Para ciertos economistas, el noroeste argentino constituye una región inviable. Esta lectura poco se ha modificado durante los últimos treinta años. La estructura productiva de la región, desde antaño aquejada de una excesiva dependencia de la producción azucarera, se debilitó aún más durante los ´90 a raíz de la privatización de empresas estatales como Altos Hornos Zapla. La marginación y la pobreza extrema están ahora al borde de los caminos, de las rutas y a pocas cuadras de las sedes de los gobiernos provinciales. Con los más diversos métodos de acción, según pasaron los años y las circunstancias, numerosas organizaciones sociales, sindicales y políticas han pugnado, pese a todo, por evitar el desastre.
El proceso de destrucción de las economías locales y de empobrecimiento colectivo, como se dijo antes, no es reciente. Se podría decir que comenzó unas tres o cuatro décadas atrás. Las permanentes interrupciones institucionales por parte de las Fuerzas Armadas, a favor de la impunidad que brindaba la utilización del poder absoluto y la consecuente aplicación de políticas contrarias al desarrollo de las regiones, fueron destruyendo principalmente a la pequeña y mediana empresa y favoreciendo la creciente concentración de capitales y la especulación financiera. Resultado: plata dulce, producción nula y marginación extrema.
Obviamente, tales políticas fueron duramente resistidas. Hubo grandes huelgas obreras, con movilizaciones masivas, como las realizadas por la otrora poderosa Federación de Obreros y Trabajadores de la Industria Azucarera (Fotia) en Tucumán o las de la localidad jujeña de Libertador General San Martín. Eran los ´70, años en los que la militancia y la participación políticas estaban en su punto más alto, y los sectores del trabajo habían articulado una alianza inédita con organizaciones estudiantiles y sociales. Sólo la dictadura que siguió al golpe del 24 de marzo de 1976 logró destruir aquel fenómeno social, que hasta hoy no ha sido posible reproducir.
Precisamente en 1970 se había producido en el noroeste uno de los ejemplos más claros de aquella conjunción de fuerzas populares, que canalizaron su resistencia ante la concentración económica y la dictadura militar de Juan Carlos Onganía, mediante una auténtica rebelión, que entonces se conoció como el Tucumanazo. La iniciativa de aquella pueblada giró alrededor de la convocatoria estudiantil, que logró incorporar a los sindicatos azucareros, tanto los del surco como los de los ingenios, a los trabajadores de la ciudad y de las pocas industrias allí instaladas, a las organizaciones intermedias y a los grupos estudiantiles de escuelas secundarias. Fueron tres días de noviembre, durante los cuales la capital tucumana fue virtualmente ocupada por 20.000 personas que se manifestaban en la calle. El Ejército fue el encargado de reprimir la movilización. Al mando de la tropa estaba el entonces coronel Jorge Rafael Videla.
A la citada coalición de fuerzas políticas se sumaron también aquellos sectores que optaron por la lucha armada. El tiempo demostró que ideólogos y ejecutores del golpe militar de 1976 utilizaron la acción de las organizaciones guerrilleras para interrumpir nuevamente el sistema democrático. La dictadura acalló todos los reclamos. Como en el resto del país, el silencio y el terror reinaron en el noroeste. Fue tanta la brutalidad, que fue sólo hacia el final del gobierno militar que en las provincias del norte argentino comenzaron a producirse las primeras muestras de resistencia pública y de rechazo a la crisis.
En aquella década, el norte y, más precisamente, Tucumán fueron el modelo de la dictadura (sólo en esta provincia hubo 33 centros clandestinos de detención). En los ochenta, el noroeste fue el ejemplo más claro de la democracia periférica: no participaba como socio del poder económico sino, por momentos, como su empleada doméstica. Era la década perdida. Los años del terror, sumados a la hiperinflación y a la agudización de la crisis económica, social y política, trajeron funestas consecuencias. No en vano fue en Tucumán donde diez años atrás había florecido la conjunción de fuerzas populares donde comenzó a gestarse otra experiencia inédita, y por momentos incomprensible, como lo fue la reivindicación democrática de uno de los máximos responsables del gobierno militar, Antonio Domingo Bussi.
Si bien es cierto que también en el norte las protestas sociales de fines de los ´80 se repetían día tras día al ritmo en el que subían los precios en las góndolas de los supermercados y en los almacenes de barrio, es posible destacar que la mayor protesta de la época se generó en la provincia de Catamarca, como consecuencia del crimen de la adolescente María Soledad Morales. A diferencia de lo acostumbrado, las movilizaciones eran en silencio. La fuerza estaba allí, en la ausencia total de sonidos, que golpeaba con dureza a la impunidad, y que terminó castigando a los responsables y destruyendo a la poderosa familia Saadi, la de los eternos gobernantes de esa provincia.
Los noventa rompieron el silencio. La estabilidad y la Ley de Convertibilidad significaron la fiesta de unos pocos y la expectativa de muchos que esperaban como sostenían los gurúes de la teoría del derrame que lo que les sobrara a los ricos les llovería como maná a los pobres. Pero esto no sucedió. Y las protestas no se hicieron esperar. En Jujuy, la resistencia a las políticas menemistas de privatización y flexibilización la encaró el Sindicato de Empleados Municipales, liderado por Carlos Perro Santillán (ver páginas 67 y 70), un dirigente que abrevó en las aguas del maoísmo. En Tucumán aconteció algo similar. A diferencia de lo que había sucedido en años anteriores, las luchas en esta década fueron conducidas por gremios relacionados con el aparato estatal, que desplazaron a los tradicionales sindicatos vinculados con la producción. Ellos ya habían colapsado frente al proceso de concentración y de recesión económica.
En los últimos años, la magnitud de la crisis social se manifiesta en los altos índices de exclusión y marginación, que ante la ineficacia o la retirada del Estado producen un nuevo proceso de resistencia: los cortes de rutas promovidos por desempleados y subocupados, que engruesan la categoría de nuevos pobres. Salta y la ruta nacional 34 fueron el principal escenario de este fenómeno, que se reprodujo en cada una de las provincias que conforman el norte argentino. Hubo al menos cuatro muertos y decenas de heridos después de la batalla entre la población y las tropas de la Policía salteña y la Gendarmería. Cuando se disiparon los gases lacrimógenos, el gobierno provincial delegó la negociación en el Estado nacional, que respondió con el ofrecimiento de planes Trabajar. Una limosna que no supera los $ 160 mensuales, cifra apenas menor que la que reciben, en negro, los zafreros que trabajan para los grandes ingenios azucareros del noroeste.
La crisis no ha sido resuelta, ni mucho menos. El blindaje que el gobierno de Fernando de la Rúa blande como la solución para la recesión acaso no resulte suficiente para detener las protestas sociales en las regiones inviables, como el noroeste argentino.