Estas recetas, un decálogo de mandamientos neoliberales que –se
prometía–, llevaría prosperidad y desarrollo a cualquier
lugar del mundo donde fuera aplicado, arribaron a Latinoamérica –cierto
que con gran respaldo de la tendencia de pensamiento dominante– como condición
necesaria para acceder a préstamos del FMI y el Banco Mundial. Sus principios
los conocemos bien: disciplina fiscal, reforma impositiva, liberación
de las tasas, tipo de cambio competitivo, liberación total del comercio
internacional, privatizaciones, desregulación, seguridad jurídica
sobre la propiedad, liberación total de los flujos de capital y redirección
del gasto público hacia campos rentables.
En un site crítico llamado Bretton Woods Proyects (www.brettonwoodsproject.org)
puede leerse un paper titulado “El ascenso y caída del Consenso
de Washington” que da una versión del proceso de imposición
del Consenso: “Tomando ventaja del desarme financiero de gobiernos asolados
por deudas, déficit y condiciones internacionales de comercio adversas,
el Banco Mundial y el FMI, marionetas de Estados Unidos, llevaron sus ideas
al sur, luego a Europa del este y la ex Unión Soviética. Sus armas
eran sus préstamos, su ventaja, las condiciones sobre las que entregaban
sus dólares y la deuda que generaban”.
En los años ’90, luego de abrazar el Consenso de Washington, la
Argentina ingresó al plan Brady y, tras seguir al pie de la letra los
postulados de Williamson, se convirtió en la alumna estelar del FMI.
México y Brasil siguieron caminos parecidos. De todas las economías
que sufrieron la política neoliberal, la chilena se vio menos afectada,
justamente porque no tomó el Consenso como un dogma y adoptó soluciones
“heterodoxas”, como controlar el flujo de capitales. Los resultados
positivos de las políticas impuestas –el control de la inflación,
la modernización tecnológica, el ingreso de capitales, el crecimiento
del PBI– fueron exhibidos como prueba de su éxito.
Los otros resultados –el incremento sostenido de la pobreza, la polarización
de la sociedad como consecuencia de una distribución del ingreso cada
vez más desigual, la especulación financiera producto del libre
flujo de capitales, la destrucción de la industria nacional– fueron
convenientemente ocultados, hasta que la crisis mexicana y las siguientes hicieron
imposible seguir tapando lo que era ya evidente.
Tras el desastre argentino, parecía haber coincidencia acerca del fracaso
del Consenso de Washington. Nada de eso. Con distinto ropaje, pero parecido
color, se insiste en que ahora llegó el tiempo de la segunda oleada de
reformas. Hace pocas semanas, John Williamson, acompañado por un conjunto
multinacional de economistas entre los que se cuentan varios latinoamericanos,
incluida la cúpula de Fiel –Ricardo López Murphy, Daniel
Artana y Fernando Navajas– acaba de presentar un nuevo libro llamado Después
del Consenso de Washington: recomenzando el crecimiento y la reforma en América
latina, otro conjunto de recetas que reformula el Consenso original y lo adapta
a la nueva coyuntura.
Consenso de pocos
En 1999, Williamson escribió un paper llamado “¿Qué
debería pensar el Banco (Mundial) acerca del Consenso de Washington?”,
en el que intenta explicar que el conjunto de políticas que diseñó
no fueron responsables del incremento de la pobreza en América latina
(en 1950, 67% de los latinoamericanos era pobre, actualmente la cifra sobrepasa
80%; en 1960 el quinto más rico de la población ganaba 30 veces
más que el quinto más pobre, hacia 1995 esta diferencia se había
ampliado a 75 veces más). Williamson afirma que intentó identificar
e inventariar “el conjunto de iniciativas políticas que salieron
de Washington en los años de ideología conservadora y que pasaron
al mainstream (principal corriente) intelectual, en lugar de ser descartadas
luego de la desaparición de Reagan de la escena política (…).
Traté de recopilar todas las políticas que eran ampliamente señaladas
como favorables al desarrollo, al menos durante las dos décadas en que
los economistas pensaban que la clave para el rápido desarrollo no estaba
en los recursos naturales o humanos de un país, sino en el conjunto de
políticas económicas que aplicara”.
El proceso es estrictamente económico, ya que los tecnócratas
que lo diseñaron, imaginaron que todos los demás factores mejorarían
al mejorar la economía. Desde luego, economistas de mucho mayor prestigio
que Williamson, como Joseph Stiglitz, se dedicaron a despedazar semejante noción.
Y no sólo por el chauvinismo típicamente norteamericano que lleva
a creer que Latinoamérica es un bloque homogéneo sobre el que
se puede aplicar la misma fórmula, tanto en el norte como en el sur.
Stiglitz apuntó sus dardos a las instituciones como el FMI o el Banco
Mundial –organización en la que trabajó– que intentaban
aplicar el decálogo como un dogma y olvidaban que estas recetas son unos
de los medios posibles para llegar a un fin y no un fin en sí mismas.
El objetivo de una política económica debe ser, para Stiglitz,
“democracia, sustentabilidad, equidad”. En estos términos,
y dado que la pobreza se incrementó y que el trabajo disminuyó
en la región 5% en los últimos diez años (paradójicamente
en Estados Unidos, que no aplicó estas recetas, subió 5%) es innegable
que el Consenso de Washington fracasó rotundamente.
La mayor de las expectativas, las que estaban puestas en los beneficios de la
inversión extrajera directa, demostraron estar mal enfocadas: aun en
los países donde se registraron las mayores inversiones y un aumento
de las exportaciones, el PBI per cápita no subió. Los economistas
críticos comprendieron que el problema estaba en el sistema. Los ortodoxos
insisten que es un problema de mala aplicación. En su paper, Williamson
se defiende con un tono culposo (“no tengo que pedir disculpas” dice
varias veces) afirmando que su idea fue mal interpretada o mal aplicada. El
autor explica que en la mente de muchos economistas, “Consenso de Washington”
se convirtió en sinónimo de “neoliberalismo”, de “fundamentalismo
de mercado”, lo que resultaría una simplificación. “No
considero que una política semejante pueda ser favorable a la reducción
de la pobreza”, afirma en el mismo texto.
Por otro lado, el economista también acusa a la enorme corrupción
de muchos regímenes latinoamericanos como responsable del fracaso de
sus ideas. El problema es que Williamson no puede nombrar un solo lugar donde
hayan sido aplicadas con éxito. Aun así, se aferra a que el Consenso
de Washington, tal como fue concebido, fue en términos generales una
idea acertada. Pero si así fuera, ¿por qué plantear, entonces,
una reformulación?
El nuevo Consenso
El nuevo libro, editado por Williamson y Pedro Pablo Kuczinsky, ex ministro
de Economía de Perú, se propone “investigar que fue lo que
salió mal en la década pasada y proporcionar a los latinoamericanos
una nueva agenda que prometa corregir los defectos del pasado”.
Ya desde el comienzo, el autor vuelve sobre su argumento acerca de que las políticas
implementadas a principios de la década de los ’ 90 no pueden ser
responsabilizadas por las crisis que empezaron a golpear a toda la región
unos pocos años después. El ejemplo paradigmático de cómo
hacer las cosas mal es la Argentina, que fue la niña mimada de Consenso
durante los ’90. Otra versión es que el país fue víctima
de un modelo extractivo, cuidadosamente diseñado para que los capitales
puedan ingresar, multiplicarse y partir sin dejar rastros. Para el autor, el
problema del país fue otro: su rígido tipo de cambio, sumado a
que nunca pudo controlar su gasto; en consecuencia, cuando el flujo de capitales
que venía a la Argentina se detuvo abruptamente, el sistema colapsó.
El ejemplo de cómo hacer las cosas bien es Chile, país que fue
sistemáticamente criticado durante los ’90 por poner restricciones
a los mercados de capital y supervisar el sistema financiero. Curiosamente,
en la nueva propuesta se excluyen dos puntos fundamentales de la primera: la
apertura total a la inversión extranjera y la liberalización del
sistema financiero.
En este “Consenso, parte II” Williamson pone el énfasis en
cuatro puntos centrales: blindarse contra las crisis, completar las reformas
de primera generación, iniciar reformas de segunda generación,
implementar políticas sociales y una cierta redistribución del
ingreso para combatir la pobreza. Estas medidas se combinan con otras como normas
para combatir la corrupción, regímenes de cambio flexibles, bancos
centrales autónomos del poder político, la necesidad de construir
un Estado inteligente, eficiente, preparado para intervenir en aquellas áreas
en las que el sector privado no pueda o no quiera; continuar “flexibilizando”
el mercado laboral o lograr que el Estado reconozca que el índice de
crecimiento es menos importante que el fruto de ese crecimiento.
A pesar de que, a primera vista, tal planteo suena menos ortodoxo que el original,
las modificaciones parecen hechas ad hoc, tras las crisis. Esta teoría,
en lugar de predecir consecuencias, modifica sus postulados para adecuarse a
ellas. Por otro lado, el objetivo de ambos paquetes de recetas es exactamente
el mismo: “integración” con la economía dominante.
Según el site del Bretton Woods Project, “la principal diferencia
entre ambos son los medios para lograr su fin. El viejo consenso derivaba su
autoridad moral de la promesa implícita de que eventualmente todos se
beneficiarían gracias a los meandros del mercado y la iniciativa privada;
el nuevo, acepta que el mercado y los inversores privados no necesariamente
promueven el bien común. El nuevo consenso no desafía los principios
básicos de la ortodoxia económica, sigue sin reconocer que los
países pobres no pueden competir, en un mercado desregulado, con los
ricos porque carecen del poder para no resultar mortalmente heridos”. M
Hernán Ferreirós