La vida en primer plano

    Menuda, aunque no frágil, con gestos enfáticos y un resabio germano en su voz vivaz, Annemarie Heinrich mira atentamente a su interlocutor como buscando siempre el mejor plano, la caída exacta de la luz. Sus pupilas-diafragma se pierden en un horizonte abigarrado cuando es instada a volver atrás en su historia.

    El 9 de enero de 1912 nació “de paso” en una ciudad de la provincia alemana de Hessen, pero a los pocos meses la familia se instaló en Berlín. Su padre, concertista de violín, tuvo que combatir en la Primera Guerra.

    A poco de terminar el conflicto nació su hermana. “Nunca voy a olvidar ese momento: papá volvió de trabajar y llamó por teléfono al hospital. Yo estaba escuchando, y lo único que dijo fue: “Cómo, ¿otra mujer?”, y colgó. Creo que, inconscientemente, me dije: Annemarie, esto va a ser muy duro”.

    En 1926, huyendo del nazismo en ciernes, llegaron a la Argentina. El primer destino fue Larroque, por entonces una pequeñísima población perdida en la pampa entrerriana. “Mi tío, allá en el campo, era fotógrafo; iba en el sulky a los casamientos, bautismos; sacaba las fotos y se quedaba un par de días. Me di cuenta de que era un trabajo que no necesitaba del idioma, la imagen hablaba sola.”

    Un año después ya estaban en Buenos Aires: “Mi viejo quería una educación para mi hermana y para mí”. Pero Annemarie también necesitaba trabajar y entró a un estudio fotográfico. Empezó barriendo, limpiando los focos y, poco a poco, empezó a manejar la cámara.

    En la década del ´30 ya tenía su propio estudio e iniciaba su relación con la editorial de Julio Korn. De ahí en más, pasarían delante de su objetivo las figuras más destacadas del arte y el espectáculo.

    “Cuando tenía que hacer las fotografías a los artistas, me tomaba el trabajo de ir a los ensayos, me pasaba las noches observando, metiéndome en el tema. Y para trabajar empecé a vestirme de negro; es una forma de desaparecer, de no molestar a los actores. Por esa misma razón jamás usé flash, los desconcentra, los saca de clima.”

    Ciudadana Ilustre de Buenos Aires, galardonada en infinidad de concursos -“tenía una caja llena de medallas, y con ellas me fabriqué una estructura móvil; me divertía mucho el ruidito que hacían”-, su nombre ocupó las primeras planas de los diarios un año y medio atrás por un absurdo escándalo alrededor de uno de los bellísimos desnudos artísticos, exhibido en la vidriera del ya mítico estudio de la avenida Callao. “Todas esas tomas”, recuerda con una sonrisa, “las hice décadas atrás, cuando empezó el asunto de saber hacer desnudos, que no es fácil. En primer lugar, por la situación de uno delante de ese cuerpo; trabajar con los focos, ir probando la luz, estudiar la estética del movimiento.”

    En aquel tiempo hizo una serie importante de desnudos, signados por la belleza de lo sugerente, de la penumbra y el contraluz. Y todos femeninos. “Sí… con los hombres me daba no sé qué. El único a quien tengo retratado es a mi hijo cuando tenía 15 años; es muy lindo. Pero no me hubiese atrevido a pedírselo ni a mi marido. En fin… creo que mi educación fue bastante burguesa.”