Hoy se dice “es un Lalique”, como se diría “es un Picasso” o “un Degas”. Para llegar a tal reconocimiento, tres generaciones de artistas crearon, desde 1885 hasta hoy, joyas, accesorios y sobre todo cristales de una perfección inigualable.
La saga de los Lalique comenzó con René, un joyero finalmente capturado por la fascinación del cristal, inventor de los frascos de perfume de Coty y Roger & Gallet; continuó con su hijo Marc hasta 1977 y ahora con Marie-Claude, heredera del talento familiar para el diseño y los buenos negocios.
“Mi carrera comenzó con un desafío”, cuenta Marie-Claude, instalada en su cuartel general de la Rue Royale en París, “cuando mi padre resolvió encargarme que creara en pocos días unas palomas para un famoso restaurador artístico. Lo primero que hice fue comprar una paloma para estudiarla minuciosamente. Preparé por fin tres modelos que aún hoy se siguen fabricando …, aunque el cliente cambió de opinión y eligió otras piezas”.
Aparte de su diseño, el secreto de los cristales de Lalique radica en su incomparable terminación, en ese 24% de plomo que los hace luminosos y traslúcidos, y el pulimiento que les da su famoso satinado opalino, o ciertos colores como el marrón degradé o el verde suave.
Para ello trabajan en su fábrica de Alsacia 500 artesanos que producen un número limitado de piezas por año, de las que se exportan más de 70%, especialmente a Estados Unidos. Allí, Lalique es un nombre mágico y también lo es en otras grandes capitales, sin exceptuar Buenos Aires, donde se venden desde no hace mucho tiempo.
“No tengo hijos”, dice Marie-Claude, “y soy la última en llevar el nombre Lalique, pero estoy haciendo todo lo posible para que él me sobreviva”. Nadie la apura. Tiene proyectos para mil años y medios para realizarlos en sólo diez.