El embajador de Rusia ante Estados Unidos, Yuri Vorontsov, al menos fue honesto cuando su gobierno elevó los aranceles a la importación de pollos y pavos de Estados Unidos. Hizo una cerrada defensa del proteccionismo, advirtiendo que “como siempre, el costo recae sobre las espaldas del consumidor ruso”.
El diplomático no pretendió estar reaccionando ante el proteccionismo estadounidense. Pero si siguiera el ejemplo de los políticos estadounidenses, podría muy bien usarlo como excusa en el futuro. Los políticos usan una serie de prácticas para restringir importaciones -muchas veces en nombre del “comercio justo”- como las leyes antidumping [N. del T.: Leyes contra la venta de productos en Estados Unidos a precio inferior al del mercado de origen, para ganar ventaja en la competencia con otros proveedores, o para destruir a la competencia.]. Tales restricciones suelen hacerse a instancias de los intereses creados de algún grupo nacional que pretende eliminar competidores.
Si Estados Unidos eliminara todos los aranceles y restricciones cuantitativas a las importaciones, la ganancia en bienestar neto para los consumidores sería de US$ 15.490 millones al año, según un informe de la Comisión de Comercio Internacional (CCI) de 1995.
Es probable que el cálculo sea un tanto cauteloso. Los economistas Gary Clyde Hufbauer y Kimberly Ann Elliot, en 1990, ubicaron los costos totales del proteccionismo en US$ 70.000 millones.
Los consumidores, familias y, en especial, las empresas nacionales que necesitan importar materias primas o componentes para su producción se verían muy beneficiados si el país eliminara en forma unilateral todas las restricciones a la importación. Además, las políticas proteccionistas americanas hacen que sea más difícil expandir la libertad de comercio a todo el mundo. Los políticos extranjeros sienten que esa retórica comercial de superioridad moral que usa Estados Unidos con ellos suena a hueco.
Si Estados Unidos desea un comercio más libre, haría muy bien en comenzar por desmantelar sus propias barreras al comercio y abandonar sus propias prácticas de comercio desleal.
Primero el consumidor
Nuestros funcionarios suelen quejarse de las restricciones que aplican otros países. Una razón descansa en que, en términos generales, Estados Unidos figura entre las naciones menos proteccionistas del mundo. En varios sentidos esa distinción es casi como decir que figuramos entre los hombres más honrados de un prostíbulo. A pesar del historial menos proteccionista de Estados Unidos, sus políticas están muy lejos de ser puras.
Nuestro gobierno sigue haciendo numerosas intervenciones en el comercio internacional que carecen de base económica. Las políticas proteccionistas de finales del siglo XX toman formas diferentes de los aranceles que, tradicionalmente, eran la restricción elegida. Y nuestros políticos consiguen apoyo cuando favorecen a tal o cual industria mientras los consumidores de la nación son quienes salen perdiendo. Pero aunque otras naciones dañen el bienestar de sus pueblos con políticas proteccionistas, ése no es argumento para infligir un daño al bienestar de los americanos limitando el acceso a nuestro mercado a empresas extranjeras.
La lista de productos sometidos a restricciones de importación incluye carne, calzado, jugos congelados de frutas y muchos otros rubros, la mayoría controlados por poderosos lobbies.
Textiles
Tal vez la forma cara de proteccionismo esté dada por las restricciones aplicadas a la importación de textiles y vestido. A diferencia de otros productos, hasta hace pocos años los textiles y la ropa habían quedado explícitamente exentos de la liberalización comercial que tuvo lugar con el Gatt durante décadas. Desde 1958, las importaciones de textiles y ropa estaban sujetas a un régimen de cuotas. Cuando en 1980 había que renovar el Acuerdo Multifibras, el consejo de asesores económicos del presidente Reagan estimó que el costo anual de las restricciones para los consumidores se ubicaba entre US$ 20.000 y US$ 40.000 por año. En 1991 la CCI de Estados Unidos estimó el costo en casi US$ 10.000 millones.
Maní
De 1993 a 1994 el precio de la libra -algo menos de 500 gramos- de maní estuvo casi cuatro centavos más alto en Estados Unidos que en el mercado internacional. Las cuotas de importación que se aplican al maní se deben, en parte, a un extraño objetivo económico del gobierno estadounidense: impedir que baje el precio del maní nacional. Desde 1934, los contribuyentes han estado pagando a los agricultores de maní, bien para que no cultiven el producto o para asegurarles altos precios cualquiera sea el nivel de producción.
Mediante un sistema de cuotas en apoyo del precio, el gobierno federal fija una cuota tope para toda la producción nacional en libras de peso, y así los productores nacionales son los “tenedores nacionales de cuotas”. Es un crimen ante la ley federal cultivar maní para la venta si no se tiene licencia para su producción; y las licencias son prácticamente imposibles de obtener para los que son nuevos en la actividad. Quienes las poseen, tienen estrictos límites para la cantidad que pueden producir.
Si, en cambio, entraran al mercado americano grandes cantidades de maní importado, los precios caerían. Eso sería muy bueno para los consumidores del país pero malo para la Tesorería de Estados Unidos, porque el gobierno tendría que compensar la diferencia de precio pagándoles a los productores de maní.
Azúcar
Este producto es otro ejemplo que muestra cómo los intereses creados de ciertos grupos prevalecen sobre los intereses generales de la población. En 1993 un informe del Departamento de Contabilidad General de Estados Unidos concluyó que el programa nacional del azúcar, incluida la combinación de cuota con tasa arancelaria de importación, cuesta a los consumidores US$ 1.400 millones al año. Las importaciones que superan la cuota correspondiente pagan un impuesto de alrededor de 16 centavos por libra. La eliminación de esas cuotas reduciría 44% los precios de las importaciones derivadas del azúcar. Los productores de golosinas han librado, y perdido, una dura batalla para que se eliminen esos elementos clave del programa del azúcar.
Leche
Desde la Ley de Ajuste Agrícola de 1933, el gobierno estadounidense prácticamente ha prohibido la importación de productos derivados de la leche vacuna. El sistema de cuotas limitó las importaciones lácteas a casi 2% del total de la producción lechera estadounidense. El programa lácteo, similar al del maní, limita las importaciones para impedir que caigan los precios al consumidor, porque eso alteraría el programa del gobierno federal de apoyo al alto precio de la leche. Según la CCI, la población de Estados Unidos ganaría por lo menos US$ 1.000 millones en beneficios netos si el gobierno eliminara las cuotas de importación.
Al igual que en los casos del azúcar y el maní, sólo la política impide que los consumidores compren tantos productos lácteos de fabricación extranjera como quieran. No existe ninguna explicación racional para esas restricciones.
La ley Jones
Aunque las medidas del “compre americano” se filtran en varias leyes promulgadas en Capitol Hill, eso no impide que la Oficina de Representantes del Comercio de Estados Unidos (USTR, según siglas en inglés) se queje, por ejemplo, de que el gobierno de Brasil mantenga su propia política de “compre nacional”. El complicado sistema de cuotas que aplica Estados Unidos a las importaciones agrícolas tampoco impide a la USTR protestar contra las políticas de Honduras, que mezclan aranceles y cuotas. “El gobierno de Estados Unidos se ha opuesto fuertemente a esta política, que limita el acceso a los productos agrícolas estadounidenses”, se queja la USTR.
En el “Informe oficial 1996 de comercio sobre barreras comerciales extranjeras”, preparado por la USTR, pocas inconsistencias son más descaradas que las protestas del gobierno estadounidense a las restricciones impuestas por España al transporte marítimo.
El informe de la USTR declara: “En 1992, la Unión Europea fijó un calendario para liberalizar las prácticas de cabotaje. Aunque el cabotaje dentro de la Península Ibérica se liberó, la UE ha permitido a España restringir la navegación mercantil hacia y dentro de las Islas Baleares, Islas Canarias, Ceuta y Melilla a los barcos mercantes de bandera española hasta el primero de enero de 1999”.
La ironía de esa queja es que la ley estadounidense exige que todos los productos embarcados dentro del país y la mayoría de las exportaciones de productos fabricados o embarcados con asistencia del gobierno de Estados Unidos, sean transportados en barcos mercantes registrados en Estados Unidos. La ley Jones, aprobada en 1920, prohíbe que la mercadería trasladada por agua entre puertos americanos sea transportada “en ningún otro barco que no sea construido en y documentado bajo las leyes de Estados Unidos y sea, además, propiedad de ciudadanos de Estados Unidos”.
Leyes antidumping
“Las leyes antidumping, tal como están escritas e implementadas, son proteccionistas y anticonsumidor”, dice Consumers for World Trade, un grupo de interés público con sede en Washington. Las leyes antidumping tienen como objetivo excluir del mercado americano productos extranjeros que se venden a precios inferiores al costo de producción. Esa práctica es etiquetada por la política nacional, como “desleal”. La razón que explica la existencia de esas leyes es que protegen a los productores nacionales.
Teóricamente, en el largo plazo, protegen a los consumidores impidiendo que una empresa extranjera desplace del mercado a firmas nacionales e instale un monopolio. En realidad, esas leyes protegen a los productores nacionales de la competencia, y los consumidores deben afrontar precios más altos y menos variedad de productos.
Es difícil imaginar un escenario en el cual un productor podría desplazar a toda su competencia mediante precios bajos, especialmente en la actual economía integrada de la globalización. Los consumidores sí podrían beneficiarse de los productos más baratos.
En cualquier caso, las leyes antidumping no se basan en presupuestos económicos sólidos. Primero, una empresa a veces se ve obligada a vender a precio inferior al costo de producción para limitar las pérdidas cuando cae el precio de un producto. Por ejemplo, en los ´80 los funcionarios comerciales estadounidenses acusaron a Japón de vender chips de memoria a precio de dumping en los mercados americanos y de otros países. Pero la caída de los precios y la competencia de productores coreanos entre otros, significaba que los fabricantes japoneses sólo podían vender sus chips por debajo de sus costos de producción.
Segundo, las fórmulas por las cuales se calculan los precios para hacer comparaciones internacionales distorsionan intencionalmente los precios para hacer más fácil a las empresas estadounidenses obtener protección contra las importaciones. Un caso reciente de antidumping parece planeado para hacer que las comidas italianas sean más caras para los americanos.
Las empresas estadounidenses controlan aproximadamente 80% del mercado interno de pastas. Sin embargo, su preocupación por que las pastas italianas les quitaran ventas no redundó en mejor marketing ni en mejor o calidad sino, más bien, en queja antidumping. A un precio de US$ 2,35 la libra, la pasta De Cecco, importada de Italia, ya cuesta el doble que la mayoría de las pastas americanas; sin embargo, la CCI dictaminó que la pasta italiana estaba siendo vendida a precio de dumping en el mercado nacional y le aplicó un arancel adicional de 47%, lo cual aumentaba notablemente su precio de venta y permitía a los productores nacionales subir también sus precios.
Entre 1992 y 1994, el lapso en el cual la CCI determinó que la industria nacional de pasta estaba siendo “materialmente perjudicada”, las ventas de los productores nacionales permanecieron prácticamente inalteradas. Aunque la participación de las empresas nacionales en el mercado interno cayeron de 86,2% a 80,7%, el consumo total de pasta creció. Eso significaba que no hubo pérdidas reales de ventas para las firmas nacionales.
¿Amenaza a la seguridad nacional?
El caso de los tomates mexicanos es otro buen ejemplo de cómo los motivos políticos se anteponen a los principios. Dado el tiempo que le dedicaron al tema altos funcionarios del gobierno de Clinton, uno pensaría que los tomates de México son la mayor amenaza a la seguridad nacional que aparece en América latina desde la crisis de los misiles cubanos.
Para complacer a los productores de tomates de Florida, quienes desde hace años vienen tratando de limitar la competencia de sus colegas mexicanos, el Departamento de Comercio de Estados Unidos intentó primero colaborar en un caso de antidumping contra México y ayudar a aprobar una ley contra los tomates de ese origen.
La CCI rechazó el caso de antidumping presentado por los productores, pero el Departamento de Comercio hizo un segundo intento. Esa vez, mediante un enfoque novedoso para demostrar que los productores mexicanos aplican precios desleales: incluyó sólo cifras enero-febrero 1996 y marzo-abril 1995 en sus cálculos de precios.
Greg Rushford escribió en el Wall Street Journal: “El ataque más artero es una estratagema legislativa destinada a exigir que los tomates mexicanos sean empacados de la misma forma que los americanos. Como los primeros se arrancan de la planta cuando están maduros y jugosos, deben ser empacados con cuidado en cajas de cartón; mientras que los americanos se arrancan verdes y todavía duros, de modo que no necesitan tanto cuidado”.
El reconocimiento de que las leyes antidumping benefician a unas pocas industrias a expensas de los consumidores figura en el apéndice de un informe reciente de la CCI. En él, la vicepresidenta Janet Nuzum y el Comisionado David Rohr, ambos partidarios de las leyes antidumping, escriben: “Al observar las conclusiones de este informe, debe recordarse que el propósito de las leyes antidumping y de los impuestos compensatorios no es proteger a los consumidores, sino más bien proteger a los productores y trabajadores de la producción estadounidense. Inevitablemente, algún costo viene asociado a este propósito… Y ese costo recae en los consumidores de nuestro país”.
El estudio de la CCI sobre leyes antidumping estimó -de manera muy conservadora- que los pedidos de aplicación de antidumping e impuestos compensatorios vigentes en 1991 significaron costos a los consumidores, industrias derivadas y economía general del país de, por lo menos, US$ 1.590 millones. Esa cifra representa un valor neto, después de sustraer los beneficios obtenidos por las industrias peticionantes y sus empleados.
Una importante reforma sería someter cada caso de antidumping a un test muy simple: ¿la evaluación de los impuestos beneficiará a los consumidores americanos? La respuesta probable va a ser que no. Más aún, al evaluar las denuncias contra precios depredadores, el gobierno federal no debería tratar a las empresas extranjeras en forma diferente de las nacionales.
Intereses encontrados
Aunque los políticos estadounidenses denuncian proteccionismo en otros países mientras trabajan para mantenerlo en Estados Unidos, una lenta evolución de la política está creando presión para una liberalización más unilateral en nuestro país. En años recientes han aparecido grupos industriales que se oponen a determinadas leyes proteccionistas.
Mientras los industriales de la industria siderúrgica nacional aprueban el uso de pedidos de antidumping y otros medios de limitar la competencia extranjera, las empresas americanas que utilizan acero se han agrupado para hacer lobby contra esas restricciones. Algo parecido ha ocurrido en el terreno de la alta tecnología con los intereses encontrados de los fabricantes de semiconductores y las empresas que fabrican productos que necesitan semiconductores.
Las empresas con intereses comerciales encontrados seguramente seguirán “nivelando” el campo de juego de los lobbistas, para usar el lenguaje del comercio justo. En el frente internacional, la creación de la Organización Internacional del Comercio (OIC) -una suerte de superGatt– y sus paneles de resolución de disputas, deberían también aportar más protección a los consumidores americanos. Cuando Estados Unidos u otra nación alega una práctica de comercio desleal, el caso es llevado ante un tribunal de la OIC, que está formado por expertos en comercio internacional de diferentes países. Este mecanismo de la OIC para resolver disputas se propone funcionar como una suerte de árbitro obligante, aunque la OIC no posee poder coercitivo para imponer sus decisiones.
Estados Unidos podría decidir no respetar una decisión de la OIC, en cuyo caso el único recurso que le queda a la otra parte sería aplicar una sanción comercial a los productos americanos. Pero la OIC seguramente hará que a Estados Unidos le resulten más costosas sus políticas proteccionistas.
El argumento a favor de liberar unilateralmente el comercio estadounidense sigue siendo fuerte. Al eliminar aranceles y cuotas a todas las importaciones, abolir la ley Jones y revocar los estatutos antidumping, el Congreso y el Presidente pueden mejorar el bienestar de los consumidores mucho más que cualquier nueva iniciativa que surja de un organismo federal.
El comercio internacional no es una guerra, ni siquiera una contienda, entre naciones, razón por la cual es inapropiado el argumento de “nivelar el campo de juego” para mantener las restricciones en el comercio estadounidense. El comercio es una serie de intercambios mutuamente beneficiosos entre empresas e individuos. Cada distorsión introducida a esos intercambios voluntarios seguramente va a bajar el nivel de vida de los norteamericanos.
El objetivo de la política comercial debería ser apartar a los gobiernos -al gobierno americano tanto como a los extranjeros- de las transacciones entre ciudadanos de diferentes países. Dicho de otro modo, el objetivo es sacarle poder a los políticos, y así beneficiar a los consumidores americanos y despolitizar el comercio.
El gobierno de Estados Unidos haría bien en dejar de criticar a otros países hasta que elimine sus propias restricciones comerciales. Como dice el proverbio, la gente que vive en casas de cristal, no debería tirar piedras.
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Stuart Anderson fue director de estudios de comercio e inmigración del Cato Institute antes de octubre de 1997, año en que escribió este artículo. Hoy es colaborador de Reason. Aunque el ensayo tiene cinco años, mantiene total vigencia e ilustra el debate interno sobre proteccionismo en Estados Unidos.