Con la edad pasa lo mismo que con la inteligencia, son asuntos sensibles. Nadie anda diciendo por ahí “yo soy menos inteligente que fulano o mengano”. A nadie le gusta que le digan viejo, ni siquiera a los viejos. De todos los desafíos que deberá enfrentar el empresario del siglo XXI, ninguno tan traumático como el avance implacable de las nuevas generaciones, en todos los niveles de la organización. Esto último -lo de los niveles- no es para nada trivial. Nuevas camadas, con nuevos códigos, hábitos, valores y expectativas de vida, se comunican y establecen lazos entre sí, atravesando verticalmente la estructura de la empresa. Estos cortes informales crearán, en forma
creciente, líneas de poder dentro de las compañías, que pasarán por lugares muy alejados de aquellos que marcan los organigramas formales.
En síntesis, algo que ya estamos viviendo hoy se hará más patente y claro en un futuro no lejano: el avance, la presión y las mayores exigencias de los jóvenes. Esto, naturalmente, conlleva un cuestionamiento -y la consiguiente desvalorización, a veces injusta, pero de hecho real- de los más viejos. Claro que hay un pequeño detalle: a los efectos de cuanto llevamos dicho, en términos de lucha generacional, viejo es todo aquel que haya pasado los 32 años. ¿Es esto bueno o malo? Ante todo habría que decir que es una realidad, más allá de que nos guste o no. Ser joven -como ser viejo- no es una virtud; tan condenable es el ejercicio del fascismo juvenil como lo es el elitismo senil. Al mundo – y a las empresas- no tienen por qué manejarlo jóvenes ni viejos por sus meros atributos cronológicos.
Del mismo modo que no tienen que manejarlo dirigentes del norte o del sur por una mera cuestión de virtud geográfica. Ni mujeres u hombres, negros o blancos, únicamente por su condición de tales.
Caer en estos reduccionismos es infantil. El relevo generacional, más allá de la voluntad de los interesados, está férreamente atado a la evolución de la pirámide poblacional de cada país.
Es un lugar común recordar que a mayor desarrollo menores tasas de crecimiento demográfico.
Cuando la población tiende a estabilizarse comienzan a ser menos acuciantes los dramáticos problemas que acarrea el tener que incorporar cada año millones de jóvenes a la fuerza laboral. Esto, en el largo plazo, daría por resultado un relevo generacional más acompasado, menos traumático. Al mismo tiempo, la mano de obra, en todos los niveles, desde los directivos hasta los operarios, deberá ser cada vez más entrenada y la preparación de la gente, a medida que un país es más desarrollado, lleva también más tiempo.
No es cosa sencilla lanzar a la circulación a un aspirante a gerente de poco más de 20 años. aunque esto tiene su contracara: a mayor desarrollo también se impulsan carreras más ambiciosas y competencias más despiadadas, por lo cual la embestida de los jóvenes puede alcanzar picos de virulencia poco comunes y desatarse a edades inusualmente tempranas.
Por otra parte, a mayor desarrollo, mayor expectativa de vida y, por lo tanto, más viejos activos, ocupando puestos codiciados por los jóvenes. En esencia, un delicado equilibrio de variables que nunca antes se planteó en esta escala; nunca hubo tanta gente en el mundo, nunca tantos jóvenes en demanda de posiciones relevantes; nunca tantos viejos activos y saludables dispuestos a dar batalla, a edades en que nuestros abuelos, si vivían, estaban definitivamente descartados. Naturalmente, usted puede no compartir estos puntos de vista; de todo modos, si tiene más de 32 años, ¡cuidado!.