La corrupción nos domina o, mejor dicho, domina la escena política, la conversación de todos los días, los mejores espacios de la prensa. Mimetizando a Marx podríamos decir que “un fantasma recorre a la Argentina; el fantasma de la corrupción”. En días recientes hemos visto y oído todo:
funcionarios, militares, empresarios, policías, magistrados, periodistas… involucrados en “cositas” tales como lavado de narcodólares, tráfico de estupefacientes, autos mellizos, piratería del asfalto, comercio con autos para discapacitados, coimas, contrabando.
Todo sale a la luz y el hombre de la. calle (muchas veces me pregunto cómo será ese hombre conjetural) tiene la sensación legitima de vivir en un tembladeral, sin valores, sin pautas de referencia, sin nadie en quien confiar, desprotegido, en suma. No es extraño que esto suceda pero, con permiso del lector, me propongo ensayar un enfoque positivo de esta cuestión.
En primer lugar, llama la atención lo mucho que se habla sobre la corrupción y lo muy poco que se menciona el hecho de que estamos viviendo en un sistema que hace posible que todas esas cosas se hagan públicas. En otras palabras, tanta repugnancia debería causar enterarnos de las noticias que traen los diarios estos días como satisfacción la circunstancia de que sea posible tomar conocimiento de esas lacras. ¿O acaso alguien puede creer, sinceramente, que hechos tanto o más graves no sucedían antes? Por cierto que si, con la pequeña diferencia de que en los tiempos de autoritarismo era muy poco lo que se sabía. Veíamos la punta del iceberg y, con pocas excepciones, nos conformábamos con eso. Ahora estarnos empezando a ver todo el témpano, nos escandalizamos como si fuésemos vírgenes y dedicamos muy poca atención a congratularnos por vivir en una sociedad abierta en que, mal que les pese a muchos, todo termina por saberse. ¿O es que no significa nada vivir en democracia desde 1983, con libertad de expresión, sin represión sobre las ideas, los modos de vida, los espectáculos, los libros, el corte de pelo o la vestimenta que cada cual elija?
El terna de la corrupción merece una reflexión que vaya un poco más allá del mero hecho de rasgarse las vestiduras. El primer paso en esta materia es que los hechos se hagan públicos, que la sociedad se informe. Y esto está sucediendo y es el resultado de vivir en democracia. Desde 1930 la Argentina
tuvo una larga tradición de experimentos autoritarios. Así nos fue, y pese a ello hay todavía quienes creen que la corrupción se combate con autoritarismo. No parecen darse cuenta de que es exactamente al revés: con autoritarismo no sólo hay más corrupción, sino que nadie se entera de ella y, por consiguiente, no existe la menor posibilidad de combatirla.
Es cierto que en estos días ni siquiera tenemos tiempo para enterarnos de todos los casos que llenan los informativos, los diarios y las revistas. Pero también es verdad que, como sucede en la Argentina de hoy, la corrupción también se hace pública en todas las sociedades del mundo donde es posible
expresarse con libertad. En la Unión Soviética bastó que soplara un poco el aire fresco de la glasnot para que se comprobara lo que todos sospechábamos: el sistema es uno de los más corruptos de la Tierra. La corrupción no es patrimonio de ningún país ni de ninguna época en particular; la hubo siempre y en todas las latitudes. Que hoy se haga visible en la Argentina debería ser alentador.
Porque existe el riesgo cierto de que este destape argentino provoque el efecto inverso y nos hunda en la desesperanza, en el descreimiento, en la creencia de que todo está perdido, de que no hay redención posible y que vivimos tiempos de apocalipsis. Si fuera así (y ciertamente no lo es), nada tendría sentido, ni siquiera escribir estas líneas y que usted, amable y paciente lector, se tome la
molestia de leerlas.