Es, tal vez, la crisis más profunda del sistema capitalista. Hubo otras,
pero entonces existía un modelo antagónico: el comunismo. Hoy,
hegemónico, el capital enfrenta una inmensa crisis de confianza. Los
inversionistas comunes y los especializados, los empleados de las empresas,
los proveedores y toda la sociedad, desconfían. Ésa es la consecuencia
de los excesos de una década donde campeaban supuestos nuevos modelos
de negocios, ingeniería financiera de enorme imaginación, burbujas
bursátiles impensables, indigestión de increíbles recursos
tecnológicos y, sobre todo, una codicia y una falta de ética de
gerentes y directivos que han comprometido la evolución y la superación
del vapuleado capitalismo.
A pesar de tan tremendo desgaste, muchos actores parecen sordos. Directivos
de aerolíneas que recortan gastos y reducen sueldos de personal, mientras
aumentan sus propios beneficios. Banqueros que pugnan por evitar todo riesgo
–inherente a las reglas de juego del sistema– y tratan “de que
todo cambie, para que nada cambie”.
Uno de los grandes temas de la controversia es la independencia de los directorios
que deben responder ante los accionistas y supervisar a los directivos. También
los increíbles sistemas compensatorios de los gerentes que, en éxito
o en fracaso –a veces en fraude– se retiran millonarios. Este punto
es el que Warren Buffett, famoso inversionista, define como la “prueba
ácida” del capitalismo.
En los últimos 30 años, el promedio de remuneraciones e incentivos
de los 100 principales directivos de empresas estadounidenses aumentó
500 veces, mientras el del trabajador promedio lo hizo 35 veces.
En síntesis, la corrupción del sistema corporativo puede producir
un daño enorme de imprevisibles consecuencias: la gente comienza a creer
que las viejas reglas no se aplican más y que hay gerentes que pueden
salirse con la suya, a expensas de los ahorros de los jubilados o de los que
esperan serlo en unos años.
Autopsia de un modelo
Sistema descarriado y en crisis de legitimidad
John Plender, en su flamante libro Going off the rails: global capital
and the crisis of legitimacy, opina que es imposible que el capitalismo esté
en crisis pues no existe alternativa realista de recambio. Desde que en 1989
desapareció la Unión Soviética llevándose consigo
el sistema opositor, el socialismo, lo único que hay en el mundo es una
colección de versiones de capitalismo. Lo que se cuestiona es la legitimidad
del modelo primigenio.
El modelo angloamericano de mercado quedó debilitado desde la retahíla
de escándalos contables iniciada por Enron a finales de 2001. Más
aun, el concepto mismo de valor del accionista quedó tan desprestigiado
que hasta tiene algo de parecido con el antiguo sistema soviético. Al
imponer a los ejecutivos el mandato de aumentar permanentemente el valor de
las acciones, el sistema terminó creándose un problema muy similar
al que los planificadores del viejo estado soviético conocían
tan bien.
Durante toda la década de los ’90 los ejecutivos a cargo inflaron
los números para cumplir con objetivos predeterminados. Esa burbuja reventó
y luego vino el desinfle generalizado en 2002.
Se impone, entonces, poner en perspectiva histórica aquella burbuja de
Wall Street para poder hacer la autopsia del modelo angloamericano.
Desde el siglo XIX, el capitalismo en el mundo angloparlante puso a los accionistas
en el corazón del sistema. Y sin embargo, a medida que la propiedad de
las compañías se iba dispersando paulatinamente durante todo el
siglo XX, la realidad nos fue mostrando que eran los CEO (directores ejecutivos)
los que ejercían todo el poder y autoridad para tomar decisiones. Hasta
llegaron a elegir a los auditores, legalmente prerrogativa de los accionistas.
De 1945 en adelante, el modelo entronizó al director ejecutivo. La figura
se convirtió en una especie de rey filósofo. Sólo cuando
creció el ahorro colectivo a través de fondos de pensión,
fondos mutuales, aseguradoras y demás, apareció un poder de contrapeso
capaz de desafiar la autonomía del CEO.
En Estados Unidos, los gerentes llegaron a tener autoridad para otorgarse a
sí mismos opciones accionarias sin tener siquiera que someter su decisión
al voto de los accionistas. Mientras duró la burbuja bursátil
el resultado fue que, especialmente en sectores como informática, los
accionistas que no trabajaban en la organización perdieron su posición
privilegiada.
Y así, la gerencia general tomó la batuta del capitalismo estadounidense.
La introducción de incentivos condicionados a resultados anuales fue
una invitación natural a que los CEO hicieran lo indecible por elevar
el precio de la acción. Algo nada fácil de lograr por medios convencionales
para mejorar el rendimiento del negocio operativo con mercados en baja y gran
competencia. Y entonces llegó la imaginación y llevó a
aventurarse en formas legítimas e ilegítimas de contabilizar resultados.
Se llegó de ese modo, en los casos de mucha codicia, a “cocinar
libros”, o sea, a falsear la contabilidad para mostrar resultados favorables
que justificaran todo. En el caso Enron, por ejemplo, la maniobra –primera
en salir mal– se hizo generando utilidades falsas que luego provocarían
deudas costosísimas.
Todo lo demás es historia. Si bien no se puede decir con exactitud que
haya una crisis de capitalismo, es indudable que hay una crisis de legitimidad,
opina Plender. Para él la famosa misión de “crear riqueza”
quedó mancillada a los ojos del público.
Se le ha dado una magnífica arma propagandística al movimiento
antiglobalización, advierte.
La re-regulación que vino de la mano de la ley Sarbanes-Oxley y otras
leyes similares, desalienta el entusiasmo por el riesgo en las empresas y tampoco
resuelve totalmente el problema de legitimidad. El mundo tiene ahora cuatro
grandes firmas auditoras en lugar de cinco, y eso plantea serios interrogantes
sobre la política competitiva.
La tajada del croupier
El problema más serio que tienen ante sí actualmente los inversores
de capital no es el mercado deprimido ni la debilidad de la economía
global. Tampoco es Irak ni el endeudamiento de empresas y consumidores. El problema
es el bajo nivel de beneficio que esperan quienes operan en la bolsa. Y eso
es consecuencia, en gran medida, de las enormes comisiones que extrae el parasitario
negocio de los servicios financieros. Charlie Munger, mano derecha de Warren
Buffet (multimillonario inversionista) llama a eso “la tajada del croupier”.
¿Cuán grande es la tajada del croupier?
Edward Chancellor, en su libro Sálvese quien pueda: una historia
de la especulación financiera (Devil Take the Hindmost: A History of
Financial Speculation) se propuso –a mediados de 2000, estimar la
magnitud de la tajada. Supongamos, propone, que el beneficio futuro del mercado
de valores sea de 5%. La tajada del croupier comienza a nivel empresa. Primero,
tenemos las extraordinarias remuneraciones a los altos ejecutivos en forma de
opciones accionarias. En Estados Unidos –según Standard & Poor’s–
éstas ascenderían a 20% de las ganancias registradas en los 12
meses que finalizaron en junio de 2002. Con eso desaparece un quinto de los
retornos esperados por los accionistas.
Un cálculo estimativo es que las comisiones que pagan las empresas a
bancos de inversión por fusiones y adquisiciones quitan otro 0,5 punto
porcentual a los retornos esperados.
Luego hay que considerar las diversas comisiones del negocio financiero. Un
CEO de un fondo de pensión corporativo normalmente cobra alrededor de
0,5%. A eso hay que agregar costos de operaciones bursátiles: comisiones
a agentes y bolsas y el diferencial (spread) entre el precio que se pide y el
que se obtiene por las acciones.
Todo eso junto podría significar aproximadamente 1% del valor de la transacción.
Los inversionistas en Estados Unidos pagan un promedio de US$ 30.000 millones
por año en comisiones varias. De esta forma, un gerente financiero acumula
en un año, un costo de 1%. Así, los beneficios esperados han caído
2%.
Para los inversores minoristas la situación es todavía peor. Cuando
compran fondos mutuales, soportan cargas iniciales de hasta 7% y generan honorarios
gerenciales más altos, que promedian alrededor de 1,3%. Costos adicionales
dan al fondo mutual promedio un costo total de 2,3%. A medida que el mundo se
aleja de los beneficios jubilatorios claramente definidos y manejados por empleadores,
para orientarse hacia planes de contribución donde las decisiones de
inversión las toman los empleados, ese nivel de cargas se va aceptando
como normal.
Y no hay que olvidarse de los impuestos. Entonces, si el negocio de los servicios
financieros está consumiendo hasta cuatro quintos de los retornos esperados,
¿a qué preocuparse por ahorrar para el retiro? El público
general parece estar haciendo ese razonamiento, y por eso se apresura a gastar
hasta el último centavo.
La tajada del croupier no explica, por sí sola, por qué Gran Bretaña
y Estados Unidos tienen tasas de ahorro tan extraordinariamente bajas. Esto
es consecuencia de la última parte del boom de los ’90, cuando la
gente creía que el mercado de valores se encargaría de ahorrar
por ella. Ahora, los países anglosajones deben aumentar el ahorro, pero
si lo hacen, cae el crecimiento económico.
Keynes llamaba a este problema la “paradoja del ahorro”. Pero se podría
haber evitado si en la última década se hubiera aplicado otra
de las ideas del gran economista. M
“Reformulación de ingresos”
Cuando todo se apuesta al valor futuro de las acciones
No fueron únicamente, como dicen muchos, los gerentes corrompidos
por el incentivo de las opciones accionarias los responsables de la debacle
generalizada a partir de 2001. Los escándalos corporativos resultaron
de la fiesta bursátil de los años ’90: las acciones de negocios
nuevos llegaron al cielo… y luego cayeron al piso. Una fiesta en la que todos
apostaron a ganancias futuras que, en muchos casos, no vieron la luz.
Enron y Amazon.com son dos casos emblemáticos del boom bursátil
de finales de los ’90 que dejó mal parados a tantos inversores.
Enron, una empresa de energía cuya acción cotizaba a US$ 20. Luego
su dirigencia comenzó a crear mercados virtuales para todo tipo de productos
new age en Internet. Los anunciantes podrían, entonces, comprar y vender
espacios, las telcos podrían comprar y vender ancho de banda sobrante.
En meses, el precio de la acción subió a más de US$ 90
y Enron surgió como una promesa a las expectativas que despertaba la
revolución Internet para el nuevo milenio.
Amazon.com, proveedor de libros, música y juguetes basado en la Web,
surgió como un simple emprendimiento para adquirir en meses un valor
de mercado de US$ 20.000 millones. Por lo general, se toma el valor de mercado
de una empresa como representativo del valor actual de sus ganancias futuras.
Pero Amazon se vendía por un múltiplo de sus ventas anuales. Eso
era un problema, porque la compañía necesitaba más dinero
para financiar su crecimiento, pero no quería romper el encanto del valor
de sus acciones. Entonces, vendió “convertibles”, bonos que
pagan interés y que además pueden ser convertidos en acciones
si el precio de la acción sube a determinado nivel.
El maquillaje contable y otro tipo de maniobras fueron actores menores en el
drama bursátil que siguió. El principal responsable fue el valor
ficticio de las acciones, un valor que crecía más que las ganancias.
Algunas start-up de Internet no registraban ni ingresos ni ganancias.
El valor futuro de las acciones
En ese clima de extraordinarias expectativas sobre el futuro valor del capital
accionario, manejar una empresa se convirtió en una tarea harto difícil.
Amazon logró salir de la maraña sin recurrir al fraude. Enron
no. Pero cada uno a su manera, son ejemplos de un empresariado que había
sido acostumbrado a correr más riesgos que antes y que estaba más
dispuesto a olvidar malas experiencias y a buscar rápidamente un juego
nuevo. Un empresariado que se había visto obligado a adoptar como metro
patrón el valor de las acciones, que se fijaba cada vez más por
la especulación de millones de inversionistas.
Los inversionistas que salieron verdaderamente dañados fueron los que
cometieron el pecado capital de poner todas sus apuestas en un mismo caballo,
cuando quedó claro que el caballo no era el ganador. Pero si se mira
con más detenimiento se descubre que una parte desproporcionada de esa
riqueza dilapidada había ido a parar a un puñado de empresas tecnológicas
que se pueden contar con los dedos de las manos: Cisco, Microsoft, Intel, Oracle,
Nortel Networks, Lucent, jds Uniphase, Juniper Networks y Sun Microsystems.
En los ’90 hubo muchísimos más escándalos contables
de los que aparecieron en los grandes diarios. Fue también una década
en la que se popularizó la “reformulación de ingresos”.
La contabilidad permite mucha flexibilidad, especialmente cuando se estiman
ingresos futuros con idea de justificar un gasto necesario en el presente. Innumerables
emprendimientos de Internet, empresas energéticas y telcos contabilizaron
ingresos de transacciones que, miradas desde el presente, eran más quimera
que realidad.
Arthur Levitt, presidente de la Securities and Exchange Commission en la administración
de Bill Clinton, advirtió que “la expresión de deseos le
estaba ganando a la representación fidedigna”en los informes financieros
empresariales. Poco después llegarían los colapsos de Enron y
WorldCom.
En realidad, los orígenes del fraude contable siempre fueron fáciles
de explicar. Un fraude contable es producto de un fracaso de negocio. La incómoda
verdad es que cuando una empresa está en apuros toma una decisión
totalmente racional cuando trata de esconder su verdadera condición a
sus inversionistas, acreedores y empleados, quienes de otro modo podrían
convertir su temor a fracasar en una profecía autocumplida.
Los ’90 fueron una época fértil para crear nuevas empresas
y aventurarse en nuevos modelos de negocios. Por eso también fue fértil
en fracasos empresariales y fraudes contables. Al comenzar la década,
había en Estados Unidos unas 7.500 empresas públicas que cotizaban
en la Bolsa. Para el año 2000, el número había crecido
a 15.000.
Opciones accionarias
Un nuevo y preocupante corolario surgió de todo ese jaleo de la década
pasada: la creencia de que eran las propias gerencias las que habían
sido corrompidas en forma sistemática por el uso de opciones accionarias.
Aunque esos instrumentos habían existido desde el comienzo del capitalismo
corporativo, en los ’90 tuvieron una expansión fenomenal. A diferencia
de los escándalos contables, eso sí era algo nuevo bajo el sol.
Las opciones accionarias fueron especialmente populares en aquellos negocios
que impulsaron gran parte del reciente crecimiento de la economía estadounidense:
los basados en tecnología y propiedad intelectual. Lo notable acerca
de esas empresas es que los activos que tradicionalmente analizan los contadores
con más minuciosidad –edificios, máquinas, bienes raíces–
dicen poco sobre cuánto valdrán los ingresos futuros.
Aunque profesionalmente están obligados a llevar la misma voluminosa
contabilidad que la vieja empresa industrial, los contadores de los nuevos negocios
no encuentran mucho que pueda ser medido excepto el dinero que entra y que sale.
A causa de la dificultad de monitorear lo que pasa dentro de la caja negra de
una compañía de esas características, poner delante de
la figura del CEO una enorme zanahoria como incentivo era –de acuerdo con
el razonamiento de muchos inversores– un método especialmente útil
en esos negocios.
Pero el método de las opciones accionarias iba a desencantar. En primer
lugar, porque los inversionistas dependen de la gerencia para que les dé
gran parte de la información que usa el mercado para fijar el valor de
la acción. Eso crea la posibilidad de que la gerencia manipule el precio
brindando información falsa. Al mismo tiempo, se supone que el precio
de la acción es una señal para el CEO sobre el juicio colectivo
del mercado sobre la validez y progreso de sus estrategias. Eso crea la posibilidad
de que las decisiones empresariales sean influidas por inversionistas mal informados
y a veces dominados por la “exuberancia irracional”, quienes elevan
desproporcionadamente el valor lógico de las acciones.
Ahora bien. Cómo remunerar e incentivar adecuadamente a los gerentes
sin producir consecuencias indeseables, es un acertijo que probablemente nunca
se resuelva. Pero los escándalos no surgen de una nueva manera de remunerar
a los ejecutivos sino del antiquísimo atractivo que ejercen la riqueza,
la adulación y el éxito. En los escándalos recientes, los
inversionistas también tuvieron su responsabilidad al optar, con cierta
deliberación, tirar los dados junto a emprendedores “visionarios”
en lugar de preguntar cuidadosamente si los números cerraban.
Distinguir una buena idea de negocios de una mala, suele ser imposible. Predecir
el futuro nunca es fácil, ni en las mejores circunstancias. Ni siquiera
sirve a veces hurgar en pilas de papeles sobre el pasado de la compañía
para discernir sobre sus posibilidades futuras, especialmente en un momento
en que se están inventando negocios. La alternativa puede estar, entonces,
en invertir dinero indiscriminadamente en empresas. Los inversionistas que violaron
el canon básico de la diversificación no pueden decir que no entendieron
el riesgo que corrían. Tampoco puede decirse que su “exuberancia
irracional” no haya dejado dividendos para el público en general.
Después de todo, enormes cantidades de dinero se perdieron en negocios
que vieron la luz para darnos el nivel de vida que disfrutamos hoy. M
Condensado de un ensayo publicado por
Holman W. Jenkins Jr. en Policy Review.
El camino de salida
¿Re-regular o “corregir” la desregulación?
El gran engaño descubierto en los recientes escándalos corporativos
convirtió el tema de la desregulación en crisis internacional
muy difícil de resolver. Toda una generación de economistas fue
formada para recomendar la desregulación y le cuesta ahora renegar de
ella. Por eso, en lugar de abandonarla, proponen enmiendas para cada sector.
Doscientos años atrás, los economistas tenían una preocupación:
Adam Smith había dicho que en un sistema de mercado, “los patrones
muestran una tendencia a engañar y oprimir al pueblo”. Cuando los
codiciosos del siglo XIX se descontrolaron, el gobierno dio un gran paso adelante
y recurrió a la regulación estatal. Ya en el siglo pasado, en
la década de los ’20, volvió a regular para corregir los
excesos de los años locos. Ahora en la agenda del gobierno vuelve a aparecer
la regulación.
Por primera vez desde que la administración Carter comenzó a desregular
a finales de los ’70, se ha detenido el proceso y los vientos soplan en
la dirección contraria. El fenomenal daño ocasionado a tanta gente
por el desplome de los precios de las acciones y la desaparición de los
ahorros jubilatorios ha hecho que la regulación parezca aceptable una
vez más.
Las dos cámaras del Congreso estadounidense, como respuesta a la indignación
general, aprobaron a mediados del año pasado (seis meses después
del destape de Enron, primer escándalo) el primer amago de la nueva regulación:
una ley (la Sarbanes-Oxley) que castiga con prisión a los directores
ejecutivos que engañen al público y pone obstáculos para
que no vuelvan a ocurrir esas trampas, especialmente las tramadas por los profesionales
contables.
Pero es muy probable que la regulación no pase de allí, o que
pierda velocidad hasta detenerse. Ni republicanos ni demócratas muestran
entusiasmo por ir más allá y dicen que la ley va a ser suficiente
para reparar el sistema, sobre todo si se la combina con algunas medidas para
mejorar la contabilización de opciones accionarias y para proteger ahorros
jubilatorios.
Si es poco probable que se intensifique la regulación, también
lo es que se siga desregulando. La ola de desregulación parece haberse
suspendido. El viva la Pepa que provocó sirvió para demostrar
que lo que parecía funcionar, dependía de que los protagonistas
fueran más o menos honestos.
Políticos y economistas creen que vigilando contadores y castigando ejecutivos
inmorales, la desregulación puede volver a considerarse aceptable. Eso
sí, van a poner mucho más cuidado en los detalles y habrá
intervención ocasional del gobierno cuando surjan problemas.
A pesar de la variedad y gravedad de los escándalos recientes, casi todos
los grandes economistas de Estados Unidos siguen creyendo en la teoría
de la competencia irrestricta que baja precios y promueve eficiencia y e innovación.
Pero en esto no hay unanimidad. Otros, como Galbraith, creen que en una economía
cuya prosperidad depende tanto del sector público como del privado, debe
haber equilibrio entre regulación y desregulación.
Aplicar retoques
En lugar de desistir de la desregulación, muchos economistas proponen
maneras de corregirla. Retocarla, para que funcione mejor. A veces incluso piden
alguna que otra medida regulatoria orientada a determinado problema que –a
su juicio– distorsiona mercados que en otros aspectos son eficientes y
competitivos. Concretamente, en el negocio de las aerolíneas, telecomunicaciones
y electricidad.
Aerolíneas. La desregulación de este negocio comenzó en
el gobierno de James Carter, que levantó las restricciones federales
aplicadas a rutas y tarifas. Los objetivos eran bajar el precio de los pasajes
mediante competencia y admitir la entrada de nuevas aerolíneas al negocio.
Las tarifas bajaron pero no mucho, y ciertamente no lo hicieron para los viajes
de negocios. En esos casos, en lugar de bajar precios, las aerolíneas
atrajeron pasajeros con programas de viajero frecuente, que ofrecían
millaje gratis.
Para muchos, esas millas son un defecto de la desregulación que se puede
corregir fácilmente: eliminando esos atractivos. Las millas obtenidas
con esos programas perderían atractivo si, por ejemplo, el Internal Revenue
Service (equivalente a la DGI) las considerara un ingreso sujeto a impuesto.
Telecomunicaciones. Después de la desregulación de 1996 hubo mucha
confusión. La burbuja del mercado bursátil era una gran tentación
y las telcos se expandieron exageradamente, acumularon deudas y emprendieron
una política de reducción de precios en un inútil intento
de aprovechar las redes subutilizadas. Mientras persiste una situación
de grandes fusiones y quiebras, crece la posibilidad de que unas pocas sobrevivientes
adquieran suficiente poder para fijar precios y suban las tarifas del teléfono,
los servicios de Internet y de televisión por cable que ya se han convertido
en necesidad.
El nuevo peligro es que lleguen a tener suficiente poder para fijar precios.
En ese caso, la regulación que todavía existe para servicios locales,
debería mantenerse. Según Eli Noam, profesor de Economía
en la Universidad de Columbia, se creyó que la regulación de los
servicios locales desaparecería gradualmente con la competencia, pero
ahora que ya no se espera competencia, la regulación no va a desaparecer.
Electricidad. La desregulación provocó a este negocio muchos problemas
en California en el verano de 2000. Las empresas habían vendido generadores
y usinas y estaban comprando electricidad para clientes en el mercado abierto,
supuestamente a precios competitivos. Pero, en 2000, los proveedores dispararon
los precios, en parte por los cortes de energía, pero también
por manipulación. Eso llevó a ciertos “arreglos” incluso
antes de los escándalos corporativos y provocó el colapso de las
acciones. La opinión pública, entonces, volvió interesarse
en “arreglar” la desregulación.
Una manera de arreglar un problema básico en la desregulación
eléctrica es la demanda inelástica, que significa que los hogares
no apagan las luces y sus aparatos domésticos, ni tampoco reducen su
consumo cuando suben los precios.
Avaricia generalizada
Desde los años ’70 hasta Enron (2001), la desregulación se
había concentrado principalmente en negocios específicos: aerolíneas,
banca, energía eléctrica, servicios financieros y transporte de
colectivos. La crisis de ahorro y préstamos de finales de los ’80
produjo algunas marchas y contramarchas para solucionar el oscuro y destructivo
negocio del crédito. Luego, con Enron llegaría el salto cualitativo.
La desregulación, se descubrió luego, había apadrinado
la avaricia generalizada.
Por ahora, la regulación se está haciendo sentir sólo en
la reforma contable y en las nuevas penas para ejecutivos. Los escalones siguientes
permanecen prácticamente intactos: el tema de las opciones accionarias
y los conflictos que sobrevienen cuando se autoriza a una empresa a operar un
banco comercial, una agencia de corretaje y un banco de inversión.
Cualesquiera sean las diferencias, hay un hilo común en toda la corrupción
alentada por los barones del robo en el siglo XIX, el fraude y los abusos de
los ’20 y los escándalos actuales. En economía, el hilo común
se llama información asimétrica o imperfecta, que significa –en
realidad– que una de las partes en una transacción sabe más
que la otra y puede aprovechar esa información en beneficio propio y
en perjuicio de la otra
Dos economistas actuales, George A. Akerlof de la Universidad de California
en Berkeley y Joseph E. Stiglitz de Columbia, incorporaron este concepto de
información asimétrica a la teoría económica y ganaron
el premio Nobel en 2001. Ahora Akerlof cree que hay que intensificar la capacidad
de castigar la inconducta de los últimos años.
Sin embargo, como casi todos sus colegas, se abstiene de reclamar más
regulación. Sugiere, en cambio, aumentar el poder de la Securities and
Exchange Commission y otros organismos similares para impedir que los que tienen
acceso a información privilegiada, la usen en detrimento de otros. M
¿Quiere saber más? En la sección “Los grandes debates económicos” del |