La espátula de Benito

    Desde La Boca se alzan barcos de pupilas ennegrecidas y la brutalidad sórdida del puerto. Benito Quinquela Martín llevaba todo aquello adentro y afuera de sí mismo, y durante más de 70 años fue el cronista artístico de su barrio.


    “En el arte, como en el amor, no se pueden hacer trampas. Hay que ir a ellos con la verdad”, apuntaba el artista a su biógrafo Andrés Muñoz, mientras paseaban por Caminito.


    Todo comenzó el 21 de marzo de 1890, cuando las monjas recogieron a un bebé abandonado en los alrededores de la Casa de Expósitos. “Este niño ha sido bautizado, y se llama Benito Juan Martín”, rezaba la leyenda escrita en lápiz junto al niño.


    Benito fue adoptado por Manuel Chinchella y Justina Molina, matrimonio que poseía como toda fortuna una carbonería en La Boca. Entre cargadores de carbón, traficantes de ultramar, bergantes y truhanes del hampa, su infancia se repartió entre la carbonería y largas jornadas como cargador en el puerto.


    Mientras tanto, el entorno artístico era una mezcla de cantores, guitarreros, payadores y músicos de bodegón. Sus primeros pasos en la pintura fueron bocetos en carbonilla ­no podía ser de otra manera­ hasta que, después de una crisis de salud, decidió concentrarse en cultivar y desarrollar la propia personalidad a través del arte.


    Quinquela abandonó entonces su casa y se inició en la vida bohemia, del mate amargo y la galleta marinera. Pintaba días enteros en el muelle o en las calles del barrio y se instaló en un pequeño taller sobre la Carbonería, que aún hoy puede visitarse como atelier y galería de arte. Aunque sus estudios académicos habían sido muy rudimentarios, y todo debía resolverse con base en la intuición, el carbonero pintor empezó a ser reconocido por obra y arte de su espátula en La Boca. Eduardo Taladrid ­entonces secretario de la Academia de Bellas Artes­ le ofreció pintura y tela para realizar su primera gran exposición, con algo más de 50 cuadros de gran tamaño, en la calle Florida. Transcurría el año 1918 y Chinchella decidió castellanizar su apellido para adoptar el de Quinquela. A partir de entonces firmaría como Benito Quinquela Martín.


    Una empresa lírica


    Al éxito rotundo de aquella muestra le sucedieron muchas otras exposiciones, y un prestigio internacional en aumento. Expone en Brasil, España, La Habana, Nueva York e Italia; se presentó al Duce Mussolini y al Papa. Por entonces compró la carbonería de la calle Magallanes y concretó el sueño de la casa propia.


    Entre sus exposiciones en el exterior y los largos períodos en La Boca, donde trabajaba de sol a sol y produjo la totalidad de su obra, también frecuentaba las tertulias en los cafés de la avenida de Mayo. Allí se originó La Peña, un grupo de amigos que comenzaron a reunirse en el café La Cosechera ­en la esquina de Perú­, y luego se trasladaron a la cueva de vinos del Tortoni. Entre sus asistentes se encontraban el pianista Ricardo Viñes, Francisco Isernia y Juan de Dios Filiberto. Las reuniones consistían, según decían, en “una empresa lírica y desinteresada donde se cultiva el espíritu y la afición al arte”.


    “La felicidad no consiste en poseer, sino en dar. Y yo quiero ser feliz”, decía Quinquela.


    Su éxito artístico estuvo acompañado por innumerables donaciones a favor de la cultura y materializadas en obras de bien público. Así, en julio de 1936 inauguró la Escuela Pedro de Mendoza, y dos años más tarde el Museo de Bellas Artes.


    Luego se sucederían el Lactarium Municipal Nº 4 (1947), el Jardín Maternal (1948), la Escuela de Artes Gráficas (1950), el Instituto Odontológico Infantil (1959) y el Teatro de la Ribera (1971).


    Desaparecida La Peña, que durante más de dos décadas funcionó en el Tortoni, comenzaron a reunirse en el nuevo atelier sobre la Vuelta de Rocha. Su estudio de 1944 ya no era el mismo de la carbonería, y disponía de un piso completo en lo alto de la Escuela-Museo Pedro de Mendoza. Allí se gestaría la Orden del Tornillo, en honor a los locos amantes de la verdad y las cosas del espíritu.


    Quinquela amaba los colores, que no utilizó solamente en sus cuadros, sino también en objetos mundanos, como un teléfono o un piano de cola. Por su amor a los colores surgiría también un potrero que pintó y transformó en la primera calle museo de Buenos Aires. El mismo que bautizó e inmortalizó su amigo, Juan de Dios Filiberto, cuando compuso el tango Caminito.

    La Orden del Tornillo

    Todos los
    domingos se daban cita en el estudio de Quinquela hombres y mujeres respetuosos
    de la jerarquía del espíritu y la inteligencia. Ataviado
    con un uniforme de Gran Maestre, con abundancia de galones y simbólicos
    tornillos, el artista realizaba una ceremonia consistente en una comida
    frugal, una serie de humoradas y la entrega de la preciada condecoración:
    un tornillo dorado que pendía de un cordón de colores.

    Como explicaba
    Quinquela, “para la gente esclava de las preocupaciones e intereses materiales,
    los hombres de espíritu viven en estado de locura, y creen burlarse
    de nosotros al llamarnos locos. Entonces llamamos a nuestra locura
    coherente la Orden del Tornillo, que dejamos fundada en 1948. Así
    comencé a otorgar tornillos a todos los cultores de la Verdad,
    el Bien y la Belleza, que tienen puesta su esperanza en el espíritu
    del hombre y su fuerza creadora. He entregado el tornillo a más
    de trescientos locos, entre ellos artistas plásticos, poetas, escritores,
    periodistas, músicos, cantantes, científicos y estadistas”.

    Recibieron
    la distinción, no por su cargo sino por su locura luminosa, personajes
    como Masao Tsuda, escritor y embajador de Japón; Prem Purachatra,
    escritor y príncipe de Tailandia y el norteamericano Adlai Stevenson.

    El barrio en el
    museo

    El Museo
    de Bellas Artes Benito Quinquela Martín reabrió sus puertas
    el 20 de julio del 2000, con un edificio restaurado y modernizado. La
    renovada colección reúne 1.200 obras pictóricas y
    escultóricas, entre las cuales se destacan los cuadros de artistas
    figurativos argentinos, como el mismo Quinquela, Sívori y De la
    Cárcova, quienes plasmaron en sus cuadros las escenas de la vida
    portuaria en La Boca.

    Se exhibe
    también una colección de 32 mascarones de proa y la posibilidad
    de acceder a las habitaciones y el atelier que pertenecieron a Quinquela
    Martín. El nuevo estudio de 1944 no era ya el mismo de 1918, aquel
    de la calle Magallanes improvisado en el altillo de la carbonería.
    En la casa-estudio puede encontrarse un piano Chickering pintado de colores,
    el dormitorio de Benito con su cama, ropero, el uniforme de Gran Maestre
    de la Orden del Tornillo y una nómina de todos los homenajeados.

    Unido al
    Museo de Bellas Artes, se levanta un conjunto armónico de edificios
    que se complementan con la Casa del Arte y de la Cultura en la Vuelta
    de Rocha.

    En Pedro
    de Mendoza 1835, el lugar puede visitarse todos los días, excepto
    los lunes, entre las 10 y las 17.

    La Carbonería

    Quinquela
    recibió las primeras lecciones de pintura del maestro Alfredo Lazzari
    y, luego de una exitosa exposición en España, compró
    la casa de Magallanes 885. El lugar fue rescatado como atelier y galería
    por artistas plásticos que además de exponer su obra realizan
    talleres y eventos gratuitos.

    Ubicada
    en el mismo lugar donde Quinquela vivió con sus padres a principios
    del siglo pasado, hoy la Carbonería se presenta como un nuevo espacio
    destinado a difundir las artes en el barrio.

    Informes:
    Magallanes 885, tel. 4303-3682.

    Caminito y el color
    de La Boca

    Quinquela
    no sólo usó los colores en sus cuadros, sino que además
    los incorporó a las construcciones del barrio. Las casas de madera
    y cinc necesitaban ser pintadas con frecuencia. El artista les pedía
    a los tripulantes de los barcos la pintura que les sobraba, la repartía
    entre las casas, y sus ocupantes las pintaban con esas pequeñas
    porciones.

    Era frecuente,
    por eso, que las paredes quedaran amarillas, el techo verde y las persianas
    rojas. Ese fue el germen que a partir de entonces se transformó
    en el distintivo de La Boca.

    Caminito
    era un desvío ferroviario que desembocaba entre las calles Magallanes
    y la actual Valle Iberlucea. Un potrero que Quinquela consiguió
    pintar y donde Juan de Dios Filiberto compuso el tango que daría
    la vuelta al mundo. El viejo potrero se transformó así en
    la primera calle museo de Buenos Aires.