Recuerdos elementales

    Por Martín Cuccorese


    Foto: Gabriel Reig

    Cabernet
    Jorge L. Borges 1757, Palermo Viejo (Soho).
    Todos los días, desde el mediodía.
    Tel.: 4831-3071

    No es la primera vez que me siento en alguna de las mesas de este restaurante cuya arquitectura me trae diversos recuerdos. Algunos barriales, esa esquina es bien de Palermo Viejo, aunque ahora lo llamen bobamente Soho. ¿A quién se le puede ocurrir comparar lo que tiene identidad per se? También podríamos llamarnos Manhattan en vez de Buenos Aires y en vez de fútbol decir soccer, total suena bien.
    Además, la arquitectura de Cabernet me trae otros recuerdos –ahora laborales–, la de mis primeros pasos en el Club del Vino. Su restaurante, hoy ya perdido. Tal vez sean los colores, tal vez sea también la cordialidad de la atención. ¡Uf! Ya está haciendo comparaciones. Cada lugar tiene su encanto y desencanto, sólo la memoria anuda y hace inclinar la balanza para un lado o para otro. Cabernet es Cabernet, como Macri es Macri y A = A, según estudié en Lógica.
    Desde hace ya casi cuatro años la propuesta de Cabernet no ha cambiado. Por supuesto, el menú, sí. Tanto su patio como el interior dibujan la silueta de la comodidad. Es decir, el servicio anima el sentirse cómodo, sin marca personal ni tampoco la gélida y paqueta distancia, estilo Isabelle Huppert.
    La cocina mantiene un concepto de cuisine francesa cosmopolita con orientación mediterránea regida por el ciclo de las estaciones y sus materias primas. Sin dejar de lado algunos localismos obligados en estas épocas turísticas de vacas gordas. A pesar de la friolera nos ubicamos en el patio (servicio de mesa $5,50 p/p) a resguardo de la calefacción –recuerde lector que este cronista no abandona fácilmente su pipa–. Ordenamos, según la sugerencia del día “champignones rellenos de echalottes” ($25) en reposo sobre un colchón de hojas verdes. En el corazón de los hongos un trocito de bocconcino de mozzarella. Buen equilibrio de sabores suaves. Porción para compartir si uno va con apetito moderado.
    Luego fuimos por los principales. Primero, por un suculento “mil hojas de abadejo” ($48) acompañado de almejas salseadas en suave crema. El mil hojas estaba trabajado sobre capas de espinacas salteadas y tomates confitados. Muy bien el punto del abadejo, la carne firme, fragancias delicadas del mare nostrum para este pescado magro. Continuamos en onda marítima “ravioles de langostinos” ($49), un langostino por cada raviol (tamaño mediano) con una salsa crema al eneldo. Sutil sin quitar protagonismo a los langostinos. Correcto el punto “dente” de la masa, es decir, para morder, nada de largos hervores.
    Satisfechos, tranquilos, –este cronista siempre va acompañado, sino estaría bastante kilos más arriba de lo que el cinturón manda– observamos que el local, ese nocturno miércoles, prácticamente había completado sus mesas (mejor hacer reservas por las dudas). Entonces, nos dimos un merecido descanso, antes de dar el paso final. Nada raro fuimos por unas “peras Cabernet” ($15) con helado de frutilla al vino tinto y crema americana.
    Ya era momento de fumar y pedir café ($5,50). Mientras revisaba la interesante y extensa carta de vinos, escuché: “profesor”. Una vez más, “profesor”, y ahí me di vuelta. Un ex alumno de mis épocas de docencia universitaria. Tanto tiempo que no escuchaba esa palabra. ¡Uf! Los recuerdos nuevamente. Dijo alguna vez Vázquez Montalbán que cuando uno come bien, lo hace dos veces: el plato y el recuerdo que trae de otras mesas. Por ello, volver a Cabernet no fue más que el anticipo de un próximo y placentero regreso. M