El nuevo poder del consumidor cambia las reglas de juego en el mercado global. ¿Qué se está haciendo en la Argentina en el terreno donde se define el éxito o el fracaso de productos y servicios?
MERCADO encargó a la firma Sygnos CSM un estudio -dirigido por Norah Schmeichel- para el que fueron entrevistados 25 ejecutivos de empresas de primera línea y cinco consultores especializados.
Sus respuestas conforman la base de este análisis, en el que se indaga acerca del concepto mismo decustomer satisfaction, sus técnicas de medición, sus límites y posibilidades y su articulación con el otro gran pilar del pensamiento gerencial moderno: la calidad total.
Los luminosos pasillos de los supermercados se asemejaban años atrás a esos salones del Lejano Oeste donde los parroquianos probaban quién era capaz de desenfundar más rápido. La inflación propagó émulos de Billy The Kid, que se batían a duelo con los sheriffs armados con pistolas remarcadoras para ver quién llegaba primero a la góndola.
La paz reina ahora en esos concurridos escenarios en los que el arrebato dejó lugar a la prudente elección de la mercadería que irá al carrito. Quien lo empuja, lo carga y pasará por las cajas a pagar lo que lleva es el cliente. Comerciantes, fabricantes, marketineros, publicistas y todos los que intervienen en la obra lo seducen, lo aconsejan, lo tientan, lo persuaden, pero finalmente tienen que
limitarse a observarlo para ver si sale conforme y puede invitárselo a realizar una nueva compra.
Pero, ¿quién es ese sujeto al que hasta no hace mucho le aplicaban la vieja intimación de los ancestros a tragar las lentejas (“si quieres las comes y si no las dejas”) y a quien hoy todos se preocupan por conocer y mimar?
Según sea el tipo de producto o servicio que se presta, se puede ver al cliente en el que va a comprar, en el que lo atiende, en el que factura, en el que cobra, en el que llevó la mercadería, en los que participaron en la fabricación, en los que atienden los servicios relacionados con cada acto de la obra. Lo es tanto el consumidor final como los intermedios (canal, distribuidor), en el plano externo,
como los departamentos y áreas internas de la empresa que producen los bienes y servicios en cuestión.
La línea conductora que une a los que compran, empezando desde adentro y terminando afuera de la organización, es la calidad, un concepto amasado por los japoneses, adoptado por los occidentales (europeos y norteamericanos) y que recaló en estas latitudes cuando las fronteras se abrieron al ingreso de bienes y servicios elaborados conforme a esas pautas.
Las normas de calidad internacionales no se limitan a las formas que se evalúan con parámetros ya institucionalizados, sino que abarcan los contenidos con métodos de medición que se han universalizado, como satisfacción del cliente y calidad total. Aquélla es la meta, ésta constituye el
medio para alcanzarla.
En la Argentina de la estabilidad de precios y el auge de la competencia, estas convenciones comienzan a traducirse al lenguaje local de los negocios a medida que la integración con Brasil, Chile, México, Estados Unidos, Europa y Oriente la funden en un solo mercado global.
Las empresas que más rápido entendieron la inexorable irrupción de este estilo son, obviamente, las multinacionales, las que participan activamente del comercio exterior (como importadoras o exportadoras) y las que se asociaron con pares brasileñas o chilenas en emprendimientos regionales.
Las compañías argentinas que están a la vanguardia de esta corriente no son muchas aún, pero los que avizoran las tendencias no dudan en afirmar que habrá un enrolamiento más intenso en 1994.
En un trabajo especial para MERCADO realizado por Sygnos CSM, Estudios de Mercado y Consultoría, que sirve de base para este informe, se indagó en profundidad en qué grado y con qué enfoque se cumple en el país el proceso de incorporación de programas de satisfacción al cliente. Las entrevistas
abarcaron a 25 empresas de bienes y servicios y cinco consultores y especialistas (ver recuadro).
Una conclusión muy general mostraría que la mayoría de esas compañías están implementando programas de satisfacción y/o de calidad o empezarán a hacerlo de inmediato.
Los ritmos difieren entre:
* Las que hacen una medición global cada seis meses o una vez al año, más algún estudio puntual según las necesidades que surjan;
* Las que abordan temas puntuales cada cuatro o seis meses;
* Las que realizan una evaluación al año, en la que se aprovecha para incluir preguntas sobre diseño o imagen.
Las frecuencias dependen de lo que se comercialice, ya que, como dijo el planificador español J. M. Jurán, “no existe una lista final de las necesidades de los clientes”. Entre los encuestados por Sygnos CSM, llamó la atención en ese aspecto que una empresa de servicios filial de una corporación haya
dejado de conformarse con los resultados de 2.500 consultas anuales entre sus clientes para pasar al sistema telefónico de sondeo diario.
HAZ LO QUE YO DIGO.
Todavía, a la alta gerencia del país le resulta más fácil hablar de estos patrones internacionales de evaluación del consumidor que incorporarlos en su propia organización, a pesar de que a su cliente le inculcan, a través de la televisión y de los medios, una forma de vida internacional, lo equipan con enseres automáticos (microondas, freezers y demás artefactos hogareños) para dejarle tiempo libre, le unifican los decorados urbanos con los shoppings, supermercados y maxiquioscos, y le ofrecen comprar a toda hora y, si prefiere, en su propio domicilio.
No es fácil para las cúpulas aceptar el pase de lo intelectual al terreno práctico, porque preguntarle a alguien qué opina de lo que se le brinda es exponerse a una crítica que no siempre se está en condiciones de escuchar. Mucho más cuando los conocimientos reales no acompañan a la investidura.
Pero los números gobiernan y los accionistas propios y de la competencia claman por sus dividendos.
Como no queda más remedio que facturar más y mejor, la palabra la tiene, entonces, la lealtad del cliente: el que consume y el que lo abastece. El marco no resulta muy generoso, porque la homogeneización de productos, servicios, capitales financieros y de trabajo no permite diferenciar con nitidez a unos de otros y en un minuto es posible imitar la idea o la innovación que insumieron
quizás el largo y penoso esfuerzo de toda una organización.
Los empresarios empiezan a verse a sí mismos como los pilotos de la Fórmula 1: encapsulados en un estrecho habitáculo, necesariamente asistidos por un enjambre de colaboradores que se mueven como autómatas, cada uno en lo suyo, con la obsesión de extraer centésimas de segundo de rendimiento que permitan clasificar. Entre el primero y el último de la grilla de largada -es decir, de los que sobrevivieron- no hay más de un segundo de diferencia. Tampoco lo hay entre los cientos de miles de productos que se exhiben en vidrieras, escaparates, góndolas y spots publicitarios. Los inexorables cambios que se avecinan en la incipiente inserción argentina en los cánones del comercio mundial apuntan, puertas adentro de las empresas, a:
* Optimizar costos y mantener rentabilidad;
* Incorporar tecnología;
* Aumentar productividad;
* Cambiar la organización;
* Desarrollar y capacitar los recursos humanos;
* Recambiar los niveles de conducción, especialmente los intermedios.
Hacia afuera, la diferenciación reconoce:
* Prioridad en brindar servicio al cliente;
* Mantener y mejorar precio y calidad.
Hombres sin compromiso
Los ejecutivos de grandes firmas entrevistados por Sygnos CSM le asignan al cliente “cada vez más poder porque tiene cada vez más oferta, aquí y en el mundo”; aseguran que “compra lo que le da más satisfacción sin importarle el país en que se fabrica”, y que “el modelo en crisis es cómo engañar a los otros”.
Entre los factores de diferenciación empezó a cundir la propuesta de “brindar servicio” agregándole valor al producto. Sin embargo, esta incorporación no es tan fácil en la cultura occidental como lo es en la oriental.
Los ideólogos norteamericanos de customer satisfaction combaten la resistencia que despierta en sus compatriotas la idea de servir al prójimo. Al miembro de la Unión Japonesa de Científicos e Ingenieros, Kaoru IshiKawa, le llamó mucho la atención durante una visita por empresas norteamericanas que al nombre de cada departamento le antepusieran la palabra “servicio de”, por
ejemplo, contabilidad, ingeniería, control de calidad. Más aún le sorprendió la respuesta: “si no se incluyera la palabra servicio la gente se olvidaría de que su obligación es servir y se tornaría un poco arrogante”.
Pero el concepto que encierra una calificación tradicional de buena calidad de servicio ya no está representado únicamente por la buena atención al público, sino que apunta a satisfacer las expectativas que se suscitan en cada momento de contacto entre el cliente y la empresa: calidad de los productos o servicios entregados; cumplimiento, eficiencia y rapidez en las entregas; precio y
condiciones de pago; trámites ágiles y simples; correcta emisión de comprobantes; atención posventa; tecnología de avanzada y eficiente innovaciones, y trato personal y ambiental adecuado. En este sentido, los consultores identifican factores tangibles duros como tecnología, equipamientos
y productos, y blandos, como eficiencia de los recursos humanos, modelo de organización y valores de la empresa transmitidos al personal, dirigidos hacia un único objetivo: el cliente.
Claro que todas esas inversiones tropiezan con un límite, que es la preservación de la rentabilidad. El dilema del banquero pendula entre hacer esperar más a la gente y contratar más cajeros. La apuesta implica sacrificar la relación costo/beneficio de hoy por un retorno a mediano y largo plazo que,
además, depende de muchos otros factores.
Desde la perspectiva japonesa, el costo de la no calidad llega incluso a desaconsejar reducciones de personal sin haber alcanzado el nivel esperado por los clientes. Y para estudiosos de la bibliografía internacional, como Tom Wise, la calidad tiene precio: en 1987 -cita- la cadena de hoteles Four Seasons le asignó un valor de 20% en todos los servicios por encima del competidor más caro.
Estudios realizados durante la década del +80 indican que las industrias francesas que no repararon en las fórmulas de calidad resignaron entre 20 y 30% de su facturación, que en el caso de las empresas de servicios se elevó a 30/40%. Para las fábricas norteamericanas, la merma fue del 20% y para los servicios, de 35%.
En la Argentina, según una evaluación realizada por socios de IDEA, la no calidad afecta entre 15 y 40% la facturación.
Las entrevistas hechas por Sygnos CSM para MERCADO encienden una luz amarilla en el tablero doméstico: la legión de los que nada hicieron aún por mejorar el grado de satisfacción se reparte entre los confiados en su poder dentro de la plaza, los que se conforman pese a dejar demanda desatendida, los que se concentran, prioritariamente, en un cambio sectorial y aquellos que, gracias al marketing, proyectan una línea de crecimiento. Hoy los números les dan bien. Mañana será otro día.
Otro grupo de empresas que aún no se orientan al cliente son aquellas que han asumido primero una búsqueda de eficiencia y reducción de costos a través del downsizing (o eliminación de funciones que agregan valor dentro de la organización). Saben, sin embargo, que para crecer deberán competir
hacia afuera y motivar y comprometer hacia adentro. Entonces, una vez superado el downsizing, será imprescindible revitalizar al cliente interno y fortalecer el vínculo con el externo.
