John Maynard Keynes dio una conferencia en 1930 donde dijo que en el futuro, alrededor de 2030, el problema de la producción estaría resuelto pero que las máquinas (robots) causarían desempleo tecnológico. En esta nueva era, el desempleo convierte a la economía en un problema político.
“Estamos creando una inteligencia que es externa a los humanos y que está alojada en la economía virtual. Eso nos lleva a una nueva era económica – distributiva – donde rigen reglas diferentes”. Así comienza el economista W. Brian Arthur su ensayo Where is technology taking the economy.
Su tesis central es que las tecnologías digitales han creado una segunda economía, virtual y autónoma cuyo rasgo principal lleva a las empresas una inteligencia externa, una que no está alojada dentro de los trabajadores humanos sino externamente, en las máquinas y los algoritmos de la economía virtual.
Los negocios, los procesos financieros y de ingeniería tienen ahora a su disposición enormes bibliotecas de funciones inteligentes con las que pueden mejorar enormemente sus actividades mientras simultáneamente las actividades humanas se van volviendo obsoletas.
Arthur sostiene que esta situación ha llevado a la economía a un punto en que produce, en principio, lo suficiente para todos, pero donde los medios de acceso a esos servicios, productos y empleos se limitan cada vez más. Para él, la producción no es tanto problema como la distribución, o sea, cómo la gente comparte lo que se está produciendo. En esta economía virtual de máquinas interconectadas, software y procesos las acciones físicas se pueden realizar digitalmente y desaparece la importancia de la localidad geográfica.
Aproximadamente en el año 2010 se inició el último gran cambio tecnológico, con la aparición de todo tipo de sensores para medir y detectar cosas. Esos sensores trajeron montañas de datos, y todos esos datos crearon la necesidad de entenderlos. Por eso, en los últimos diez años se desarrollaron métodos, algoritmos inteligentes para reconocer y realizar cosas. Así llegaron la visión computarizada, la habilidad de las máquinas para reconocer objetos, el procesamiento del lenguaje natural y la posibilidad de hablar con una computadora como si fuera una persona.
Así llegaron también la traducción de lenguaje, el reconocimiento facial, el reconocimiento de la voz humana y las asistentes digitales. Los algoritmos inteligentes no son deducciones geniales, son asociaciones hechas posible por métodos estadísticos inteligentes que usan toneladas de datos. Y así llegó el momento en que las computadoras lograron hacer lo que hasta ahora sólo hacían los humanos: asociar.
Llegada de la inteligencia externa
Arthur cree que la inteligencia asociativa no es razonamiento deductivo ni pensamiento consciente. Inteligencia, en este contexto, significa la capacidad para hacer asociaciones adecuadas o, en el campo de las acciones, percibir una situación y actuar en consecuencia.
Así, cuando los algoritmos inteligentes ayudan a un avión a evitar un choque en el aire, están percibiendo una situación, computando respuestas posibles, eligiendo una y tomando medidas para evitarla. No hay necesidad alguna de que haya un controlador en el centro de esa inteligencia; la acción adecuada puede surgir como una propiedad de todo el sistema.
El tráfico sin conductores, cuando llegue, tendrá carriles autónomos especiales en conversaciones entre sí, con marcadores especiales de ruta y luces de señalización. Todo eso, a su vez, entrará en conversación con el tránsito que se acerca y con las necesidades de otras partes del sistema de tráfico. Aquí la inteligencia surge de las conversaciones entre todos esos elementos. Este tipo de inteligencia se auto-organiza y se autoajusta, es autónomo y los resultados tienen lugar con poca o ninguna intervención humana.
Lo interesante aquí es que la inteligencia ya no está alojada internamente en el cerebro de los trabajadores humanos sino que está afuera, en la economía virtual, está en la conversación entre los algoritmos inteligentes. Se ha convertido en algo externo.
Este cambio de inteligencia interna a externa es importante. Cuando llegó la revolución de la imprenta en los siglos 15 y 16, tomó la información alojada internamente en los manuscritos de los monasterios y la puso a disposición del público. La información, de pronto, se volvió externa: dejó de ser propiedad de la iglesia y ahora se podía acceder a ella, se la podía compartir y mejorar. El resultado fue una explosión de conocimiento, de textos antiguos, de ideas teológicas y de teorías astronómicas. Muchos académicos coinciden en que todo eso aceleró el Renacimiento, la Reforma y la llegada de la ciencia. En muchos sentidos podría decirse que la imprenta creó el mundo moderno.
Ahora tenemos un segundo cambio de interno a externo, el de la inteligencia, y como la inteligencia no es solo información sino algo más poderoso –el uso de la información– no hay motivo para pensar que este cambio vaya a ser menos poderoso que el primero.
Todo esto cambia los negocios
Ahora lo que hay que analizar es cómo esta externalización del pensamiento humano, y del juicio humano, está cambiando los negocios y qué oportunidades nuevas trae. Algunas empresas pueden aplicar la nueva inteligencia, como reconocimiento facial o verificación de la voz, para automatizar productos y servicios. Otros cambios más radicales vienen cuando las empresas conectan diferentes piezas de inteligencia externa y crean con ellas nuevos modelos de negocios. O sea, combinan algoritmos para realizar una tarea que antes hacían los humanos.
El resultado, sea en banca minorista, transporte o salud, es que las industrias no sólo se están automatizando con máquinas que reemplazan humanos. Están usando los nuevos ladrillitos inteligentes para volver a inventar la forma en que hacen las cosas. Y al hacerlo, dejarán de existir en su forma actual.
Las nuevas oportunidades se pueden usar de otras formas también.
Algunas grandes empresas tecnológicas pueden crear sistemas de inteligencia externa como el control autónomo de tráfico aéreo o el diagnóstico médico avanzado. Otras pueden crear bases de datos propietarias y extraerles conductas inteligentes. Pero las ventajas de ser a la vez grandes y adelantadas en el mercado son limitadas.
Los componentes de inteligencia externa no son fáciles de poseer porque tienden a orientarse hacia el dominio público. Y como los datos tampoco son fáciles de poseer, lo que probablemente veamos en el futuro es que las grandes empresas tecnológicas compartirán recursos autónomos y gratuitos en el futuro. Si algo nos enseñan las revoluciones tecnológicas anteriores es que aparecerán industrias totalmente nuevas que no se habían previsto.
Alcanzar el “punto Keynes”
Todo esto tiene, claro, un lado negativo. La economía autónoma está comiéndose sostenidamente a la economía física y los puestos de trabajo que brinda. Ya no nos llama la atención que no haya más agentes de viajes o mecanógrafos o gestores legales en las cantidades que se veían antes. Incluso los trabajos que realizaban personas altamente calificadas como los radiólogos, están siendo reemplazados por algoritmos que pueden hacer mejor ese trabajo.
Los economistas, que ven desaparecer los empleos, discuten si van a ser reemplazados por empleos nuevos. La historia económica nos dice que sí. El automóvil pudo haber hecho desaparecer a los herreros que colocaban herraduras en los caballos, pero creó nuevos empleos en la fabricación de autos y construcción de carreteras. La historia cuenta que los recursos laborales liberados siempre encuentran una salida de reemplazo y la economía digital no va a ser diferente.
Pero Brian Arthur no está convencido de que sea así. Cita a Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee del MIT quienes señalan que cuando llegó el transporte automotor, todo un gran grupo de trabajadores –los caballos– fueron desplazados para nunca más tener empleo. Perdieron su trabajo y desaparecieron de la economía.
Luego cita otro precedente histórico. En las últimas décadas el offshoring (o el llevar los puestos de trabajo a otro país) se comió trabajos físicos e industrias enteras, empleos que no fueron reemplazados. La actual transferencia de empleos de la economía física a la virtual es un tipo diferente de offshoring, no a un país extranjero sino a uno virtual. Si seguimos la historia reciente no podemos suponer que esos empleos se vayan a reemplazar.
En realidad, muchas de las personas desplazadas se convierten en desempleadas; otros se ven obligadas a aceptar empleos mal pagos o de medio tiempo o a ingresar en la economía de la changa. El desempleo tecnológico tiene muchas formas.
El término “desempleo tecnológico” fue usado por primera vez en 1930 por John Maynard Keynes en una conferencia que tituló “Posibilidades económicas para nuestros nietos”. Todavía no hemos llegado a 2030, pero Arthur cree que el mundo ha alcanzado el “punto Keynes” donde la economía, tanto física como virtual, produce lo suficiente para todos. Y hemos llegado a un punto donde el desempleo tecnológico se está volviendo realidad.
El problema en esta nueva fase no es tanto de empleo sino de acceso a lo que se produce. Los empleos han sido el principal medio de acceso durante 200 años. Antes de eso, el trabajo agrario, los oficios o la riqueza heredada permitían el acceso. Ahora ese acceso deberá cambiar.
Hemos entrado en una fase diferente de la economía, una nueva era donde la producción importa menos que el acceso a esa producción: la distribución, o sea quién tiene qué cosa y cómo la obtiene. Hemos entrado a la era distributiva.
Realidades de la era distributiva
Una nueva era trae nuevas reglas y nuevas realidades. Esa nueva era, en la que lo más importante será la distribución, también tiene las suyas.
1. Cambiarán los criterios para evaluar las políticas. La vieja economía basada en la producción premiaba todo lo que ayudaba el crecimiento económico. En la economía distributiva, donde los empleos o el acceso a los bienes son el criterio más importante, el crecimiento económico es deseable si crea empleos. Lo que ya se está viendo es que actividades impopulares, como el fracking, se justifican por este motivo.
También cambiarán los criterios para medir la economía. El PBI y la productividad no cuentan bien los avances virtuales.
2. La filosofía del libre mercado será más difícil de sostener en la nueva atmósfera. Está basada en la idea popular de que una conducta de mercado no regulado conduce al crecimiento económico. La teoría económica tiene dos proposiciones. Si un mercado –por ejemplo, el de las aerolíneas– es liberado y opera según una cantidad de condiciones económicas, va a operar para que no se desperdicie ningún recurso. Eso es eficiencia. Segundo, generará ganadores y perdedores, entonces si queremos que todos estén mejor, los ganadores deberán compensar a los perdedores. Eso es distribución.
En la práctica la conducta no regulada lleva a la concentración, y en la práctica también los que pierden rara vez son compensados. Antes, podían encontrar empleos diferentes. En la era distributiva la eficiencia del mercado libre ya no será justificable si crea enormes cantidades de perdedores.
3. La nueva era no será económica sino política. Los trabajadores que han ido perdiendo acceso a la economía cuando los procesos digitales los reemplazan tienen la sensación de que todo se viene abajo y se va gestando un enojo silencioso con la inmigración, la inequidad y las élites arrogantes.
Sería deseable que los disturbios políticos fueran temporarios, pero hay una razón fundamental por la que no lo son. La producción, o sea la búsqueda de más bienes, es un problema económico y de ingeniería; la distribución, o sea el asegurar que la gente pueda acceder a lo que se produce, es un problema político. Entonces, hasta que no se resuelva el acceso, estaremos en un largo período de experimentación, con ideas políticas modernizadas y partidos populistas prometiendo mejor acceso a la economía.
Esto no quiere decir que se vuelva a poner de moda el socialismo de viejo cuño. Cuando las cosas se tranquilicen, probablemente habrá nuevos partidos políticos que ofrezcan alguna versión de solución escandinava: producción capitalista y gobierno que se ocupa de ver quién recibe qué cosa.