Revoloteo de fantasmas sobre el sistema global

    Por Jorge Beinstein


    Ilustración: Agustín Gomila

    China sigue creciendo a tasas excepcionales aunque acumula una masa financiera extremadamente grande y peligrosa, sus reservas dolarizadas alcanzan los US$ 1,5 billones (millones de millones) y su burbuja bursátil es ya casi equivalente a su Producto Bruto Interno medido en dólares corrientes, mientras tanto los precios suben cada vez más rápido, en especial los de los alimentos, fragilizando sus complejos equilibrios sociales.
    Pero no sólo en China asoma la inflación, el fenómeno comienza a ser global. Los europeos decidieron no seguir a los estadounidenses en sus movimientos hacia la baja de las tasas de interés temerosos de sus consecuencias inflacionarias, aunque al igual que estos inyectaron mucha liquidez en el mercado para impedir un descalabro financiero general. La Reserva Federal ha suspendido (por ahora) la baja de tasas pero sigue con ahínco su frenesí emisionista. Si no lo hiciera se precipitaría un encadenamiento explosivo de bancarrotas financieras, claro que si continúa con esa estrategia terminará por desatar una ola inflacionaria de grandes dimensiones.
    El miedo a la recesión converge con otro miedo: el de la inflación, causada no sólo por las reducciones en las tasas de interés y las emisiones desproporcionadas de dólares (y de euros del otro lado del Atlántico) sino también, o tal vez principalmente, por la irrupción de una doble crisis energética y alimenticia mundial arrastrando hacia arriba los precios de los commodities. A todo lo anterior se suma un hecho sumamente grave, la caída internacional del dólar prosigue su marcha amenazando –según algunos– con quebrar el sistema monetario internacional.
    El panorama planetario se va cubriendo de turbulencias y malos augurios aun más negros cuando se avizoran las próximas décadas y aparecen temas como los del cambio climático que, entre otras cosas pone en contradicción urgencias de corto plazo con decisiones necesarias para evitar desastres en un futuro no tan lejano.
    Recientemente, el periodista George Mombiot señalaba en el diario británico The Guardian la irracionalidad del primer ministro Gordon Brown, quien al mismo tiempo que pretende ser el campeón de la lucha contra el cambio climático y las emisiones de CO2 (y en consecuencia favorable a la reducción drástica del consumo de hidrocarburos), presiona públicamente a los países del Golfo Pérsico para que incrementen su producción de petróleo buscando así frenar la caída de su consumo en Inglaterra. Mombiot presenta su texto bajo la forma de “carta abierta” dirigida al rey Abdullah de Arabia Saudita señalado como “el único hombre capaz de obligar a Inglaterra a reducir sus emisiones de CO2” a quien le informa: “Majestad, nos hemos vuelto locos y sólo usted puede curar nuestro mal… junto a la mayor parte de los dirigentes occidentales nuestro primer ministro le exige a usted aumentar la producción de petróleo; le solicito ignorar dicha presión” (1).

    Horizontes confusos
    Otra buena expresión de esta época es la nota editorial de Monthly Review del pasado mes de abril. La publicación de izquierda más prestigiosa de Estados Unidos, reconocida por el rigor científico de su contenido (aun por quienes discrepan con su orientación) fue dirigida durante varias décadas por el ya fallecido Paul Swezy que en los años 1970 pronosticó acertadamente la actual hipertrofia financiera global. En dicho editorial se hace referencia a un artículo del Wall Street Journal donde se afirma que en realidad la recesión estadounidense ya ha comenzado desde enero de 2008 (2). “Frente a ello –concluye Monthy Reviewla pregunta lógica es: ¿qué tan grave es esta crisis? Nuestra respuesta es que nadie realmente lo sabe” (3).
    La publicación argumenta su incertidumbre poniendo al descubierto no sólo los impactos posibles del desinfle de la burbuja inmobiliaria de Estados Unidos y de otras similares en Europa y Asia, sino también (principalmente) de una amplia variedad de bombas financieras que circulan por el mercado mundial, entre ellas los llamados carry trade, complejas bicicletas financieras con base en los diferenciales entre tasas nacionales de interés, por ejemplo entre las bajas tasas japonesas y las hasta hace poco muy altas tasas estadounidenses (en baja acelerada durante los últimos meses). El achicamiento de dichas diferencias podría provocar desinfles y corridas de gran envergadura; según numerosos expertos este tipo de operaciones sumaría US$ 2 billones (millones de millones), y algunos consideran que el volumen es mucho mayor.
    Ésta y otras burbujas reales y potenciales forman parte de ese océano especulativo global denominado “productos financieros derivados” cuya masa registrada por el Banco de Basilea ronda los US$ 620 millones de millones (unas diez veces el Producto Bruto Mundial) a la que habría que agregar operaciones no registradas de volumen desconocido (algunos expertos la cuantifican en más de 200 millones de millones de dólares).
    Hacia mayo de 2003, BBC News informaba que Warren Buffet, poseedor en ese momento de la segunda fortuna del mundo, alertaba acerca de la amenaza representada por los derivados a los que no dudaba en calificar de “bombas de tiempo… armas financieras de destrucción masiva que por ahora se mantienen en estado latente pero que pueden llegar a ser mortales” (4). En esa época el volumen total de las operaciones con derivados era unas cinco veces inferior al actual.
    El escenario no es para nada alentador: el encadenamiento perverso entre desinfle financiero, crisis del crédito y recesión ya presente en la economía estadounidense podría llegar a extenderse a escala planetaria prolongándose durante mucho tiempo en una sucesión de turbulencias, estancamientos, pequeñas recuperaciones y nuevas recesiones.
    Esta situación no tiene una solución simple, por ejemplo adoptando medidas fiscales y crediticias que reactiven la demanda. En primer lugar porque el motor de la economía global, Estados Unidos, está sobrecargado de deudas. No se trata sólo del Estado federal (su deuda pasó en un lustro de US$ 6 billones –millones de millones– a 9,4 billones) sino también de las empresas y las familias. Actualmente, el conjunto de los estadounidenses (familias, empresas y Estado) debe cerca de US$ 53 billones (millones de millones): más de tres veces el Producto Bruto Interno del país. De esa suma, cerca de 20% está constituido por deudas con acreedores externos. En esas condiciones, los incentivos para consumir e invertir (es decir para acumular deudas), cuyos efectos son cada más débiles, tienden a agravar la situación financiera de los supuestos beneficiarios.
    En segundo lugar, porque dicho “motor” está acosado por un déficit comercial crónico (resultado de su declinante competitividad industrial) y un déficit fiscal igualmente crónico que ha terminado por lograr una mega deuda pública cuya dimensión desborda a la propia economía estadounidense para devenir un grave problema internacional.

     

    Inflación
    Pero existe un tercer tema, que rápidamente ha pasado a ser el centro de todas las preocupaciones: la inflación. El fenómeno es global, en los países de alto desarrollo (agrupados en el G7) la suba de los precios es todavía moderada aunque tiende a acelerarse derribando complejos equilibrios trabajosamente logrados; en los países subdesarrollados la temperatura sube con mayor velocidad (ver el gráfico: “Inflación en ascenso”).
    El precio del petróleo aparece como el principal culpable del mal y a partir de allí se expresan dos puntos de vista que suelen ser mostrados como contrapuestos. Un primer enfoque presenta a la suba del precio como el resultado de la especulación. En apoyo de esa tesis está la triplicación en el último lustro del número de transacciones a futuro en el New York Mercantile Exchange (NYMEX), el principal mercado petrolero global (5). Es evidente que iniciada la suba basta con que una pequeña porción del gigantesco mercado financiero internacional se interese por el producto para que el movimiento alcista cobre impulso.
    Un segundo enfoque señala que en realidad, más allá de la especulación, la extracción de hidrocarburos está llegando (o tal vez ya ha llegado) a su máximo nivel. Desde hace más de dos años la producción petrolera internacional se encuentra estancada y la economía ha seguido creciendo (ver el gráfico “Crisis energética”).
    La tesis del “peak oil” (cima de la producción petrolera mundial) marginal hace menos de un lustro es hoy mayoritariamente admitida; sus principales difusores consideran que ya nos encontramos sobre dicha cima o muy próximos a ella. De ser así, aun cuando en lo que resta de la década actual el Producto Bruto Global se estanque o retroceda (afectado por la recesión estadounidense) el precio del petróleo no tiene por qué descender, incluso puede seguir aumentando si la extracción del hidrocarburo comienza a declinar.
    Entonces, ambos puntos de vista convergen. La producción petrolera se estanca (incluso puede subir levemente) y numerosos informes técnicos provenientes de fuentes consideradas serias anticipan su inminente declinación. Por otra parte, la demanda presiona con cada vez más fuerza relativa a una oferta demasiado lenta. Acto seguido, oleadas crecientes de especuladores con mucho dinero en sus mochilas y en frenética búsqueda de negocios (las turbulencias en curso incentivan la tendencia) se vuelcan hacia las transacciones petroleras, lo que impulsa hacia arriba el precio del barril. En síntesis: el precio sube porque la oferta se estanca pero también sube porque el juego especulativo se recalienta.

    Alimentos más caros
    Pero la inflación petrolera no viene sola, le sigue la de los alimentos que por sus implicaciones trágicas se coloca en el primer nivel de las angustias globales. El fantasma de las grandes hambrunas vuelve al escenario, ya no limitado a zonas subdesarrolladas restringidas sino expandido a escala planetaria, no considerado como un resto del pasado precapitalista, anterior al sistema industrial, sino como el resultado más reciente de la globalización, de la modernidad del siglo 21.
    La suba vertiginosa de los precios de los alimentos desequilibra a las economías industrializadas e incluso a países periféricos que exportan dichos productos (obsérvese lo que está ocurriendo ahora en la Argentina) pero golpea dramáticamente a varios miles de millones de personas que (sobre)viven en los espacios más pobres del mundo.
    Actualmente, mil millones de personas que habitan zonas rurales y urbanas perciben un ingreso menor a un dólar por día, a ellos se agregan mil quinientos millones que reciben entre uno y dos dólares diarios (6). Pero es sobre todo en las ciudades del subdesarrollo donde el brusco ascenso de los precios de los alimentos ha golpeado con fuerza llevando a grandes masas sociales a la desesperación. Aproximadamente la mitad de la humanidad (algo más de tres mil millones de personas) vive en ciudades, de ésta un tercio (mil millones) se encuentra en las “villas miseria” de la periferia (7). Es entre esas poblaciones indigentes, que gastan la mayor parte (y en algunos casos la casi totalidad) de sus ingresos en la compra de alimentos, donde el incremento de sus precios está provocando estragos.
    Recientemente Josette Sheeran, titular del programa alimentario mundial de las Naciones Unidas, calificó al fenómeno como “Tsunami silencioso”, el concepto cobró rápida celebridad y apareció en titulares de publicaciones de todos los continentes, pero el silencio va siendo desplazado por las protestas cada vez más violentas como en Haití donde los precios de los alimentos subieron en promedio 40% durante el año pasado y el del arroz se duplicó al igual que en Bangladesh o en Egipto y Marruecos. En esos países y en otros como Indonesia, Filipinas, Pakistán, Uzbekistán, Yemen y Etiopía se han sucedido las protestas que en algunos casos han tomado la forma de motines de hambrientos.
    Se trata de hechos en cierto sentido sorpresivos, por lo menos para los grandes medios de comunicación que hasta hace muy poco ignoraban por completo el tema.

    ¿Cuáles son las causas?
    En primer lugar, como en el caso del petróleo, aparecen señalados “los especuladores”, para Michel Chossudovsky, director del Global for Research on Globalisation de Canadá, el culpable tiene nombre y apellido. Según él: “Los aumentos en espiral de los alimentos son en gran parte el resultado de manipulaciones en los mercados y atribuibles a juegos especulativos. Los precios de los granos hacia el alza son empujados por operaciones especulativas en el Chicago Board of Trade fusionado en 2007 con el Chicago Mercantile Exchange lo que dio por resultado la entidad comercial más grande del mundo en las tratativas de compraventa de commodities” (8).
    En segundo lugar, y enfocando al Tercer Mundo, numerosos autores señalan a los programas de modernización agrícola de corte neoliberal que destruyeron las economías campesinas tradicionales reemplazándolas por sistemas agrícolas dependientes de insumos y equipos crecientemente caros, por lo general importados. A estas transformaciones tecnológicas se agregaron los programas de liberalización comercial exigidos por el FMI y el Banco Mundial que abrieron esos mercados a los excedentes agrícolas provenientes de países de alto desarrollo y que con precios de dumping arruinaban a los productores locales.
    Respecto de la primera causa, cabe la pregunta de por qué los especuladores se han volcado a los alimentos y no hacia otros productos y, con relación a la segunda, el interrogante es por qué justamente ahora estalla la crisis alimenticia en numerosos países pobres y no en otro momento.
    Esto nos lleva a una tercera causa, la del precio del petróleo, que ha subido vertiginosamente en los últimos meses. Esto no sólo impacta sobre la agricultura con el aumento de precios de los combustibles, pesticidas y otros insumos; también hace subir el precio de los alimentos el auge de los biocombustibles que disputan a la alimentación el uso de la tierra y de algunos de sus productos como el maíz o la soja. Estados Unidos, por ejemplo, emplea actualmente 20% de su maíz para producir etanol, de ese modo aumenta el precio internacional del producto, pero también hace subir los precios de las tierras en las zonas de mayor fertilidad del planeta y en consecuencia de sus producciones más diversas.
    Un cuarto factor, es la ascendente presión compradora de productos agrícolas por parte de grandes países emergentes como China. Algunos de estos bienes son utilizados para alimentar directamente a las poblaciones pero otros están destinados a la alimentación de animales como cerdos, vacas, etc., cuyo consumo se ha incrementado de manera significativa. En medio siglo la oferta mundial de carne ha pasado de 70 millones de toneladas a 280 millones, y su consumo per cápita se ha duplicado (9).


    Warren Buffet.

    El regreso de Malthus
    Es evidente que de los factores mencionados son la especulación y el precio del petróleo los que han operado como detonadores de una crisis latente en la agricultura global por lo general subestimada o ignorada. Como en el caso del petróleo, los especuladores han presionado sobre un mercado propicio para sus actividades arrastrando en el impulso al conjunto de los commodities.
    Asociando petróleo y alimentos, el consultor financiero Kevin Kerr ha lanzado el concepto de “peak food” o cima de la producción de alimentos. Debido a la crisis energética y a la competencia de los biocombustibles, la producción alimenticia global se encontraría bloqueada o a punto de llegar a esa situación (10). ¿Cómo puede ocurrir eso en el siglo 21 luego de más de un siglo y medio de constatación de que el progreso tecnológico hacía posible la superación definitiva de la penuria alimenticia?
    Hace cerca de doscientos años, el economista inglés Thomas Robert Malthus (1766-1834) formuló su teoría acerca de la insuficiencia crónica de los alimentos. Según su enseñanza, la producción de alimentos tiende a crecer en progresión aritmética mientras que la de la población lo hace en progresión geométrica, lo que inevitablemente conduce a una sucesión infinita de crisis de alimentos sólo evitables a través de la restricción del crecimiento demográfico.
    Considerada profundamente reaccionaria, dicha teoría fue fácilmente refutada desde mediados del siglo 19, cuando ya aparecía como evidente que el desarrollo científico y tecnológico permitía expandir la productividad agrícola sin límites a la vista, por lo menos en el largo plazo. Durante el siglo 20 el término “malthusiano” se convirtió casi en un insulto.
    En realidad, Malthus se apoyaba en la larga historia de las civilizaciones anteriores al capitalismo industrial donde los sistemas técnicos dominantes posibilitaban la expansión de la productividad agrícola hasta un cierto límite más allá del cual se producía el colapso de la producción con su secuela de hambrunas y desastres demográficos. Él suponía en consecuencia que la modernidad naciente era incapaz para superar el impasse. Se equivocó en el mediano y largo plazo (dos siglos) pero, al parecer, cuando evaluamos períodos más largos su tesis vuelve a tener importancia. La modernidad industrial apoyada en la explotación intensiva de recursos naturales no renovables consiguió superar los bloqueos de las civilizaciones preindustriales pero habría terminado por establecer otros. La agricultura moderna lo estaría tal vez demostrando: su dependencia de los hidrocarburos encarece desmesuradamente sus costos, pero si acude a lo que por ahora aparece como las solución mas viable al déficit energético, los biocombustibles, alienta una mayor presión sobre los recursos limitados de tierras fértiles haciéndolos más caros.


    Malthus.

    ¿Estanflación o algo peor?
    Es posible detectar estrechas vinculaciones entre la exhuberancia financiera con sus corridas, euforias y desinfles y las crisis energética y alimenticia. La primera exacerba a las otras dos, pero estas últimas al desacelerar el crecimiento productivo alientan la búsqueda de rentabilidad a través del juego especulativo. A esta interrelación perversa se le llamó “estanflación” en los lejanos años 1970. Pero las diferencias entre ambas épocas son evidentes, hace cuarenta años lo que ahora denominamos “financierización” era relativamente pequeña, la crisis energética aparecía claramente como un fenómeno pasajero (quedaba un importante volumen de reservas baratas por explotar). El dólar, pilar decisivo del sistema monetario internacional, empezaba a debilitarse pero todavía era muy fuerte al igual que la superpotencia económica que lo respaldaba.
    Ahora todo es mucho más grave. El peso de la crisis financiera puede producir una recesión muy aguda y prolongada, la crisis energética no tiene solución a la vista (por lo menos con el actual sistema de consumo) lo que empuja hacia una crisis alimenticia no menos profunda y duradera. En fin, el dólar parece estar contra las cuerdas y al borde del knock out y la construcción de un nuevo orden monetario mundial no es una tarea sencilla ni alcanzable en el corto plazo.
    El termino “estanflación” resulta insuficiente si pretendemos ser realistas.

    1- George Mombiot, “We have gone mad, Your Majesty, and only you can cure our affliction. An open letter to the leader of Opec’s biggest oil producer, the one man who can force Britain to cut its carbon emissions”, The Guardian, May 27 2008.
    2- “Job Market Hints Recesion Has Started”, Wall Street Journal, April 4, 2008.
    3- Monthly Review, “Notes from the Editors”, April 2008.
    4- “Buffett warns on investment ‘time bomb’ “, BBC News 4 March, 2003, (http://news.bbc.co.uk/2/hi/business/2817995.stm )
    5- “Double, double, oil and trouble”, The Economist, May 29th 2008.
    6- “The new face of hunger”, The Economist, Apr. 17th 2008.
    7- Fred Magdoff, “The World Food Crisis – Sources and Solutions”, Monthly Teview, April 2008.
    8- Michel Chossudovsky, “The Global Crisis: Food, Water and Fuel”. Global Reaseach, June 5, 2008.
    9- F. Magdoff, art. cit.
    10- Kevin Kerr, “Are we heading for Peak Food?”, Money Week, 26-09-2007.