ANÁLISIS | Escenario global
“¿Dónde estábamos los economistas mientras se gestaba la crisis?”, se pregunta Barry Eichengreen (*). “¿Qué enseñaban las escuelas de negocios a quienes luego asesorarían a los que optaron por arriesgar demasiado? Un profundo análisis sobre la poderosa influencia del entorno social, que encumbra a los conformistas y desoye a los rebeldes.
Esta es la condensación de un ensayo más extenso publicado por Eichengreen en la última edición de The Nacional Interest.
La gran crisis del crédito ha puesto en duda muchas de las cosas que creíamos saber sobre economía. Creíamos que la política monetaria había logrado controlar el ciclo comercial. Creíamos que con el cambio de políticas en los bancos centrales –que garantizaban inflación baja y estable– la volatilidad era cosa del pasado; que esos cambios garantizaban la “Gran Moderación”. Creíamos que las instituciones financieras y los mercados habían aprendido a autorregularse, que los inversores podían ser librados a sus propios medios. Creíamos, en suma, que habíamos aprendido a evitar una calamidad financiera como la de 1929.
Ahora sabemos que en muchas cosas estábamos equivocados. La Gran Moderación era una ilusión. Las políticas monetarias que buscan baja inflación con exclusión de otras variables pueden acumular vulnerabilidades. Confiar en que los inversores se autorregulen es como pretender que los niños decidan lo que comen. Esas equivocaciones nos llevaron a una crisis económica y financiera que va a rivalizar con la del 29.
La pregunta es cómo pudimos equivocarnos tanto. Una interpretación dice que la teoría económica básica estuvo mal planteada. Lo único que queda por hacer es borrón y cuenta nueva. Otra interpretación dice que el problema no fue tanto la teoría sino la lectura que se hizo de ella –una lectura selectiva moldeada por el entorno social. Ese entorno social invitaba a quienes debían tomar decisiones financieras a elegir teorías que alentaban la toma excesiva de riesgos. El medio social inhibía a quienes intentaran denunciar actos de corrupción no solo en funcionarios en instituciones financieras, sino en economistas cuya reputación aportó justificación intelectual a decisiones financieras. La consecuencia fue que los académicos que advirtieron sobre el posible desastre fueron ignorados. Y el resultado fue una calamidad económica global a escala no vista en cuatro generaciones.
“Valor en riesgo”
Entonces, ¿dónde estaban los que fijaban la agenda intelectual mientras se gestaba la crisis?¿Por qué no vieron que el tren iba a descarrilar? Más aún, ¿por qué se asociaron activamente con el sector financiero en la preparación de la escena para el colapso?
Para los economistas en las escuelas de negocios la respuesta es sencilla. Las escuelas de negocios se ven como proveedoras de insumos para los negocios. Así como General Motors da a sus proveedores las especificaciones para las planchas que necesita para sus carrocerías, J. P. Morgan explica el ingeniero financiero qué necesita y las escuelas de negocios lo brindan.
Después de la crisis de 1987, Dennis Weatherstone, presidente de JP Morgan, pidió que todos los días, a las 4 de la tarde, le entregaran un “informe diario” sobre cuánto perdería su firma si al día siguiente las cosas anduvieran mal. Sus colegas adoptaron la misma costumbre. Ese informe comenzó a llamarse “valor en riesgo” y pronto las escuelas de negocios empezaron a ofrecer graduados con conocimientos para redactar esos informes. “Valor en riesgo” era una cifra y el proceso para obtenerla. Al poco tiempo ese proceso se había hecho un lugar en los programas de estudio.
Era correcto actualizar información sobre el riesgo de hacer negocios. No lo era, en cambio, creer que ese riesgo se podía reducir a una cifra calculada mediante ecuaciones matemáticas basadas en un conjunto de datos. Hacer que la máquina escupiera una cifra era sencillo. Otra cosa era decidir qué poner en el modelo. Eso requería imaginar la fuerza de los cimbronazos que podían afectar los valores. Requería saber qué otras variables agregar ante la innovación financiera y nuevos acontecimientos. Hacer eso requería profesionalismo y creatividad. El informe “valor en riesgo” es como la dinamita: puede ser herramienta en unas manos y bomba en otras.
Era un simple modelo que debió haberse considerado como punto de partida para un estudio serio. En cambio fue tomado (por decisores, inversores y reguladores) al pie de la letra. Eso muestra la atracción seductora que ejerce una teoría cuando es elegante. Al reducir el riesgo a un número, todos supusieron que se podía controlar.
Ahora sabemos que la brecha que existe entre un supuesto y la realidad es, a veces, demasiado grande. Esos modelos no solo no eran realistas, eran armas económicas de destrucción masiva.
Durante algunos años los que confiaban en esas construcciones artificiales se las ingeniaron siempre para explicar las cosas a su favor. Episodios de alta volatilidad, como el crac de 1987, eran forzados también dentro del modelo explicando que servían para recordar que siempre existe la posibilidad de grandes shocks. Como la innovación financiera era gradual, los modelos estimados sobre datos históricos seguían siendo representaciones razonables en el cálculo de riesgos.
Señales ignoradas
Pero con el tiempo, los recuerdos del crac de 1987 se disiparon. En los datos usados por los ingenieros financieros, el crac se convirtió en una observación. Había ecos, como el colapso de Long-Term Capital Management en 1998, que debió ser salvado por la Reserva Federal. Pero esas señales de advertencia fueron prácticamente ignoradas.
Se pensaba que las mismas políticas que habían reducido la volatilidad de la inflación también habían reducido mágicamente la volatilidad de los mercados financieros.
Mientras tanto, la desregulación avanzaba. Los recuerdos del desastre de los años 30 que habían motivado la adopción de restricciones como la ley Glass-Steagall , que separaba la banca comercial de la de inversión, se desdibujaron con el tiempo.
Eso inclinó la balanza política hacia aquellos que, por razones ideológicas, favorecieron la regulación permisiva. Mientras tanto, las instituciones financieras, que en principio prohibían incursionar en ciertas líneas de negocios, encontraron formas de sortear esas restricciones, fomentando la idea que la regulación estricta era fútil.
Con la eliminación de techos regulatorios en las tasas de interés que podían pagar los depositantes, los bancos comerciales tuvieron que competir por financiamiento ofreciendo tasas más altas, que a su vez los obligaron a adoptar políticas más arriesgadas de préstamos y de inversión para que las cuentas les cerraran. Con la entrada de agencias intermediarias baratas y la eliminación de comisiones fijas sobre la compra-venta de activos, agentes bursátiles como Bear Stearns, que antes se ganaban cómodamente la vida con esas comisiones, se vieron obligados a incursionar en negocios más riesgosos.
Pero si la aceleración del cambio debió haber llamado a la cautela, el acostumbramiento en administrar riesgos alentó lo contrario. Como la “administración del riesgo” se había reducido a un simple problema de ingeniería, los empresarios en general y los empresarios financieros en particular, creyeron que era seguro usar más apalancamiento e invertir en activos más volátiles.
Por supuesto, los expertos en riesgo podrían haber aclarado que los modelos “valor en riesgo” habían sido hechos en base a datos correspondientes a un período de muy baja volatilidad. Podrían haber aclarado que los modelos diseñados para prevenir pérdidas sobre títulos respaldados por hipotecas residenciales habían sido calculados sobre datos válidos para años en que los precios de las propiedades subían y las ejecuciones hipotecarias no se conocían. Podrían haber advertido sobre el alto grado de incertidumbre que rodeaba sus estimaciones. Pero ellos sabían perfectamente de qué lado calentaba el sol.
La alta gerencia prefirió asumir riesgos adicionales, porque si al arrojar los dados salía siete recibirían premios monumentales, mientras que si miraban para otro lado lo peor que podían esperar era un paracaídas de oro. Si la estrategia de inversión prometía altos retornos para hoy pero ponía en peligro la viabilidad futura de la empresa, el problema era para otros. Si un funcionario junior se atrevía a advertir a los miembros de la comisión de inversiones que estaban asumiendo riesgos indebidos, ponía en peligro su futuro en la compañía. Y lo mismo ocurría en toda la cadena de mandos.
Queda claro, entonces, por qué no sonaron los timbres de alarma. Pero ¿dónde estaban los profesores de las escuelas de negocios mientras se desarrollaban estos acontecimientos? Respuesta: estaban escribiendo libros sobre “valor en riesgo”. Las escuelas de negocios son clasificadas por sus publicaciones y compiten entre sí según cómo logran colocar a sus graduados. Como los bancos contrataban graduados formados en “valor en riesgo”, las escuelas de negocios tenían un incentivo para brindar esa especialidad.
Pero ¿y los doctorados en economía (como el que yo dicto)? Los departamentos top que otorgan doctorados rara vez envían sus graduados a posiciones en bancos o empresas; muchos van a dar clase a otras universidades. Claro que, llegado el caso, no se oponen al ocasional trabajito de consultoría, generalmente a cambio de una remuneración excelente.
Honorarios generosos
Generosos honorarios se pusieron entonces a disposición de aquellos dispuestos a dar conferencias en playas o centros de ski como parte del entretenimiento ofrecido por, digamos, bancos de inversión a sus clientes más importantes. Aunque no todos aceptaban, sí hubo una tendencia subconsciente a abrazar los argumentos de los colegas más “exitosos” en una disciplina donde el dinero –en este caso ganado mediante conferencias y asesoramientos– era el denominador común del éxito.
Los que predijeron el desastre hipotecario terminaron haciéndose famosos. Pero esa fama solo llega ex post facto. Cuanto más subían los precios de las propiedades y más equivocadas parecían las predicciones de su caída, más solitarios quedaban los intelectuales no conformistas. Los sociólogos tal vez estén más familiarizados que los economistas con los costos físicos de la no conformidad. Pero como hay mucha demanda de servicios de los economistas, ellos tienen un incentivo económico más fuerte que sus colegas en otras disciplinas para adaptarse a la visión dominante. Los costos de discrepar –económicos y psíquicos– son para ellos mucho más altos.
¿Por qué machacar sobre estas cosas? Porque no fue que la teoría económica no tuviera nada que decir sobre las debilidades estructurales y conflictos de interés que prepararon el camino hacia el desastre actual. En realidad, gran parte de la teoría económica moderna se centra específicamente en los problemas genéricos que crearon esta crisis. El problema no fue la incapacidad para imaginar que pudieran surgir conflictos de interés, abusos de posición y comportamiento de rebaño, sino la incapacidad para aplicar esos conocimientos al mundo real.
Lo que nos llevó a este marasmo no fue falta de imaginación académica. No fue que los economistas no pudieran reconocer el rol de los factores sociales y psicológicos en la toma de decisiones ni que carecieran de las herramientas para vislumbrar las implicancias. Más bien, el problema fue una lectura parcial y con anteojeras de la literatura que planteaba los conflictos de interés entre los distintos agentes de la empresa (la “teoría de la agencia”).
Los consumidores de la teoría económica, tendieron a elegir aquellos elementos de esa rica literatura que más favorecían sus propios intereses. Igualmente censurable, los productores de esa teoría, que se beneficiaban con ella tanto pecuniaria como psíquicamente, mostraron poca tendencia a objetar. Así se comprende cómo fue que la gran mayoría de los profesionales de la economía se mantuvo beatíficamente silenciosa y, ciertamente, ignorante del riesgo de desastre financiero.
Siendo tan poderosa la presión por la conformidad social, ¿estamos condenados los economistas a repetir errores pasados? ¿Seguiremos siempre la última moda intelectual, oscilando brutalmente –como los inversores cuya conducta pretendemos moldear– entre la exuberancia irracional y la desesperación por el funcionamiento de los mercados? ¿No es la nuestra una forma demasiado errática de ver las cosas? ¿y no es, por tanto, demasiado poco confiable nuestro consejo para que se apoyen en él quienes fijan la política económica?
Barry Eichengreen
Una razón para la esperanza
Tal vez. Pero en medio de tanta desgracia, hay al menos una razón para la esperanza. En el último decenio hubo una silenciosa revolución en la práctica de la economía. Durante muchos años fueron los teóricos los que gozaban de superioridad intelectual. Con su habilidad para resolver complicadas operaciones matemáticas, eran los miembros más prestigiosos de la profesión.
En comparación, los métodos de los economistas empíricos, que buscaban analizar datos de la realidad, lucían rudimentarios. En los años 70, hacer análisis estadístico significaba entrar datos en tarjetas perforadas y someterlos al centro de computación de la universidad. Luego de varias horas, con suerte y si el programa no fallaba, se obtenían los resultados (hablo por experiencia propia). El clásico análisis económico empírico, en cambio, utilizaba datos obtenidos por observación y escritos a mano. Parecía la ciencia frente a la improvisación. No sorprende entonces que los teóricos se mostraran condescendientes con sus colegas empíricos y fueran los amos del gallinero intelectual.
Pero la revolución tecnológica cambió la disposición del territorio intelectual. Ahora la laptop que poseen todos los graduados tiene más memoria que la que tenía el centro de computación de la universidad tres décadas atrás. Ahora los graduados en economía pueden tomar datos generados por las tarjetas de lealtad de los supermercados y combinarlos con información sobre temperatura según códigos postales para ver cómo el clima afecta el consumo de cerveza.
La cantidad de datos usados hoy en economía empírica es enorme. Ahora es del lado empírico donde se está expandiendo la capacidad para hacer investigación de alta calidad, sea para el tema de las ventas de cerveza o del comportamiento de los mercados. Y, curiosamente, ahora los más solicitados son los graduados orientados hacia la demostración empírica.
Los economistas jóvenes top se inclinan cada vez más hacia el empirismo. Dedican su tiempo no a vuelos teóricos de la imaginación sino a observar los hechos de la realidad. Su trabajo está enraizado concretamente en la observación del mundo real y tiene, por eso, menos probabilidad de bandearse según la última moda de pensamiento. O al menos eso esperamos.
En el pasado siglo 20 triunfó la economía deductiva. Teóricos talentosos y hábiles fijaban la agenda intelectual. Esa misma habilidad les permitía construir modelos con infinidad de posibles implicancias. Eso significaba que los políticos podían elegir a su antojo. La teoría terminó siendo, entonces, demasiado maleable como para brindar una guía confiable a la política.
El siglo 21 será, en cambio, la era de la economía inductiva, donde el control y asesoramiento de los empíricos estará basado en la observación concreta de los mercados y sus habitantes. El trabajo en economía, incluida la construcción de modelos abstractos por los teóricos, estará guiado mucho más por la observación del mundo real. Era hora.
¿Debería esto asegurar que podremos evitar otra crisis? Lamentablemente no existe tal certidumbre. La única forma de estar seguros de no volver a caer por las escaleras es no bajarnos de la cama. Pero al menos los economistas, habiendo observado la historia de los accidentes, ya no van a recomendar que se quiten las barandas protectoras.
(*) Barry Eichengreen es profesor de Economía y Ciencia Política en la Universidad de California, Berkeley.