Desde que J. P. Morgan mide el riesgo país (a través de la ahora célebre escala del Embi+), la Argentina ha recorrido cuatro etapas bien diferenciadas. En pleno efecto tequila, el diferencial de rendimientos de sus bonos con respecto a los del Tesoro estadounidense fue de 1.471 puntos básicos. Hacia 1997, el spread impuesto por los inversores internacionales se redujo a 300. A partir de entonces, con la excepción de un breve verano de bienvenida al nuevo gobierno de la Alianza, en el que el Embi para la Argentina osciló entre 800 y 500 puntos básicos, el riesgo país creció sistemáticamente hasta alcanzar un promedio de 979 en el segundo trimestre de este año. La media desde entonces, y hasta la firma del último acuerdo con el Fondo Monetario el 22 de agosto, fue de 1.451 puntos.
En los mismos períodos, aunque con fuertes altibajos, el resultado financiero del sector público mostró una tendencia de expansión del déficit. Entre el tequila y la crisis del sudeste asiático, el riesgo país descendió a su mínimo histórico, mientras el déficit fiscal se duplicaba holgadamente. En cambio, desde la devaluación de la moneda tailandesa hasta el tercer trimestre de 1999, los déficit trimestrales nunca superaron los $ 1.546 millones registrados en el segundo trimestre de 1997. Ese período de relativa mejora de las cuentas públicas coincidió, sin embargo, con un incremento de 5% en la sobretasa que pagaron los bonos del Estado argentino.
Durante el último trimestre de gestión de Roque Fernández como ministro de Economía, el déficit fiscal volvió a duplicarse, hasta alcanzar los $ 2.800 millones. Y después de una reducción que duró sólo un par de trimestres, las cifras en rojo no pararon de aumentar desde mediados del año pasado. En esta ocasión, el mal comportamiento fiscal de la Argentina tuvo un desarrollo paralelo con un contundente ascenso del riesgo país.
Lo cierto es que, desde 1994, han habido períodos en los que la expansión del déficit fiscal fue acompañada por incrementos, caídas, y relativa estabilidad del riesgo país.
Dónde están las luces de alarma
Daniel Oks y Gustavo González Padilla, ambos economistas del Banco Central, presentaron el año pasado, durante una conferencia organizada por la Asociación Argentina de Economía Política en la ciudad de Córdoba, una investigación sobre los factores determinantes del riesgo país en la Argentina en el período 1994-1999.
Los analistas examinaron la gravitación de un conjunto de variables de desempeño macroeconómico, solvencia financiera, liquidez sistémica y shocks externos sobre la prima de riesgo soberano.
Ni la expectativa de crecimiento del producto interno bruto (medida por la variación real desestacionalizada del trimestre anterior), ni la necesidad de financiamiento del sector público no financiero (neta de privatizaciones y desestacionalizada), afectaron de modo alguno el comportamiento del Embi argentino. Tampoco se mostraron relevantes el ratio deuda pública sobre el PBI y el de servicios de la deuda pública sobre las exportaciones. Estas cuatro variables fueron consideradas tanto en su valor corriente como en el correspondiente al mes anterior.
Es decir, ninguna de las variables de performance macroeconómica habrían afectado el comportamiento del riesgo país. Los únicos factores que, según el estudio, se revelan significativos para explicar la dinámica del Embi argentino en ese período son:
- la cobertura relativa de las necesidades de financiamiento del Tesoro (que
es medida como el cociente de los créditos contingentes de entes multilaterales
sobre la suma del déficit fiscal y amortizaciones de deuda); - las reservas internacionales del sistema financiero como porcentaje de
los depósitos; - el grado de aversión al riesgo de los inversores internacionales;
- los términos del intercambio (precios de exportaciones sobre los
de importaciones); y - las crisis del sudeste asiático, Rusia y Brasil.
Entre la oportunidad y la seguridad
MERCADO planteó, ante cuatro economistas, un interrogante crucial para estos tiempos: ¿por qué, si el déficit fiscal no se reveló como determinante de la dinámica del riesgo país en el pasado, se espera que ahora sí lo sea, con la aplicación de la política de défict cero?
Tanto Hernán Lacunza, de la Fundación Capital, como Pedro Rabassa, de ScotiaBank-Quilmes, comenzaron por expresar dudas sobre la medición econométrica.
“El riesgo país no puede moverse con independencia de la capacidad de repago, y la variable fiscal es uno de sus determinantes. Las intuiciones analíticas no pueden depender de las relaciones estadísticas que surjan eventualmente”, razona Lacunza.
Rabassa también relativiza el resultado econométrico. “En el período posterior al tequila había un ambiente externo propenso a la inversión en economías emergentes, y es posible que el resultado de Oks y González Padilla haya estado dominado por este efecto. El déficit fiscal, en tanto determinante de la dinámica del endeudamiento público, sin lugar a dudas tiene un efecto sobre la percepción de capacidad de pago del Estado, más allá de que ocasionalmente pueda ser ocultado por factores externos”.
Mario Vicens, quien fue secretario de Hacienda durante la gestión de José Luis Machinea, señala que los mercados financieros suelen manejarse en horizones de corto plazo, “y en este contexto, con el cierre de la brecha fiscal tenemos la oportunidad no la seguridad de evitar el default“.
El comentario de Vicens responde a la idea de que son las variables indicativas de capacidad de repago de corto plazo las que más inciden en el riesgo país, en desmedro de las estructurales, como el déficit fiscal, la relación deuda/PBI, o servicios de deuda sobre exportaciones.
“Considero que existen tres dimensiones fundamentales para entender la situación económica argentina: el frente fiscal; las expectativas, tanto de inversores como de consumidores; y la competitividad internacional”, enumera Vicens. “Está claro que, en el mediano y largo plazo, es este último factor (la competitividad) el que mejor indica la capacidad de repago de la economía, pero los mercados financieros operan fundamentalmente en el corto plazo”.
Vicens argumenta: “Esto se confirma con el hecho de que la inversión extranjera directa empezó a disminuir varios meses después que los flujos financieros. De cualquier modo, el problema hoy es que la única herramienta de política económica disponible para revertir la expectativa de default es la fiscal, y hay que utilizarla de modo tal que se observe como una señal cabal de cumplimiento”.
Quienes fueron sus colaboradores en el Palacio de Hacienda reconocen que el plan económico de Machinea se diseñó sobre el supuesto de ciclos de corto plazo de liquidez internacional, con la convicción de que, luego de la fase contractiva de un par de años posteriores a las crisis del sudeste asiático, se revertiría la tendencia y la Argentina recibiría una inyección de divisas que estimularía la reactivación.
“No creo que el diagnóstico de las autoridades actuales difiera significativamente del que formuló Machinea”, razona Edgardo Figueroa, de la Fundación Andina. “La situación de liquidez internacional no es ni remotamente la de principios de la década pasada, pero tampoco se percibe que la oferta de capitales sea escasa. Entiendo que la estrategia de Cavallo apunta a recobrar la credibilidad de los inversores externos y de los ahorristas locales, que es la variable que más se deterioró en los últimos meses y, a partir de esto, aprovechar un potencial reflujo de capitales el año que viene.”
Factor subjetivo
El economista Jorge Avila, del Cema, pide que se le disculpe la inmodestia, pero afirma que el riesgo argentino lo inventó él. “La lógica expresada por Machinea de que, como consecuencia de la reducción del déficit fiscal, bajaría el riesgo soberano, fomentando el ingreso de capitales y aumentando la inversión, está basada en el paradigma que yo planteé a fines de los años ´80 en un trabajo para el Banco Central, en el que verificaba la correlación negativa entre el déficit fiscal y el PBI desde 1913”.
“El riesgo soberano es el precio con el que los inversores internacionales valúan la incertidumbre de repago, y como tal tiene un importante componente subjetivo. En el corto plazo operaron factores como la reputación de Machinea, y luego la virtual deposición de Pou, la reducción de los encajes, la ampliación de la convertibilidad, etc. Ahora bien, en el largo plazo, tanto el déficit fiscal como la relación deuda/exportaciones son indudablemente relevantes para explicar la capacidad de repago”, explica Avila.
“El bono más representativo de la deuda soberana es el Global 2008, de modo que las expectativas de los inversores deberían referirse a un horizonte de mediano plazo, en el que el déficit fiscal y las exportaciones son variables influyentes en la probabilidad de repago”, agrega el economista del Cema para refutar la hipótesis de un comportamiento primordialmente cortoplacista.
Profecía autocumplida
Con la apertura financiera de los años ´90, la investigación económica acerca de las crisis de balanza de pagos cobró nuevo impulso. Hasta ese momento, el consenso entre los especialistas era que estas crisis eran provocadas por un persistente deterioro de los fundamentals, que era observado por los inversores internacionales y motivaba la huida de capitales.
Pero, en un artículo publicado en 1994, el economista estadounidense Maurice Obstfeld reorientó la perspectiva al plantear que el ataque contra las monedas europeas de 1992 no podía explicarse bajo el marco teórico de los modelos tradicionales. Ninguno de estos países registraba significativos crecientes déficit fiscales, ni de cuenta corriente, que hicieran previsible una sistemática reducción de las reservas internacionales hasta el punto de generar dudas acerca del mantenimiento de las paridades cambiarias.
El nuevo consenso fue que los ataques especulativos se debían a la percepción de los inversores internacionales de que el creciente desempleo imponía una restricción política a estos gobiernos, y que iban a terminar optando por abandonar el régimen cambiario para estimular la creación de empleo.
Así, la crisis ya no era interpretada como un fenómeno inexorable, sino como una cuestión de expectativas: a partir de que en los mercados financieros prevalecía la impresión de que era inminente el abandono de la regla cambiaria, esto finalmente ocurría. Ya no por el deterioro de los fundamentals, sino como consecuencia del mismo ataque.
A partir de esta hipótesis, una gran parte de la investigación sobre economías abiertas se concentró en el análisis de la racionalidad de estas expectativas. Los fenómenos del tequila, la crisis asiática, el default ruso, y más recientemente las devaluaciones brasileña y turca, dieron origen a múltiples explicaciones.
La mayor parte de ellas se vincula con el análisis microeconómico, que reconoce importantes fallas en los mercados financieros. El llamado comportamiento en manada se explica a partir de la presencia de inversores con información privilegiada, lo que induce a que aquellos menos informados copien las acciones de los primeros, aunque carezcan de razones propias para justificar su conducta.
Cuando el ministro Domingo Cavallo dijo que “los mercados son unos muchachos jóvenes que están sentados mirando una computadora, hablando por varios teléfonos, y no tienen tiempo de pensar”, aludió a un fenómeno que en la literatura económica se explica en estos términos: debido al esquema de compensaciones imperante en los bancos de inversión, el costo que debe afrontar un operador al equivocarse en una inversión en un activo impopular es mayor que la ganancia que obtendría si tuviera razón.
Paul Krugman sugiere que, en ocasiones, los ataques especulativos pueden ser justificados por la incertidumbre que enfrentan los inversores. El argumento es que, ante la duda acerca de los incentivos que tenga un gobierno para modificar sus compromisos por ejemplo, devaluando, o no pagando los servicios de la deuda la mejor estrategia que pueden adoptar los inversores es ponerlo a prueba, es decir, atacar la moneda para medir el grado de compromiso de las autoridades, y luego actuar en consecuencia.
El color del cristal
Barry Eichengreen, del Fondo Monetario Internacional, y Ashoka Mody, del Banco Mundial, realizaron un ejercicio similar al de los economistas argentinos del Central. En este caso analizaron las cotizaciones de algo más de un millar de bonos emitidos por economías emergentes entre 1991 y 1997. Utilizaron la técnica econométrica de datos de panel. El resultado coincide con el que enunciaron Oks y González Padilla: “En cuanto a las variaciones de los spreads en el tiempo, encontramos que éstos mayoritariamente están explicados por cambios en las percepciones del mercado más que por cambios en los fundamentals“.
A largo plazo, el sistemático déficit de cuenta corriente y el rojo fiscal son insostenibles. Ni los acreedores externos ni los locales cobrarían nunca su capital. Ahora bien, durante el período 1994-2001 la Argentina ha tenido persistentes resultados negativos en ambas cuentas, y sin embargo la evidencia empírica no señala que la percepción de los inversores haya evolucionado en consecuencia.
El grado en el que cada uno de los últimos episodios de crisis internacional afectaron al Embi argentino, por un lado, y la alta correlación entre los spreads de las economías emergentes (ver cuadro) señalan la relevancia de factores exógenos como determinantes del riesgo país.
“¿Por qué no baja el riesgo país si las políticas que se toman son correctas?”, le preguntó el diario La Nación, en agosto del 2000, al director de Goldman Sachs, Gerald Corrigan.
“Para bien o para mal, el riesgo país es algo sobre lo cual los gobiernos no pueden influir demasiado”, fue su respuesta.
“La obvia implicancia de política es que los gobiernos deberían ser cautos al contemplar estrategias económicas que dependan de un continuo flujo de capitales internacionales provenientes del mercado global de bonos. Grandes volúmenes de crédito externo pueden estar disponibles cuando la sensación se torna favorable, pero del mismo modo pueden revertirse por razones fuera de su control, lo cual torna imposible financiar grandes déficit de cuenta corriente y obliga a un difícil ajuste”, es la conclusión de Eichengreen y Mody.