Como fichas de dominó

    No hace mucho, yo también cumplí 30 años con el periodismo económico. Comencé, si debo ser preciso, en agosto de 1968, cuando Adalbert Krieger Vasena era el ministro. Y aunque me había licenciado en Economía Política dos años antes, es posible que mi verdadero aprendizaje y mi mejor universidad hayan consistido en esa vertiginosa sucesión de estrategias, planes y economistas de la que fui testigo durante tres largas décadas. La carrera me había dado importantes elementos para entender ese fragoroso espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos, pero no bastaban: la realidad argentina se burlaba de todos los teóricos y de sus modelos. Lo que sí comprendí rápidamente era que como periodista económico, y además especializado al principio en finanzas, podía pretender ganar sueldos mucho más altos que los de cualquier colega dedicado a la política, a los deportes y, por supuesto, a la cultura, porque la mayor obsesión de los argentinos se llamaba economía. Era el clavo en el zapato.


    Cuando miro hacia atrás se me aparece una fila de creencias y convicciones que se fueron cayendo como fichas de dominó. En los primeros años ´70, por ejemplo, desde Aldo Ferrer hasta José Ber Gelbard, ni siquiera se hablaba de los equilibrios macroeconómicos, y era pecado suponer que existiese alguna relación entre déficit fiscal y emisión monetaria por un lado, y tasa de inflación por el otro. Mientras Marcelo Diamand enseñaba las virtudes de los tipos de cambio diferenciales, se nos hacía evidente que la inflación era culpa del periódico estrangulamiento externo, las consiguientes devaluaciones y la puja distributiva. El congelamiento de precios, impuesto por Gelbard, impresionaba como una medida casi revolucionaria.


    Aquello terminó en la maxidevaluación descerrajada por Celestino Rodrigo en 1975, el siguiente reajuste salarial y una marea inflacionaria que le preparó el terreno a la irrupción de los malos de verdad: José Alfredo Martínez de Hoz y los chicos de Chicago. Cuando quisieron hacer converger la inflación utilizando como ancla el tipo de cambio e inventaron la tablita, se inició la era de la plata dulce, seguramente la etapa más obscena del país: mientras caían las víctimas de una represión espeluznante, otros argentinos se atiborraban de mercancías en Miami o Madrid. Los industriales que se reequipaban se ataron, sin saberlo, la soga al cuello; y la deuda contraída por el Estado y los privados se convirtió en trampa mortal cuando Estados Unidos catapultó la tasa de interés a fines de 1980.


    La catástrofe en que desembocó la política de Joe fue socializada en 1982, tras la debacle de Malvinas, en la primera gran irrupción de Domingo Cavallo en la escena nacional. Y con la victoria de Raúl Alfonsín retornaron las buenas ideas progresistas y antiliberales, que Bernardo Grinspun encarnaba como nadie. Pero a la banca acreedora no le gustaban sus modales zafios, y fue preciso situar en su lugar a un economista bastante joven, académicamente delicado y muy técnico, Juan Sourrouille, rodeado por otros economistas tan jóvenes y técnicos como él, José Luis Machinea entre ellos. El resultado fue el Plan Austral, heterodoxo y bello, con preciosidades como la tablita de desagio. Pero todo en este mundo se desgasta sin remedio.


    El final de aquella muchachada tan técnica fue patético. Su último invento, el Plan Primavera, que comenzaba con el Banco Central pagando algo así como 14% mensual en dólares por depósitos a plazo, estalló por los aires en mitad del verano del ´89, dejando en su lugar la hiperinflación. Esta aseguró la victoria de Carlos Menem y una nueva ola de prestigio para las ideas liberales, aunque con enormes dificultades para ordenar el desbarajuste. Sin embargo, el consenso de Washington ya imponía un recetario preciso, y sólo restaba firmar al pie de ese contrato de adhesión que era el Plan Brady. Entre 1991 y 1992 estaba todo hecho.


    Cavallo había vuelto a cabalgar, montado en una ola de privatizaciones, ingreso de capitales y círculo virtuoso que no le permitió ver el paredón que se iba a tragar. Detonado el Tequila a fines de 1994, el país se mantuvo fiel a la convertibilidad, pero esa virtud cayó en descrédito. Ahí van los locos del tipo de cambio fijo, dicen hoy en el mundo cuando ven pasar a los argentinos, que tratan penosamente de sobrevivir vendiendo commodities. Entretanto, aquellos jóvenes técnicos de los ´80 están de regreso, algo encorvados y cenicientos, sin que les quede nada de heterodoxia ni antiliberalismo. Fracasarán otra vez sin duda, pero no será por las mismas razones.