Nadie duda de que la educación es un proceso permanente a lo largo de toda la vida. No se detiene cuando hombres y mujeres obtienen sus títulos universitarios o finalizan cursos especializados.
Interrumpir el proceso educativo significa producir un estancamiento de los recursos humanos, y su repercusión inmediata es esclerosis en las organizaciones, paralización del crecimiento, retroceso frente a competidores, y a veces el certificado de defunción.
El vertiginoso ritmo impuesto por la innovación tecnológica y las cambiantes condiciones de los hechos establecidos, amén de la profunda renovación en el campo de las ideas que han gobernado al mundo durante décadas, impone una flexible capacidad de adaptación. En Japón y en Europa, es el Estado quien asume en primer término la responsabilidad y la iniciativa por el entrenamiento de los recursos humanos, con la activa colaboración de las principales empresas. En Estados Unidos (el modelo seguido en América latina y en la Argentina), es más lo que hace la iniciativa privada en este campo.
Puesto que la conveniencia y el interés en el mejoramiento del conocimiento y las habilidades de quienes trabajan en la empresa está fuera de discusión, lo que resta -aplicando criterios de eficiencia- es evaluar hasta qué punto son efectivos los esfuerzos y los recursos comprometidos. A la sombra de esta necesidad sentida, se ha desarrollado una industria paralela: la de cursos y seminarios de entrenamiento, perfeccionamiento, difusión de nuevas ideas y teorías. En muchos casos, se trata de revisión de casos exitosos -o de fracasos notorios, para aprender a evitarlos-; en otros, de modas pasajeras, estudios periféricos, fenómenos circunstanciales o simplemente de ideas con gran poder de atracción. Pocas de ellas resisten el juicio del paso del tiempo.
PRODUCTOS CULTURALES.
Con la lógica inevitable que acompaña al desarrollo de nuevos productos, a la necesidad de diversificar la oferta y de atraer a un mercado ávido a veces, indiferente otras, proliferan productos culturales, tanto en el campo de la enseñanza y el entrenamiento convencional, como en la industria editorial. Todo libro -o revistas, a quienes alcanzan las generales de la ley- es un producto con componente cultural, pero también comercial. Es fabricado para venderse y obtener utilidades. Esta es parte de la revolución de la industria editorial en las últimas décadas, que se extiende rápidamente al campo del video, los casettes de audio, y hasta el “software” de computación.
Lo que queda pendiente es un estudio en profundidad sobre el verdadero rédito, la utilidad práctica, el valor agregado que ha significado para el mundo empresario esta proliferación de libros y manuales con recetas, fórmulas y recomendaciones -o de los cursos y seminarios que se desarrollan como actividad paralela- que significan desembolsos para las empresas que financian estas actividades para su tren gerencial, o para su personal a todos los niveles. Dicho de otro modo: hay que desbrozar la paja del trigo. Precisar dónde hubo genuina inversión, y dónde gasto improductivo. Con mayor precisión: hasta qué punto esta oferta de productos culturales diseñados con exclusividad para la empresa, permite aprender a evitar errores o a soslayar difíciles e imprevistas circunstancias, o si sólo es apta para señalar cómo actuar defensivamente cuando los errores ya han sido cometidos.
DE KEYNES A MICHAEL PORTER.
El frecuente fracaso de la macroeconomía para predecir o explicar fenómenos ha provocado, por una parte, una creciente frustración con la teoría económica y, por la otra, una extraordinaria fascinación con los temas propios de la microeconomía.
Es cierto que desde Keynes y su teoría general, poco es lo que se puede registrar como verdaderamente innovador en el campo de la explicación global. Todas son variaciones a partir del mismo punto de partida. Teóricos del monetarismo, del “supply-side”, y todas las versiones “neo” (neo-keynesianismo, neo-liberalismo) no han hecho más que destacar o enfatizar aspectos parciales de antiguos conceptos.
Una revisión somera de la lista de Premios Nobel en economía, sin desmerecer los valores de los premiados, es una confirmación de la fragmentación y parcelamiento del conocimiento en esta disciplina (e incluso del énfasis puesto sobre la microeconomía). Antes, un economista -incluso aquellos “que nos gobiernan después de muertos” según la famosa cita de Keynes- alcanzaba
prestigio y difusión a partir de un tratado general sobre la materia. Ahora, como lo demuestran ejemplos recientes, basta mucho menos para obtener la celebridad. Si para muestra basta un botón, vale la pena recordar la súbita popularidad de Arthur Laffer y su famosa “curva” que sirvió de fundamento teórico a la reducción de impuestos dispuesta en la primera gestión de Ronald Reagan.
La interdependencia de las economías, las nuevas y extendidas modalidades del comercio internacional, la dinámica presencia de gigantescas empresas multinacionales, un único mercado global que opera casi sin interrupción durante 24 horas diarias en la transacción de divisas (el equivalente a US$ 500.000 millones diarios) y en las cotizaciones bursátiles, imponen un replanteo a fondo de la teoría económica.
¿Qué sentido tiene hoy en día hablar de las cuentas nacionales y de la cuenta corriente de la balanza de pagos, cuando el increíble flujo de inversiones extranjeras torna casi imposible saber cuál es realmente el volumen de exportaciones e importaciones genuinas de una economía como la
estadounidense?
Esta es la razón por la que nombres como Michael Porter (y su teoría de las ventajas competitivas), Jeffrey Sachs, Robert Kuttner o Paul Craig Roberts han pasado a convertirse en “best sellers”. Todos enfocan y llaman la atención sobre nuevos fenómenos que alteran la óptica tradicional de los estudios económicos.
ENTRE LA ESENCIA Y LA FRIVOLIDAD.
La aparente falta de novedades en el campo macroeconómico se compensa con la abundancia de fenómenos que ofrece la microeconomía. La riqueza de los fenómenos a observar, la velocidad de los cambios, la profunda transformación en los modos de producir, de vender, de distribuir, ha generado una avidez explicativa por parte de una nueva generación de economistas y de especialistas en el campo de los negocios.
Comprender lo que subyace tras las teorías y experiencias en el campo de la gestión, de la comercialización, en los procesos productivos, en los vericuetos donde se crea y se genera la riqueza, se ha convertido en una obsesión de especialistas, pero también de acuciosos lectores que demandan
explicaciones comprensivas.
Como es natural, en este aluvión de trabajos, ensayos y teorías, la calidad de la producción es despareja. Hay algunas obras que calan hondo en la naturaleza de los nuevos fenómenos, que abren nuevos horizontes y que anticipan tendencias que se están insinuando y que solamente los más perceptivos son capaces de ver. Pero también abundan, en exceso, trabajos de menor valor que se detienen en fenómenos periféricos, en anécdotas o simplemente en ideas con alguna capacidad de fascinación hasta que en pocos meses la cambiante realidad los convierte en materia olvidable, sin pena ni gloria. Una extensa gama de producción literaria que oscila entre la sustancia y la trivialidad.
CALIDAD TOTAL.
En Estados Unidos la obsesión del momento es lo que parece la indetenible marcha de Japón hacia la supremacía económica. Pocos recuerdan que fue un compatriota, W. Edwards Deming, quien cuatro décadas atrás expuso a los empresarios nipones los principios del sistema de calidad que habría de contribuir al extraordinario éxito industrial del país asiático. El método de Deming, redescubierto ahora y rebautizado como “gestión de calidad total”, apunta a poner de relieve la importancia de la satisfacción de los clientes y la estrecha colaboración con los proveedores, verdaderas claves del éxito (ver “Deming Management at Work”, de Mary Walton).
“Calidad total” es ahora una noción de moda que desvela a los empresarios de todo el mundo, como el sistema de producción “just in time” de la industria automotriz nipona, descendiente directo de esa idea.
Pero el mejoramiento de la calidad y el aumento de la productividad -otra obsesión de la época actual- no bastan para ganar la carrera de la eficiencia. La solución no es siempre hacer más y mejor de lo mismo, sino que reside en la capacidad de innovar. La dinámica de esta década exige generar un flujo continuo de productos cada vez más sofisticados y llegar con ellos al mercado antes que la competencia.
Esto, a su vez, pone de relieve la importancia de los recursos que se asignan a investigación y desarrollo, siempre que los logros del laboratorio se puedan trasladar rápidamente al proceso productivo, y reflejarse en las ventas y ganancias de la empresa (ver “Third Generation R&D”, de Philip Roussel, Kamal Saad y Tamara Erikson). No se trata de esperar a que los científicos logren una genial innovación, guiados puramente por su curiosidad intelectual. La corta vida de los productos en el mercado y la rápida superación de nuevas tecnologías obliga a que el esfuerzo se concentre en puntos específicos, en estrecha relación con los objetivos generales de la empresa.
Un veloz desarrollo de un producto significa mayor retorno de la inversión y garantiza una mayor tajada del mercado al que se apunta. Para muchos, esta necesidad se ha convertido en factor de supervivencia. El tiempo más breve entre la puesta en marcha del desarrollo de un producto y su lanzamiento al mercado es tan importante como la marca o los activos de la empresa “Developing Products in Half the Time”, de Preston G. Smith y Donald G. Reinertsen).
PARA TODOS LOS GUSTOS.
La variedad de material bibliográfico que se ofrece a un público cada vez más numeroso e interesado es enorme. He aquí un listado -incompleto, por supuesto- de las materias que más llaman la atención.
El “benchmarking” (fijar hitos o puntos de referencia) es un método gerencial para mejorar la gestión aprendiendo de la experiencia de otros competidores e incluso de otras empresas que operan en campos distintos. La técnica tendrá intensa utilización durante esta década (“Competing Globally Through Customer Value”, de Robert Osterhoff y otros autores).
La mecanización en las empresas devendrá en menor número de empleados, mayor cantidad de trabajadores independientes, y una gran necesidad de captar cerebros antes que músculos. Cambios violentos de estructuras, aplicación de principios que ayer parecían demenciales, y refutación de principios reputados como invulnerables es lo que caracteriza a “la era de la irracionalidad” (“The Age of Unreason”, de Charles Handy).
Después de la reestructuración del mapa corporativo del mundo industrializado durante la década de los ´80, con los “buyouts”, compras “apalancadas” y “takeovers”, la polémica de este decenio apunta al equilibrio de poder entre los gerentes de una empresa (los que la dirigen) y los accionistas, sus verdaderos propietarios (“Power and Responsability”, de Robert Monks y Nell Minow).
Un antiguo provocador como Theodore Levitt, empeñado en hacer pensar a los gerentes desde hace 30 años, no deja de renovarse. Durante los ´60 y los ´70 fue un abogado de la diversificación, a la que apostaron grandes conglomerados. Cuando la tendencia pareció agotarse durante los ´80, Levitt ya
estaba hablando de marcas y productos globales. Luego el gurú del marketing pasó a propiciar la noción de “muy cerca del consumidor”. Su último aporte es que los gerentes piensen por ellos mismos antes que confiar exclusivamente en planificadores e investigadores (“Thinking About Management”, de Theodore Levitt).
En el marketing de hoy, lo importante no es ya tener en cuenta exclusivamente la satisfacción de los deseos del consumidor. Se trata de una guerra, en la que la competencia es el enemigo y el mercado el territorio a conquistar. Esta concepción bélica del marketing lleva el sello de Jack Trout, el mismo que en la década de los ´60 acuñó el concepto de “posicionamiento”, una idea sobre los modos de competir publicitariamente. Trout está convencido de que el marketing debe decidir toda la política empresaria, y que es el mejor modo de elevar la capacidad competitiva de una compañía. En síntesis, estrategia es marketing. (“Posicionamiento”; “Marketing de guerra” -ambos en español-, y “Bottom Up Marketing” de Jack Trout).