Si es cierto que “cuando las barbas de tu vecino…”, la Cámara de Casas y Agencias de Cambio tomó el toro por las astas. Un país que por lo menos hasta hace poco no era notorio como fabricante o consumidor de estupefacientes, puede adquirir un pésimo prestigio debido a ciertas ventajas que, sin querer, puede ofrecer a los que se dedican a lavar los dineros del narcotráfico.
Argentina tiene un régimen de libertad cambiaria, un sofisticado sistema de cambio y comercialización de divisas, y una enorme economía informal muy apta para transformar “dirty money” en ganancias legítimas. En suma, queda trazado el “identikit” del país ideal para quien quiera mimetizar dineros mal habidos.
Antes de que comience la presión reguladora de las autoridades y la aplanadora de la DEA (Drug Enforcement Administration), el seminario sobre el tema organizado por la entidad de las Casas de Cambio, analiza la situación y la batería de contramedidas que los mismos asociados pueden colaborar a poner en práctica. Se estima que directa o indirectamente, US$ 1.000 millones anuales en operaciones vinculadas a la droga se realizan dentro de nuestras fronteras (y este volumen puede crecer rápidamente).
Con todo, y a pesar de la atracción indudable del tema, la verdadera “vedette” de la reunión fue la revelación de que las entidades financieras liquidadas por el Banco Central, han interpuesto demandas judiciales contra el ente emisor por valor de US$ 70 mil millones (una cifra superior al total de la deuda externa argentina).
La magnitud de los números permite inferir que en el operativo hay una buena dosis de “aventurerismo” de profesionales en el arte de litigar contra el Estado. Aún así, podría haber un porcentaje de estas presentaciones que los tribunales consideren procedentes. Si por caso, esa proporción alcanza a 20%, el Estado se vería obligado a resarcir a los damnificados con indemnizaciones del orden de US$ 14.000 millones.
El problema planteado por los juicios ganados por jubilados, pasaría a ser irrelevante frente a estos órdenes de magnitud.
¿QUÉ HACER CON LOS MILITARES?
Carlos Floria
El interrogante, así planteado, fue propuesto por Galbraith años atrás para examinar el antiguo tema de las relaciones entre el poder civil y las fuerzas armadas en el contexto norteamericano contemporáneo, siguiente a la Segunda Guerra Mundial. Pero los acontecimientos nacionales y mundiales después de los sucesos de 1989, con la implosión del imperio soviético y las turbulentas
transiciones de Europa del Este, lo han puesto sobre el tapete.
Cuando eso ocurre, es prudente ir primero a la esencia del fenómeno. La relación “natural” entre el poder civil como expresa la tradición norteamericana, o el poder político, en expresión universal y el “poder militar” es la subordinación de éste respecto de aquél. tan pronto esa relación se rompe o se desconoce suceden relaciones patológicas, y esto es apropiado a cualquier tipo de régimen político, según enseña la experiencia. Con más razón si se trata de un régimen político cuyo principio de legitimidad es el democrático constitucional, como en la Argentina desde 1983.
En momentos en que, donde ha sido difundida, hay una general adhesión a la notable encíclica de Juan Pablo II “El Centenario” (Centesimus Annus), conviene reflexionar sobre el pasaje que señala: “La lucha de clases en sentido marxista y el militarismo tienen, pues, las mismas raíces: el ateísmo y el desprecio de la persona humana, que hacen prevalecer el principio de la fuerza sobre el de la razón y el derecho” (CA, 14), así como la condena de los regímenes sustentados en la “seguridad nacional”.
La lógica interior del razonamiento que lleva a tan rotunda conclusión es el de la defensa del hombre concreto, la inspiración de una antropología fundamental. En esa Lógica interna se inscribe la condena de toda absolutización de valores relativos en cuanto hacen a la vida de relación en la sociedad , porque sencillamente hieren o matan a los otros valores que dicen proteger. La seguridad del pueblo, en términos de El Federalista, es un presupuesto de la libertad y de la justicia, pero si la seguridad se convierte en un absoluto, no hay espacio para la vida en libertad, sino para la sobrevivencia oprimida.
Dicho esto, el tema militar plantea a los regímenes políticos que funcionan o quieren funcionar en beneficio del hombre, algunas cuestiones actuales que deben ser resueltas a partir de una consideración cívica del problema militar, y que podrían enunciarse provisionalmente así: primero, no hay militares ni fuerzas armadas “dignas” si no están insertas en un régimen político digno y
civilizado. El tipo de régimen con estos atributos, que ha creado el hombre durante siglos de rodaje del fenómeno político, es la democracia constitucional.
Segundo: las alternativas en las relaciones entre los militares y la sociedad dependen del nivel de interacción y del nivel de congruencia. Dichas alternativas pueden ser el resultado de combinar el aislamiento, el profesionalismo, la identificación o la autosuficiencia. Como proponía alguna vez Andrew Goodpaster, un bajo nivel de congruencia por dinámica especialización, con un alto nivel de interacción, puede ser una combinación conveniente si existe previamente lealtad hacia el principio de legitimidad de la democracia constitucional.
Tercero: es importante que la clase dirigente discuta y proponga una adecuada política militar, pero es también necesario que los militares sepan qué hacer de sí mismos. El caso argentino es de aquellos donde todavía la clase política está en deuda en ese sentido, pero los militares también. La sociedad militar haría bien en pedir menos reivindicaciones al cabo retóricas, y demostrar más
claramente a la sociedad civil que ha recobrado el sentido de su propia identidad en la Nación y en la región , porque las relaciones sanas requieren de dos partes por lo menos, y no solo de una. Como dicen los bellos versos de Antonio Machado: “El ojo que ves no es /ojo porque lo veas / es ojo porque te ve”.