Cuando el poder corrompe

    Sería totalmente inútil, además de criticable, que los protagonistas del poder, sean institucionales o no, se propongan minimizar o disminuir la grave importancia que tiene la corrupción como cuestión nacional.
    Es también poco inteligente, entre otras cosas, buscar el consuelo de que el fenómeno de la corrupción es universal, y que por lo tanto no debería ser asumido con dramatismo. Si en todos los países existe, y en todos los tiempos se lo ha conocido, se viene a decir, ¿a qué hacer tanto escándalo con un tema que es parte de la ladera del mal, en el hombre y en la sociedad?
    Todo eso aparece reunido en los aparentemente confusos episodios que suscitó la nota del embajador de los Estados Unidos a propósito de incidentes vinculados con empresas norteamericanas.
    Sucede, sin embargo, que por un lado el gobierno evoca su denuncia del tema por propia iniciativa como cuestión mayor de la Argentina presente, y por el otro se queja tan pronto se ponen en evidencia hechos manifiestamente irregulares que ponen a su vez en la picota a funcionarios o a personas tan próximas al gobierno mismo que estarían confundidas con el servicio-público,
    cualesquiera sean las distinciones que los mediadores entre el gobierno y la sociedad procuren hacer con intervenciones más bien infelices, una detrás de otra.
    El hecho primero, que debe preocupar tanto al gobierno como a la sociedad, es que la corrupción es uno de los temas que la pobIación ha incorporado a la lista de las fisuras de la transición democrática.
    En rigor, es cierto que el tema no es nuevo. Pero con ese criterio podría retrocederse un siglo, para elegir una época en que la corrupción era también tema de conmoción nacional, como en los tiempos de la generación del ´80 y más exactamente en los años vecinos a la crisis del ´90.
    La población percibe las cosas de manera bastante clara: la dimensión ética de la política y de los comportamientos sociales hace rato que está gravemente dañada, y entre los logros del gobierno actual no figura la reparación de ese daño:
    Es por lo tanto también inútil que se levanten quejas de los gobernantes hacia seres perversos que ponen en vilo a una población perpleja, porque la población no está en este punto perpleja sino sencillamente indignada por la sensación de impotencia que los buenos viven frente a demostraciones inequívocas del empleo desaprensivo de la influencia o de las posiciones de poder.
    Estamos lejos de hacer de las encuestas una suerte de mito nacional. Pero sería bueno ponerlas en su quicio. Si se presentan como respetables para ciertas cosas -normalmente vinculadas con la buena imagen de unos pocos protagonistas en cuyo caso aparecen como buenas noticias-, no se entiende
    bien por qué son despreciables cuando evocan la mala noticia de que la mayoría de la población considera que la corrupción es uno de los vicios nacionales más expandidos.
    Tiempo atrás hemos escrito algunas notas sobre la corrupción que simplemente queremos retomar.
    Sin embargo, antes de hacerlo conviene advertir que entre las comprobaciones y lecciones de los hechos que hoy conmueven, está aquello de que una cosa es escribir reflexiones basadas en la experiencia pero sin referencia a unadenuncia específica, y otra la denuncia en sí misma. En la Argentina -como en muchos otros lados, se dirá otra vez sin atenuar por eso las consecuencias de la comprobación- se puede escribir libremente sobre los temas más irritantes, siempre que no se den ejemplos concretos.
    Tan pronto éstos aparecen, quienes están en el candelero toman por el atajo de la acusación contra quienes se atreven a poner en evidencia escrita hechos que la opinión pública sostiene o tiene en circulación desde hace tiempo.

    Falta de credibilidad
    Estas prácticas deben ser abandonadas si en rigor se reconoce que uno de los males mayores de la situación argentina es, desde hace muchos años, la falta de credibilidad, la ausencia de confianza, la peligrosa expansión del escepticismo y la consecuente difusión del relativismo moral.
    Se ha dicho que la corrupción, anotábamos meses atrás, como todos los vicios, parte de una virtud: la tolerancia.
    También de la resignación por impotencia: “no se puede hacer nada…” Y del cinismo: “hay que ser realista…, ” que evoca el mal realismo, no el bueno. La corrupción no es sólo un vicio, es también una enfermedad.
    Y es la manifestación de defectos técnicos. Prospera sobre las fallas de los sistemas, por sus complicaciones y por las complicidades que el sistema permite o alienta. Para traficar en un servicio público o en una empresa privada, es preciso intervenir en el nivel exacto de sus imperfecciones.
    El corruptor conoce muy bien el sistema donde actúa, sabe de sus fisuras y las explota. Cuando la crónica diaria informa sobre hechos de corrupción el acusado, obsérvese, suele ser un “hombre del sistema”. Desde dentro o desde fuera de él, trata con él, domina su funcionamiento.
    La corrupción se presenta como el error provechoso y querido. Necesita para difundirse de climas, personales y colectivos. La connivencia ayuda y saca provecho del dicho popular según el cual “los trapos sucios se lavan en casa “.
    La corrupción se multiplica cuando la vida pública hace lugar a lo que los italianos llaman el “perdonismo”, cuando la clase política practica el amiguismo y los ocupantes de roles de poder el nepotismo.
    Cuando los dirigentes emplean la autoabsolución como hábito aceptado y cunde la sensación de que nadie pedirá cuentas. Los confines entre lo lícito y lo ilícito pierden nitidez. También la frontera entre lo bueno y lo malo.
    Frente a los escándalos que alarman, no tanto a los fuertes como a los débiles, el corruptor especula con la creencia de que la corrupción existe y es compatible con la resignación frente a la impunidad.
    La corrupción, en fin, es en sí misma un disvalor. Si se propone la política como un valor, el nexo entre ética y política es claro e ineludible. “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente” (lor Acton). La impugnación secular a la corrupción intoxicante -que habita en todos los países pero crece con más facilidad en el subdesarrollo político, económico y moral- se ha
    traducido con éxito razonable en acciones prolongadas que respetan la política como pedagogía, la ejemplaridad como atributo dirigente, la justicia independiente y veloz como garantía contra la impunidad, las instituciones deliberativas como control, la prensa y los medios de comunicación como ámbitos de denuncia y de crítica, la modestia de los hombres públicos en lugar de la megalomanía.
    En las sociedades que funcionan, el denunciado por corrupción se preocupa no sólo por demostrar su inocencia: se alarma cuando la gente cree verosímil la denuncia.
    Lo expuesto no es pura especulación intelectual. Es uno de los resultados de la reflexión nacional a partir de la experiencia, sobre la consistencia ética de la vida. Buena parte de lo dicho lo hemos escrito bastante antes de ahora y no es novedoso sino, tal vez, en alguna de sus formulaciones. Si volver a decirlo evoca ciertas cosas, los responsables sabrán por que.