemos de restaurar la confianza, la fiabilidad, en la difícil tarea de gestionar la comunicación ante un auditorio social receloso, precavido y ahora mucho más exigente que hace unos años. E inmensamente más autónomo en el manejo de sus fuentes de información, más apoderado de instrumentos de interactuación, con más capacidad de presión colectiva y con una mayor conciencia de sus derechos y facultades.
La crisis y sus consecuencias, especialmente las políticas, ha reformulado la ciudadanía que ahora remite a un concepto menos social y más político porque los ciudadanos no son solo los integrantes de un colectivo sino, en su conjunto, un poder emergente autónomo que canaliza su expresión y su exigencia no sólo frente al poder público sino también frente al privado, al empresarial, al cultural y en general frente a todos las instancias que ostentan facultades con trascendencia sobre colectivos y comunidades.
La reclamación de la ciudadanía podría resumirse en una exigencia de transparencia que es también uno de los mega conceptos de nuestro tiempo. Y no basta con que las Administraciones Públicas se doten de mecanismos legales para que el ciudadano pueda evaluar su labor. Es, así mismo, una exigencia que se dirige a ámbitos sociales hasta el momento exentos de determinados requerimientos.
Este reto de transparencia se configura así como una nueva y gran oportunidad porque ha de servir —lo está haciendo ya— para que volvamos a evaluar nuestros procedimientos y pautas profesionales, las redefinamos y las mejoremos. Y también, para establecer nuevos objetivos que quizás hace un tiempo no se planteaban.
El profundo cambio del paradigma comunicacional no consiste sólo en la irrupción masiva de las nuevas tecnologías y, específicamente, de las redes sociales. Tampoco, aunque también, en el trance en el que se han instalado los medios de comunicación más convencionales.
Ambos asuntos nos afectan de manera directísima porque tanto la Red como los medios están en situación de crisis aunque por motivos distintos.
Internet porque ha desestructurado el manejo de los límites de la información-comunicación que circula por la Red en formatos diversos, y los medios convencionales porque, en un severo y sostenido proceso de recesión de sus audiencias, difusiones e ingresos, están en pleno debate sobre su modelo editorial y de negocio.
A la Red y a los medios, les afecta —en distinto sentido— losdéficits de confianza y fiabilidad que lastran la comunicación en general. Lo que está generando un interesante debate del que no podemos declararnos ajenos. Precisamente porque no podemos obviar este gran asunto de nuestros días hay que expresar la confianza en que la democracia sigue siéndolo, en buena medida, no sólo por la existencia de procesos electorales, sino también porque están vigentes los derechos y libertades prevalentes de expresión e información.
Ambos derechos y libertades requieren para su efectividad medios de comunicación que incorporen calidad y valor añadido a sus contenidos. No es imaginable un sistema democrático sin medios independientes, críticos. En estos momentos de crisis hay que volver a recordar al que fuera presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, cuando sostuvo: “Prefiero periódicos sin Gobierno que Gobierno sin periódicos”. Sin olvidar a Winston Churchill cuando sostuvo, en una de su más inolvidables frases, que “los periodistas son los perros guardianes de la democracia”.
El nuevo paradigma que nos apela implica, sobre todo, que el valor añadido que la comunicación debe aportar no es sólo el de la notoriedad, sino el de la notabilidad, esto es, el de la buena percepción que se sustancia en la construcción de un renovado concepto de la reputación, haciéndolo, además a través de la multiplicidad de canales disponibles para llegar a audiencias y grupos de interés predeterminados. Lo esencial no es el conocimiento de una realidad, sino que éste sea connotado positivamente y que responda a la realidad. Hemos, en consecuencia, de interiorizar que la veracidad como característica de nuestro hacer forma parte de núcleo duro de nuestros servicios profesionales.
Porque lo que se ha venido abajo, precisamente, es la reputación entendida como la entidad positiva y creíble que la sociedad y los grupos de interés atribuyen a las instancias que comunican. Ahora hay que sostener la reputación sobre la solvencia fáctica, sobre los datos comprobables, sobre los relatos veraces. Debemos enfrentarnos al desafío de que nuestra labor vuelva a convocar a los atributos que conforman la confianza social.
Nuestra función en consecuencia debe ser transformadora de los atributos negativos que se asignan a nuestros clientes y creadora de elementos atractivos y compatibles de su identidad con los nuevos valores sociales que hoy por hoy son los de la transparencia, (a la que he aludido y que ha pasado a ser una virtud civil irrenunciable), la eficacia, la solvencia y laresponsabilidad.
Por decirlo de manera directa y sin eufemismos: estamos emplazados a gestionar una comunicación con un profundo sentido ético. Y en este caso, el sentido ético se refiere a la transmisión de los hechos, de la realidad, en detrimento del slogan, la consigna o el eufemismo. Ni la política ni la empresa soportan ya los viejos hábitos de una propaganda banal que no transmita confianza y certezas que son los fundamentos de la reputación sin la que cualquier liderazgo es engañoso y, por lo tanto, fugaz e inconsistente.
Este mandato ético no es sectorial; es general y afecta también y especialmente a la actividad política cuyos criterios y planteamientos más tradicionales también han entrado en crisis a resultas de exigencias ciudadanas ya inapelables.
Apartemos, pues, todo aquello que pueda confundirse con la artificiosidad, las medias verdades y la ocultación. Porque la reputación es incompatible con prácticas que se asocian a una etapa anterior fracasada en la que las posibilidades de manipulación eran tentadoras porque la sociedad y los ciudadanos no disponían, como ahora ocurre, de la conciencia de su propia influencia, de su radical protagonismo.
Plantear la comunicación con un sentido moralmente cívico es uno de los elementos nucleares del nuevo paradigma de la relación entre las entidades empresariales, sociales, políticas y culturales y los ciudadanos.
Y esto es así, no sólo por un imperativo ético, sino también porque la sociedad ha encontrado y optimizado nuevas maneras y formas de interactuar entre los ciudadanos y de éstos con las instancias de poder —sea cual fuere éste— sin necesidad de utilizar intermediarios.
Ese es el papel que juegan las redes sociales en las que los profesionales de la gestión de la comunicación han de trabajar en distintos niveles, desde la escucha para el aprendizaje y la detección de tendencias, hasta la participación informativa en la construcción del relato comunicacional y, por lo tanto, de la reputación.
Quisiera subrayar cómo es de importante la huella digital, una huella que podría ser indeleble si no nos preparamos para gestionar que el recuerdo digital no se convierta en estigma permanente cuando no responde a la realidad, lo que, por desgracia, sucede con demasiada frecuencia en una Red renuente, por su propia naturaleza, a la asunción de reglas de compromiso y pautas de comportamiento.
Por otra parte, debemos tener en cuenta que ya no existe opinión pública —un concepto oceánico e inconcreto— sino opiniones públicas, sectores, segmentos, grupos de interés que obligan a sustituir la inundación comunicacional por el riego selectivo de mensajes.
La globalización impone ritmos diferentes en el relato que la comunicación contiene, pero también especifica nichos de interés. De ahí que nuestra gestión haya de incorporar la sociología y otras disciplinas como instrumentos de discernimiento para la eficacia de su función.
Consecuentemente, la relación con los medios de comunicación tradicionales —que sigue siendo importante— hay que redefinirla porque éstos han pasado de ser unstakeholder casi único a convertirse en otro más, tan sustancial como ha quedado dicho, aunque los media se inserten ahora en un elenco más amplio de grupos de interés con determinante capacidad prescriptora.
En el seno de ese nuevo paradigma de la comunicación quisiera señalar tres aspectos a mi juicio fundamentales.
El primero consiste en la necesidad de que nuestra gestión e intervención no se produzca a posteriori de los hechos que conformarían el relato comunicacional. Hemos de estar en las decisiones que lo determinan si bien en el ámbito que nos corresponde.
Por lo tanto, preconizamos —o debemos hacerlo— que la comunicación es una variable estratégica y de valor añadido en el manejo de los intereses de la empresa, organización o instancia social o política a la que servimos.
El segundo aspecto de la nueva situación reside en la necesidad de que el relato comunicacional sea asumido como un imperativo de la gestión global y, por lo tanto, que una vez lanzado, concite el compromiso interno de nuestros mandatarios a todos los niveles para que alcance su máxima eficacia.
Se trata, en consecuencia, de que la variable de la comunicación añada valor y se compacte en la estrategia general de acción de nuestros clientes.
Desde esa perspectiva es inevitable ya considerar que la comunicación ha de abarcar aspectos que hasta ahora parecían ajenos a ella. Y uno sobre otros: la comunicación forma parte de la inteligencia corporativa de empresas y entidades y se configura así como una actividad multidisciplinar porque incide sobre una sociedad de la conversación cuya interactuación y temáticas carecen son cada día más amplias.
El tercer aspecto del nuevo paradigma comunicacional que quisiera subrayar se refiere al binomio ciudadanía-cercanía.
Las entidades empresariales o de otra naturaleza más próximas a los ciudadanos son las que logran mayor credibilidad, más confianza y más empatía social como destacan numerosas encuestas y estudios de opinión. Es importante trabajar sobre el concepto de la cercanía virtual que es la que nos proporcionaría un buen manejo de la tecnología digital cuya progresión es realmente vertiginosa.
Simultáneamente el destinatario del impacto del conocimiento sobre el que trabajamos —la comunicación es la gestión del conocimiento— no es una abstracción anónima. Ha de ser definido, disponer de entidad y apreciación. Nos dirigimos a un ciudadano concreto no a un conjunto amorfo y despersonalizado. En la socialización general de nuestro tiempo, emerge, al mismo tiempo, la singularidad tan reivindicada como lo colectivo.
Voy terminando con la exposición de unas ideas que tienen el propósito, como decía al principio, de suscitar reflexiones en este Congreso Mundial que va a ser de gran importancia y que quisiera cerrar con una consideración acerca de nuestra función profesional.
Hitos como este Congreso deben propiciar que permee la convicción, no asumida en la medida necesaria, de que la gestión de la comunicación —sea en la instancia que sea—consiste en una actividad profesional que ha adquirido en sus procedimientos una cada vez más sofisticada metodología y en sus gestores una alta cualificación académica y, desde luego, también empírica.
En consecuencia, deberíamos plantearnos, como otras profesiones, el fenómeno del intrusismo y establecer mecanismos que mantengan la integridad deontológica de nuestra actividad.
Termino agradeciéndoles su atención y augurando a este Congreso Mundial bienal un éxito sin precedentes en un momento crucial y cambiante de la comunicación del que todos somos conscientes. Y porque lo somos, el intercambio de experiencias, de metodologías, de procedimientos y de protocolos, fortalecerán nuestra profesión y convertirán este gran encuentro en lo que auguró el presidente de la Asociación Española de Directivos de Comunicación, José Manuel de Velasco: los Juegos Olímpicos de la comunicación.
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