Una política internacional, aun en países con significación relativa en las vinculaciones entre las potencias, debe atender a los diferentes roles entre las naciones y a sus posiciones en la política global. Debe partir de una apreciación adecuada de los medios que emplea en sus relaciones con otros estados, de sus flancos fuertes y débiles, y de las desigualdades en términos de potencia militar. Debe conocer las diferencias tecnológicas y la distribución de los conocimientos y habilidades, en cuanto a implicancias políticas. Y, por fin, debe tener en cuenta la configuración de las percepciones, actitudes y constantes que existen en el nivel nacional y que al cabo actúan como
condicionamientos de una política exterior, general o específica.
La política exterior argentina, desde los tiempos de la Confederación, ha suscitado debates, adhesiones y críticas respecto, en general, de su mayor o menor constancia, de su mayor o menor realismo, y aún de la mayor o menor aptitud con que fue conducida por administraciones sucesivas, de partidos políticos diferentes y, en nuestro siglo, por civiles o militares.
Pero la política exterior argentina tiene una experiencia acumulada muy importante, contradictoria y hasta dramática en los últimos 25 años que sucede, a su vez, en medio de los cambios en el mundo o, si se prefiere, cuando cambia el mundo, sobre todo en los tiempos presentes.
La secuencia de nuestra política exterior expone, al menos, tres políticas para el análisis y el debate: la del Proceso, la del gobierno del presidente Alfonsín, y la del presidente Menem. Esa secuencia ilustra, con apreciaciones diferentes y a veces diversas, posiciones teóricas y prácticas que despuntan un debate necesario. Se califica nuestra política exterior como afiliada a un “realismo periférico” (Carlos Escudé), a un “neoidealismo periférico” como propuesta teórica enderezada a la acción (Roberto Russell); al “pragmatismo” (canciller Guido Di Tella); a la controversia respecto de etiquetamientos rígidos que terminarían por ser menos “realistas” que lo que sugieren (Atilio Borón);
a la conciliación entre “realismo” y “ética” que podría resumirse en la fórmula que hemos escuchado exponer a José O. Bordón como “realismo moral”.
Cada una de esas posturas y propuestas está siendo conocida, por ahora, en ámbitos reducidos de la academia y la política exterior. Sin embargo, sería importante que los políticos y funcionarios aplicados a la acción revisen sus posiciones a la luz del debate intelectual que esas propuestas suponen.
Parece claro que en la gestión de gobierno del presidente Menem hay una asociación estrecha entre política económica y política exterior. Parece claro también que esa asociación se vincula con un alineamiento explícito con los Estados Unidos. Sin embargo, los debates aludidos insinúan que deben revisarse estilos y contenidos, y que no está dicha la última palabra en cuanto a
la expresión-eje de la política exterior argentina. De todas las enunciadas, ¿por qué no acercarse a la que propone Bordón, y acompañan con matices otras propuestas: realismo moral? El realismo supone el rechazo de posiciones ideológicas, por lo tanto cristalizadas y absolutas, y en cuanto moral, implica el reconocimiento de la dimensión ética de la política internacional, por afectada que esté por las hegemonías y los intereses. A veces, el pragmatismo porfiado esconde una ideología, y ciertos raptos decisionistas pueden sugerir imprevisibilidad, cuando ser predecible es más apropiado.
No nos está vedado acompañar un buen diagnóstico de la realidad internacional con cierto estilo adecuado a la medida de nuestra significación nacional, ni nos ha sido negada la posibilidad de cuidar los procedimientos para que la política exterior exprese no sólo la visión de una gestión presidencial, sino los denominadores comunes de las fuerzas políticas relevantes.