Uno tiene la tentación de preguntar qué pasó con todo lo que se dijo y se escribió sobre el increíble potencial de Japón, las predicciones de que iba camino al liderazgo mundial, los anuncios de hegemonía comercial, financiera y tecnológica.
En los últimos tiempos, todo es apocalíptico sobre la marcha y el destino del Imperio del Sol Naciente. No es que las malas noticias sean nuevas. En verdad, desde el colapso del mercado bursátil e inmobiliario en 1990, abundan las dificultades. Sin embargo, el eficiente manejo de las autoridades financieras logró que se transitara suavemente esa etapa de “pinchar la burbuja”.
¿Por qué entonces se está ahora frente a esta oleada de pesimismo que pone en duda los valores que se consideraban axiomáticos de la población japonesa y de su clase dirigente?
Lo que parece haber incidido es que lo que los japoneses llaman recesión, y que es en verdad menor tasa de crecimiento, es en esta oportunidad muy especial. No se conocía una etapa igual desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Se comienza a vislumbrar que las dificultades económicas son de
una profundidad y persistencia desconocidas.
Los ciclos recesivos anteriores, de corta duración, eran en esencia el ajuste a crisis externas, como el embargo petrolero de 1973 o el encarecimiento del yen en 1986, producto del acuerdo del Plaza Hotel para devaluar el dólar. Esta vez, además de lo que ocurre en el exterior, hay signos de debilidad interior. La recuperación puede ser mucho más lenta y la receta para encontrar la salida
más difícil de hallar.
La crisis de 1986 duró apenas un año. Esta lleva cuatro años y nadie supone que puede haber recuperación efectiva, por lo menos hasta finales de este año. El desempleo continúa en alza por dos años, baja la producción industrial y es débil la demanda de los consumidores. Más significativo todavía, las empresas reducen sus inversiones de capital por cuarto año consecutivo.
La apreciación del yen (20% con respecto al dólar) implica dificultades crecientes para los exportadores. Los fabricantes de automóviles han tenido fuertes pérdidas cambiarias durante 1993.
Si la balanza comercial continúa siendo favorable (aun con superavit en ascenso) se debe a que disminuyen las importaciones y no a que crezcan las exportaciones.
El menor crecimiento económico -o la recesión, como se prefiera- pone al descubierto fallas estructurales de la economía que habían sido tapadas por el alza desmedida en los valores bursátiles e inmobiliarios. Los paquetes de estímulo fiscal y la reducción en las tasas de interés han hecho todo lo posible por recuperar el ritmo, pero esta vez no han sido suficientes.
La nueva coalición política que gobierna el país suma otro elemento: el de la incertidumbre sobre la estabilidad. La solución aportada por las grandes empresas y por la burocracia estatal es reducir el impuesto a los ingresos
de las corporaciones. Para compensar habría que aumentar impuestos al consumo, algo que un fuerte miembro de la coalición, el Partido Democrático Social, rechaza como inequitativo.
Que esta crisis es distinta ha sido reconocido por la actitud de los empresarios que, al contrario de lo que ocurrió en anteriores oportunidades, han reducido su capacidad de producción y bajado su inversión, lo que ha provocado mayor desempleo. Por primera vez en cinco décadas los japoneses sienten inseguridad laboral. Si los resultados de los balances siguen siendo magros, aumentarán todavía más los despidos. Ahora se aprecian en toda su dimensión los efectos del proceso de inversión japonés en distintos lugares del sudeste asiático, donde los costos laborales son más bajos.
Se está trasladando a esos lugares buena parte de la capacidad de producción de las grandes firmas. La pregunta central es qué nuevo sector industrial -si es que hay alguno- podrá reemplazar a los tradicionales motores del crecimiento, como el sector automotriz y el electrónico.
El sistema bancario y financiero japonés sigue sumido en una crisis profunda. Todo comenzó en 1990 con el “crash” controlado de la Bolsa y el hundimiento de los valores del mercado inmobiliario.
La deuda que resultó fue colosal.
Si se logró mantener calma y orden en esa situación, se debió a la pericia de las autoridades financieras que, mediante la reducción de las tasas de interés y numerosas “sugerencias” sobre lo que tenían que hacer las entidades, permitió un aterrizaje lento y gradual. Los créditos en dificultades (eufemismo por casi irrecuperables) de los principales 21 bancos del país -según autoridades
japonesas, en marzo de 1993- ascendían a US$ 150 mil millones, lo que equivale a 3% del total prestado por el sistema. Pero el dato comprende solamente a los bancos. Si se computara el total de créditos incobrables o en serias dificultades de otras entidades no bancarias, la cifra se multiplicaría
por tres. En todo caso, los números oficiales representan cuatro veces las ganancias operativas declaradas por los mismos 21 bancos. Lo cierto es que el salvataje y recuperación del sistema bancario tiene todavía un largo camino por delante.
Evolución de la Crisis.
Desde finales de 1986, Japón registraba, año tras año, tasas de crecimiento impresionantes. En 1988, 6,3%; en 1989, 4,8%; en 1990, 5,3%. El impulso se detuvo en 1991: 2,2%. Se mantuvo en nivel parecido el año siguiente, descendió en 0,5% en 1993 y con mucha suerte puede crecer 0,5% durante este año.
El boom de los años precedentes se había logrado merced a un notable desahogo monetario. La tasa de redescuento del Banco de Japón estaba en 2,5%. La intención era corregir el desequilibrio de la balanza comercial (abultado superávit, especialmente con Estados Unidos) estimulando la demanda interna. La expansión tuvo secuelas indeseables. La inflación aumentó, los activos bancarios disminuyeron por los quebrantos afectando la capacidad de prestar. La posterior caída de la Bolsa significó la volatilización de 50% del valor de todas las acciones. Hubo descenso en la masa monetaria. Ningún banco japonés ostenta hoy la calificación máxima de crédito (AAA), lo que es realmente preocupante ya que la banca, antes al servicio de la industria, era uno de los motores del crecimiento japonés.
El aumento en los inventarios de mercaderías redujo la inversión de las empresas. La saturación de los consumidores se hizo notar con la caída en las ventas de automotores y de artículos electrónicos y de computación de todo tipo. La desaceleración en la inversión fue importante.
Para entender este dato en su real perspectiva, es preciso tener presente lo ocurrido en años anteriores. El auge inversor había dejado a la industria con sobrecapacidad, lo que implicaba un exceso de oferta por parte de las empresas. De modo que, al margen de la crisis, esa corrección era
necesaria y habría tenido lugar en cualquier caso. Un dato positivo es que la reducción en la inversión no ha afectado los recursos volcados a investigación y desarrollo especialmente en el área de lo que se considera “industrias con futuro”, como la nueva generación de semiconductores y de computadoras “inteligentes”, y campos como la biotecnología y la industria farmacéutica avanzada. Al disminuir la demanda interna, el crecimiento japonés vuelve a depender -como ocurrió históricamente- de la demanda externa, lo que puede provocar fricciones de gran calibre en el comercio mundial, y muy especialmente en la relación bilateral con Estados Unidos. En los últimos
años de la década de los ´80, el superávit comercial tendía a decrecer. Ahora se recobró la tendencia a aumentar, lo que está muy alejado de la política de convergencia de macrovariables que propicia el G-7 (las siete economías más industrializadas del planeta).Los estímulos del gobierno para reactivar
la demanda, a través de medidas típicamente keynesianas, como el impulso al gasto público, es parte del arsenal disponible y han sido utilizados en los últimos tres años. La contrapartida es el riesgo de aumentar el endeudamiento público y el déficit presupuestario. Antes el gobierno se endeudaba para
financiar inversiones de largo plazo, luego lo hizo para compensar por el déficit fiscal anual. A principios de los ´80 comenzó el proceso de saneamiento fiscal, limitando estrictamente el aumento del gasto público. La política fue eficaz: a finales de la década pasada el déficit presupuestario era de 1,8% del PBI. Por esa razón los paquetes fiscales de estímulo no fueron de la importancia que se
reclamaba.
Miguel Angel Diez.
EL TERREMOTO POLITICO.
El 18 de junio del año pasado, el gobierno del primer ministro Kiichi Miyazawa perdió una votación de confianza en la Dieta que originó la estrepitosa caída del Partido Liberal Democrático, que había gobernado al país, ininterrumpidamente, desde el fin de la Guerra Mundial. Un mes después, en las elecciones generales, el PLD resultó ser el partido más grande del país, pero lejos de contar con mayoría propia en el Parlamento. Una alianza de partidos minoritarios de amplio espectro ideológico se hizo cargo del gobierno. El fenómeno, visto con el tiempo transcurrido, no se explica como habría querido los estadounidenses por una drástica conversión del electorado japonés, o por una revuelta de los consumidores nipones, o por una instancia totalmente nueva y favorable a Washington en la antigua rencilla comercial entre ambos países.
El final de la Guerra Fría tuvo más que ver con el derrumbe de la hegemonía liberal. El otro gran partido, el Socialista, se opuso siempre a la política de Estados Unidos, y de triunfar podría forjar nuevos vínculos no deseados con la ex URSS o con China. Hoy esa preocupación quedó atrás. Pero la
nueva constelación política en el poder es, de sí, inestable, y muy lejos del bipartidismo de EE.UU. La gran novedad de los últimos meses es que el poder político, con todas sus contradicciones, está recortando el poder de la burocracia de servidores públicos, que era la que, tradicionalmente,
formulaba las políticas. Desde que el ministro de Industria y Comercio Internacional provocó la renuncia del director general del MITI, responsable de la formulación de estrategias industriales y uno de los más poderosos servidores públicos del país, se dejó sentado que los políticos no están
dispuestos a tolerar una fuente paralela de poder en las decisiones gubernamentales.
Está claro que hay una reforma política en marcha, pero el resultado no será un espejo de las democracias occidentales, sino que la tradición, la cultural y la historia japonesas dejarán su impronta en este proceso.
EL ETERNO SUPERAVIT.
Estados Unidos viene reclamando medidas para reducir el déficit en el comercio con Japón desde hace dos décadas. El superávit japonés sigue avanzando. Todo primer ministro de Japón ha demostrado la misma habilidad que un hábil jugador de fútbol para esquivar a sus rivales. No hay
oposición frontal, sí muchas promesas, pero poco resultados. Hay un cambio en este tradicional escenario. En la última cumbre bilateral en Washington no hubo medias palabras. Japón se negó a las demandas estadounidenses. Justo cuando hay una nueva militancia comercial del gobierno del Bill Clinton, que se apresta a reponer la vigencia de la “super cláusula” 301, que permite adoptar
represalias comerciales unilaterales (opuestas al espíritu y a la letra del GATT). El secretario del Tesoro, Lloyd Bentson, ha sido duro sobre este tema: el superávit japonés conspira contra el crecimiento mundial. El secretario de Comercio, Ron Brown, dijo que a partir de ahora cada acuerdo con Japón debe tener un mecanismo para medir la ganancia efectiva en la reducción de la ventaja japonesa. Ahora que Estados Unidos logró cerrar el acuerdo del NAFTA, que se llegará a un acuerdo en la Ronda Uruguay del GATT y que parece armar una nueva relación con los países del sudeste asiático, se concentrará en poner mayor presión sobre Tokio.
El objetivo declarado de Micky Kantor, el representante comercial de EE.UU., es reducir a la mitad el déficit que su país tiene con Japón y lograr una explícita apertura del mercado nipón a productos extranjeros. Si siempre fue difícil para Japón satisfacer las demandas de Washington, en esta oportunidad encuentra al país en su peor circunstancia en décadas.
El superávit japonés de 1993 ronda los US$ 120 mil millones, y en este año puede ascender a US$ 140 mil millones. La balanza comercial favorable con EE.UU. es de US$ 50 mil millones. Los japoneses recuerdan que el superávit se redujo sustancialmente a finales de los ´80, pero con consecuencias dañinas, como la ola especulativa que se desarrolló en el mercado inmobiliario local y en el valor de las acciones.
Visión diferente.
La Prosperidad del Este de Asia.
La economía global, el comercio internacional, los grandes bloques comerciales, son motivo de análisis constante por parte de las mejores cabezas de Europa y Estados Unidos. Con esa visión estamos familiarizados. Pero, ¿cómo ven los nuevos desarrollos los protagonistas de los mayores
éxitos recientes, los que comandan las economías emergentes del este asiático? Es tiempo de conocer ese enfoque. El primer ministro de Malasia, Mahathir Bin Mohammed, condensó esta diferente manera de aproximarse a las mismas cuestiones en un reciente ensayo publicado en New Perspectives Quarterly. Estas son sus principales conclusiones:
* Una región pacífica y progresista en el este de Asia (el antiguo Lejano Oriente de los europeos) no parece tan bien recibida como la prosperidad de Alemania e Italia, que fueron los socios del Eje durante la Segunda Guerra Mundial.
* Aparte de tratar de imponer en el área el modelo de democracia común en Europa y EE.UU., estos países han intentado restar competencia a los países asiáticos del este.
* El sentimiento de desconfianza y temor con lo que acontece en esta región del planeta tiene que ver con que el este asiático no está poblado por europeos.
* Supongamos que no exista Japón. ¿Qué pasaría? Sin competencia, las economías europeas y estadounidense aumentarían el precio de sus productos. Las ideas dominantes en esos países tornan imperativo que su fuerza laboral gane lo que los sindicatos creen que es justo. Los costos subirían quizás hasta tres veces el actual valor.
* Los países del Sur tendrían un nivel de vida inferior al de hoy. Sin el éxito obtenido por Japón, el desarrollo económico del Sur y la industrialización de algunos países asiáticos no hubiera sido posible. Las empresas multinacionales debieron invertir en países en desarrollo, de mano de obra
barata, para poder competir con los japoneses.
* Más importante todavía, sin el éxito japonés, no hubiera habido modelo para las emergentes economías del sudeste asiático. Nadie hubiera concebido que se podía desafiar a los europeos y a EE.UU. en los campos industriales en los que fueron maestros.
* Fue Japón quien demostró que se podía hacer con ventaja. Y así terminó en gran medida con el complejo de inferioridad de muchos países de la región.
* Un mundo sin Japón sería muy diferente: un Norte cada vez más rico, un Sur cada vez más pobre. La dominación de Europa y de EE.UU. sobre el resto del mundo sería permanente. Los países asiáticos seguirían confinados a la producción de productos básicos, que deberían venderse al precio dictado
por los países industrializados.
* Si Europa abraza el proteccionismo, sus habitantes tendrán que pagar más caro cualquier producto.
Es seguro que, sin los mercados consumidores industrializados, los países del sudeste asiático no alcanzarían la escala económica requerida, pero estas economías han demostrado que aun en pequeña escala pueden ser competitivas.
* Si se cierran los mercados industrializados, los países del este asiático invertirán en el mundo en desarrollo y harán crecer a la postre estos mercados, compensando la pérdida de los primeros.
* Estos mercados asiáticos son ahora sustanciales para las ventas de productos europeos, estadounidenses y japoneses, gracias al veloz crecimiento de las inversiones realizadas inicialmente por los japoneses.
* El principal ingrediente de éxito en el este de Asia es la voluntad de aceptar menores estándares de vida cuando no es posible afrontar niveles más altos. Ahí reside su enorme potencial competitivo. La región tiene derecho a desarrollarse en sus propios términos.