“La incidencia del tributo es muy grande en nuestra historia, y estuvo presente desde sus inicios”, explica Gabriel Miremont, curador del museo de la Administración Federal de Ingresos Públicos (Afip), ubicado en el edificio del ex Majestic Hotel, en Avenida de Mayo 1317.
Desde botellas de bebidas falsificadas, confiscadas en la década de 1950, y una matricería para la elaboración clandestina de cigarritos, hasta una caja fuerte Landolfi, donde la Dirección de Impuestos a los Réditos atesoraba sus billetes, el museo de la autoridad fiscal abunda en datos y anécdotas.
Todo empezó a principios del siglo XVI, cuando los españoles desembarcaron en América y se sorprendieron con un tributo hasta entonces desconocido para ellos: el impuesto a los piojos. “En el imperio inca ya se cobraban impuestos, y aquellos que no tenían bienes estaban obligados a contribuir con una bolsita de tela repleta de piojos. La imposición no tenía una finalidad económica, sino que buscaba educar a los habitantes sobre la necesidad de compartir algo propio con los demás”, apunta Miremont.
El 11 de junio de 1586, a seis años exactos de la segunda fundación de Buenos Aires, arribaba a su puerto la carabela Nuestra Señora del Rosario, con carga de las costas del Brasil, lo cual marcó oficialmente la apertura de las actividades aduaneras en el país.
Desde entonces, las crisis se sucedieron, y con ellas nuevos impuestos. Hacia 1890 surgía el tributo al alcohol, la cerveza y los fósforos como el primer impuesto nacional para paliar la crisis. Sin embargo, ya a esa altura casi nadie estaba al margen de algún tipo de vinculación con el contrabando, y la evasión se había transformado en el gran deporte nacional.
Evasores ilustres
Transcurría el siglo XVI y Buenos Aires era el escenario ideal para este tipo de actividades. Incontables túneles subterráneos, costas de fácil acceso para pequeñas barcazas y frondosos montes de sauces y naranjos disimulaban la circulación de los contrabandistas. Si bien los primeros grandes deportistas de la evasión fueron los ingleses, hubo muchos locales que se resistieron a soltar una moneda a la hora del tributo, como el ministro Felipe Arana, o el mismísimo Juan Martín de Pueyrredón, distinguido por la reconquista de Buenos Aires contra las invasiones inglesas en el año 1806.
Un capítulo aparte merece el gobernador de Buenos Aires Fernando de Zárate (fallecido en 1595), quien alardeaba de una técnica especial conocida popularmente como arribada forzosa. El procedimiento era sencillo. Ante todo, se precisaba un barco en el océano, cargado hasta los bordes con mercadería no declarada, listo para ingresar al puerto. Hasta aquí todavía no se podía hablar de contrabando, ya que no había tocado tierra. Entonces, el capitán enviaba un mensajero hasta la orilla para explicar que tenía un problema a bordo y que debía entrar de urgencia al fondeadero. Ingresaba la nave y se desembarcaba la mercadería, para ser rematada de inmediato, como dictaba la ley. Obviamente, quien la compraba era un testaferro.
Entre los evasores de alcurnia había tesoreros reales como Simón de Valdez, alcaldes como Juan de Vergara y hasta un obispo de Tucumán llamado Fray Francisco de Vitoria. Si bien el prelado no era directamente quien hacía las maniobras, es sabido que estaba en sociedad con los contrabandistas.
La lista continúa con Domingo Belgrano y Peri, padre de Manuel Belgrano, y con Ximénez de Mesa, el mismísimo administrador de la Aduana. Y cómo olvidar al gobernador Juan de Velasco y Tejada, sorprendido en plena tarea, encontrado culpable en su juicio y enviado de vuelta a España.
Sobre éstas y otras cuestiones encontrará el visitante testimonio en el museo de la Afip, que figura como único en América y entre los cuatro de su género en el mundo.
Visitas guiadas para grupos: 4384-0282 /4383-5162; entrada libre y gratuita. E-mail: museo@afip2.gov.ar
