Un libro de historia argentina

    Histórico restaurante argentino “Club del Progreso”.
    Dirección: Sarmiento 1334, Buenos Aires.
    Reservas: 4372 3380 / 3350.
    Estacionamiento: con cargo en Sarmiento 1358
    Otros: salón fumadores | Wi-Fi | Menú Celíacos 
    Visa y American Express .

     

    Qué extraño: siempre estuvo, pero ahora todo el mundo habla de él. Esa es la fuerza de la gastronomía. Una ciencia que –cuando se la interpreta como es debido– devuelve la dignidad a sitios como éste. El Club del Progreso es un libro de historia argentina, que hay que saber abrir. Su fundación fue una consecuencia política y civil que se generó luego de la sangrienta batalla de Caseros, en febrero de 1852, cuando Justo José de Urquiza derrocó a Juan Manuel de Rosas, que huyó hacia Inglaterra.
    La incertidumbre (saqueos y otros desórdenes a los que estamos acostumbrados) se instaló entre la población. La reacción de Diego de Alvear tomó forma el 1º de mayo de ese año, gestando junto a otros ciudadanos un espacio físico donde debatir las ideas para el progreso de esta tierra bendita.
    “Desde entonces, el Club del Progreso estuvo estrechamente ligado a la vida política, social y cultural de la Argentina, siendo prestigioso cenáculo de elaboración de ideas y promoción de hombres públicos. Diecisiete presidentes de la República han sido socios activos del Club del Progreso, y cuatro de ellos lo presidieron”, reza en una publicación de la entidad.
    Este clima se respira al entrar en su tercera sede de la calle Sarmiento, entre Talcahuano y Uruguay (inauguró en la calle Perú, y luego pasó por Avenida de Mayo). Es posible viajar por el túnel del tiempo cualquier mediodía agitado de la City porteña, y zafar de la vorágine rutinaria trasponiendo el umbral del Club para comprobarlo.
    Nos veremos de repente en un ambiente afrancesado, donde una señora atrincherada saluda desde un escritorio de época, gobernando un amplio hall de entrada.
    A la derecha, una gran mesa oval de comedor de madera oscura, tapete de cuero verde y tapa de cristal ostenta una placa solemne, sin sillas alrededor. Sobre ella velaron los restos aún tibios de Leandro N. Alem, quien prefirió caer en las “manos amigas” de los socios del Club del que era miembro; para lo cual le ordenó a su cochero que allí lo trasladase, para tomar la dramática decisión de finalizar su viaje pegándose un tiro en la sien. Esto sucedió el 1º de julio de 1896, y Roque Sáenz Peña (presidente de la Comisión) fue quien leyó la carta donde Alem expresaba su póstuma voluntad.
    Pero no todo es tragedia.
    De ahí en más, los salones del Club simulan el laberinto de la historia nacional. También se puede subir por la suave elipse de la escalera principal, ataviada con los múltiples retratos de sus presidentes; o atravesar el hall en dirección al bar abierto de planta baja; y porqué no, tomarse un aperitivo criollo como escala previa al banquete patrio.
    La barra tiene vista a un gran patio convertido en salón diurno y luminoso que da al jardín, donde un gomero regala su sombra desde hace más de un siglo. Por aquí también se puede subir a los salones de la primera planta, el corazón del restaurante, dividido en dos hemisferios, uno reservado a fumadores.
    Nos sentamos un mediodía de mayo en una mesa redonda del ambiente principal, coronado por una chimenea imponente, protegidos por la boisserie circundante y vigilados por una enorme araña ornamental. El entorno prepara al comensal antes de ganar la silla. Fue, en verdad, una fiesta maya.


    María Eugenia Suárez Bellini

    A comer
    La carta es obra de Damián Cicero y Yanina Andreani, los directores de la nueva concesión. Tienen –además de gracia y talento culinario– toda la experiencia forjada en el Casal de Catalunya, donde desplegaron su sazón hace algunos años.
    La chef que ejecuta los platos de acento retro de la cocina porteña es la joven María Eugenia Suárez Bellini, con sensible mano cocinera.
    El nuevo equipo llegó para quedarse. Se han mandado hacer una parrilla y un horno de barro, que ya humea en el jardín, donde asan chivitos de ocasión. El pan sale de ahí, y es lo primero que traen a la mesa.
    Dicen los que saben (o los sensatos con criterio) que el pan es la carta de presentación de una cocina. Algo desconocido incluso para gran parte de una nueva generación de cocineros.
    Crocante, liviano, esponjoso, templado, predispone a leer el menú en paz.
    Por suerte existe la costumbre de investigar o recuperar nuestra identidad culinaria.
    Apetito sentimental contemporáneo, varias cocinas retoman la cocina criolla de antaño, los clásicos de Doña Petrona con un guiño fashion. Standard en Palermo es uno de ellos, en un ambiente moderno acorde. Comparativamente, Cicero, Andreani y Bellini dispararon para el mismo lado con ojo sincero y certera puntería.
    El menú festivo de julio promete la fuerza del de mayo pasado: un despliegue de todos los platillos típicos con los que solemos conmemorar la Revolución. En la ocasión se lucieron las empanadas de carne a cuchillo fritas en grasa de cerdo; el locro y el chupe de pescado, menestras coloniales de sabia factura.
    No pierde vigencia su descripción ya que esto habla de otra cosa, la única que importa, que es la dedicación de la cocina. Lo que intentamos subrayar.
    Al cierre de esta edición, estaban elaborando el listado de los manjares del mes de la Independencia, por lo que no podemos adelantar las especialidades fuera de carta; habrá que ir entonces a descubrirlas por cuenta propia.
    Entre las entradas se destacan la rana saltada con ajo, el escabeche de liebre, el matambre casero y el revuelto Gramajo, con anécdota vinculada al Club en cuestión.
    El listado de vinos fue delineado con acento mendocino por Augusto Foix, fotógrafo vinculado al mundo editorial, nacido en barrica de roble francés. Están, por ejemplo, los 25/5 de Bodega del Desierto, una revelación afincada en La Pampa, asesorada por el wine maker californiano Paul Hobbs. Su Cabernet Franc 2005 habla por nosotros: obtuvo la Gran Medalla de Oro en el Concurso Mundial de Bruselas 2007, siendo la primera vez en la historia de este importante certamen internacional que un vino argentino obtiene una Gran Medalla.
    Por supuesto fue descorchado. Para un Gran Medalla, nada mejor que una gran costilla. Imponente corte de novillo, con mollejas asadas y ensalada criolla, presentada en tabla larga. Una comunión singular.
    Nostálgicas, las costillas de cordero a la Villeroy, rememoran los fuegos de antaño. La salsa Villeroy es la evolución de una clásica bechamel.
    Hay muy buenas opciones de pastas (ravioles de queso con estofado) y pescados (grillados, de noche) a la orden del día, con la frescura que requiere la pesca y la masa, lisa o rellena.
    El ambiente es íntimo, predispone al goce sin apuro. Se recomienda levantarse, recorrer y visitar los recovecos del palacete porteño antes de los postres, que ya se imaginarán de qué van. Flan, vigilante, y otras dulzuras bandera.
    Las señoras tropiezan en su toilette con un piano vertical. Todo el sitio transmite el eco de vidas pasadas. Por fin se ha renovado. 

    Fotos: Gabriel Reig