La consecuencia de un argumento tan contundente es toda una agenda internacional en riesgo, con el surgimiento importante de movimientos populistas y de derecha en muchos países con economías importantes.
Para devolver el lustre inicial que tuvo la globalización, según Dambisa Moyo (World Economic Forum Young Global Leader) hay que combatir dos fuerzas que la debilitan: la miopía de los dirigentes políticos por las consecuencias de sus decisiones, y la mentalidad de suma-cero, o la idea de que la implementación de políticas permite definir a los países en ganadores o en perdedores.
Lo que hay que evitar, sostiene, es el impacto devastador de la anti-globalización, en términos de libre comercio de bienes y servicios, y de cerrar fronteras al movimiento del capital y de la fuerza laboral.
Fortalecería iniciativas que conspiran hoy contra la globalización, como la política de subsidios agrícolas de la Unión Europea que insume US$ 63.500 millones anuales, o los mismos subsidios en Estados Unidos que cuestan US$ 20 mil millones al año. Todo a expensas de las economías emergentes.
Mientras tanto, el proteccionismo sigue en ascenso. De acuerdo con el Institute of International Finance, US$ 548 mil millones volaron de los mercados emergentes en 2015, la cifra más grande desde 1988. Los flujos de capital internacional están en declinación. Según el Banco de Pagos Internacionales de Basilea, el descenso es de US$ 2,6 billones (millones de millones en español) desde 2014.
Lo que, además de guerras y sequías prolongadas, explica por qué hay en este momento más de 60 millones de desplazados, y el millón de refugiados que aterrizó en 2017 en las costas europeas.
La pregunta entonces es: ¿para quién es realmente mala una globalización miope y simplista?
Una peligrosa combinación
Cómo aplacar el enojo de la gente con la globalización
La actual ola de populismo deriva en parte de una fuerte tendencia a sobreestimar los niveles de resistencia a la globalización. Los preocupados por el dominio de las corporaciones multinacionales se sorprenderían al saber que la cuota de producción global generada por estas firmas de sus países de origen ronda el 10% desde el año 2000.
Durante la campaña presidencial estadounidense ambos candidatos se manifestaron claramente en contra de los tratados comerciales internacionales y uno de ellos mostró una posición claramente xenófoba. En Gran Bretaña la mayoría decidió apartarse de la Unión Europea y en muchos países del continente europeo impera una peligrosa combinación de nacionalismo, proteccionismo y racismo. Todos furiosos con la globalización.
El enojo es auténtico y podría tener consecuencias demasiado serias como para sentarse a esperar que se disipen solas. Optar por aplicar medidas para forzar un mayor crecimiento, como lo decidió el G20 en Hangzhou, podría no ser suficiente porque de lo que se trata es de un asunto en el que priman las emociones. Al que dude de esto habrá que recordarle que en Gran Bretaña las zonas que más votaron por dejar a Europa fueron justamente las más dependientes de las exportaciones a la Comunidad Europea y las que más se beneficiaban con las transferencias de pagos de la UE. Esta es la opinión de Pankaj Ghemawat, profesor del Center for the Globalization of Education and Management de la Universidad de Nueva York y autor de 3.0: Global Prosperity and How to Achieve it.
Los datos duros
La actual ola de populismo deriva en parte de una fuerte tendencia a sobreestimar los niveles de globalización, dice Pankaj Ghemawat en el libro que está a punto de publicar y que titula The Laws of Globalization. En Estados Unidos los inmigrantes de primera generación constituyen 14% de la población, pero en tres encuestas separadas, que cita, los estadounidenses calcularon que la cantidad estaba entre 32% y 42%. Al informarles los números reales, la cantidad de encuestados que pensaba que había demasiados inmigrantes se redujo a la mitad. Las mismas encuestas indican que en muchos países europeos suponen que hay tres o cuatro veces más de inmigrantes de los que realmente hay. Y los efectos también son los mismos.
El otro problema se refiere a la supuesta dominación mundial de las multinacionales. Aquellos preocupados por el dominio de las corporaciones se sorprenderían al saber que la cuota de producción global generada por las firmas multinacionales fuera de sus países de origen ronda el 10% desde el año 2000. Y a los estadounidenses convencidos de que ahora todo se hace en China, les interesaría saber que los productos hechos en ese país representaron solo 2,7% del consumo personal en 2010 y que más de la mitad de eso fue a distribuidoras norteamericanas, retailers y demás.
Quienes están a favor de la globalización van a tener que presentar sus argumentos de una manera mejor. Primero, tienen que abandonar esa necesidad que tienen de recurrir a modelos económicos escritos por tecnócratas para tecnócratas.
El Departamento del Tesoro británico publicó en su momento un informe de 200 páginas sobre el daño económico provocado por el Brexit. Para la gente común, ese informe era incomprensible. Michael Gove, fervoroso defensor de la campaña del “Leave” (abandonar la Unión Europea), dijo algo que a la gente le quedó grabado: “En este país hemos tenido demasiados expertos”. Y esa sensación no es exclusiva de Gran Bretaña.
Las historias son más poderosas que las referencias a complicados modelos económicos. En lugar de señalar estudios sobre las implicancias al bienestar de imponer altos aranceles a los productos textiles, se puede contar la historia del señor Pérez, un diseñador textil que comenzó a fabricar trajes de hombre con materiales producidos a poca distancia de su fábrica.
Para hacer un traje necesitaba 20 personas y más de 500 horas de trabajo y el producto era de mala calidad. Además 8% de los insumos necesarios igual tenían que venir de muy lejos. Eso aumentaba los costos de los materiales y de los sueldos. Y la calidad del producto es mala.
Hay muchas otras formas de explicar las ventajas de la globalización de manera más convincente pero lo importante es recordar que la retórica, en términos generales, importa tanto como la realidad.
Información e interacción internacional
La verdad es que la mayoría de la gente no está familiarizada con perspectivas internacionales. Si bien Internet es una red global, se usa fundamentalmente para transmitir información dentro de las fronteras nacionales. Un estudio indica que solo 4% de los usuarios de Facebook en Estados Unidos van más allá de las fronteras nacionales; en Twitter, donde lo que se siguen los temas más que los amigos, ese porcentaje sube apenas a 18%.
También en ese país los adultos pasaron 60 horas viendo noticias por televisión en 2012 pero solo 21% de la cobertura de noticias que miraban era internacional y 11% de ese porcentaje trataba de asuntos exteriores de Estados Unidos. El tráfico internacional de sitios extranjeros de noticias es muy limitado, apenas 6% de las vistas totales de páginas generadas en Estados Unidos.
Y si eso parece poco, es mucho comparado con lo que ocurre en Alemania (1%), y Francia (2%).
Varios estudios sugieren un declive persistente en la cobertura de noticias internacionales. En la primera página de los principales diarios estadounidenses, la proporción de noticias extranjeras cayó de 27% en 1987 a 11% en 2010 y con el triple de probabilidades que esa cobertura se hiciera con tono negativo.
Ahora bien. ¿Por qué importa todo esto cuando se trata de aplacar el enojo de la gente? Porque hay una fuerte correlación entre no saber mucho sobre otros países y pensar que el propio es superior. Los países que están profundamente conectados con información internacional se sienten menos inclinados a ver sus culturas como superiores. Y estudios anteriores han descubierto que la oposición al comercio está directamente relacionada con una sensación de superioridad nacional.
Para dar una idea específica de cuánto importa el prejuicio, hay una investigación que hicieron Diana C. Mutz y Eunji Kim de la Universidad de Pennsylvania. El experimento descubrió que para los respondentes, una hipotética política comercial en la que el país que es socio comercial gana 1.000 empleos y Estados Unidos pierde uno solo recibió mucho menos apoyo que una en la que Estados Unidos gana un empleo pero el socio comercial pierde 1.000.
Nivel educativo
El nivel educativo es un gran predictor del voto. En Gran Bretaña los de más años de estudio votaron por quedarse en la Unión. La prensa, sin embargo, dio más importancia a la edad y al nivel de ingreso. En Alemania, algo parecido. Aquellos con nivel universitario eran los que abogaban por rescatar a Grecia. En Estados Unidos Donald Trump llegó a decir esto: “Amo a los que tienen poca educación”, un grupo que lo respaldó en grandes números para las primarias republicanas y luego mucho más en las generales.
Se han recogido pruebas en muchos países de que los altos niveles de educación en un país hacen que baje el nacionalismo y la sospecha de los de afuera. La gente con pocos años de estudio se preocupa más por las influencias culturales extranjeras, algo que nos retrotrae al tema de la superioridad cultural propia. Otras investigaciones demuestran que aunque existen percepciones exageradas sobre la globalización en todos los niveles educativos, los respondentes con más estudio tienen visiones más lógicas.
Más allá de decir lo obvio que más educación es mejor que menos, tiene sentido ocuparse del contenido educativo que sostenga una visión cosmopolita. Combatir la fobia a la globalización con datos reales es el punto de partida lógico. También hay tipos específicos de experiencias educativas que encajan con la idea de un mundo donde las conexiones entre países son demasiado grandes para ser ignoradas pero se ven impedidas por las fronteras y las distancias. El viajar y el vivir en el extranjero parece ampliar las perspectivas de los individuos y también mejora su creatividad.
Estrategia privada
El sector privado tiene un papel enorme que jugar en esta tarea de aliviar la furia de la gente con la globalización. ¿Por qué? Porque las empresas son vistas como enorme gorila que avanza rompiendo todo: 80% del comercio global es orquestado por las cadenas de suministro de las firmas multinacionales.
Los empresarios advierten que crece el sentimiento proteccionista, pero en vez de intentar cambiarlo, en general lo están aceptando. Pero no está claro si ayuda en algo prometer más producción dentro de Estados Unidos, como acaba de hacer el CEO de General Electric, Jeff Immelt. Tal vez los ejecutivos estadounidenses sienten que no tienen el tipo de capital social como para atajar una gran reacción sociopolítica. Immelt dice que la gente desconfía de las empresas, pero la gente también desconfía de los empresarios.
Una investigación de Pew Research descubrió que los ejecutivos de empresas ocupan el puesto número nueve entre diez profesiones en términos de contribución social. Sólo delante de los abogados. Reconstruir la reputación de la empresa podría ayudar a combatir el proteccionismo. Como los estudios muestran que el proteccionismo florece cuando la confianza en las instituciones es baja, restaurar la confianza en la empresa podría ayudar a contenerlo.
Distribución del ingreso
El enojo con la globalización no es totalmente emotivo: en el centro hay preocupaciones económicas, como las que manifestaban los desplazados durante la campaña presidencial en Norteamérica. En Estados Unidos ha habido un aumento en la desigualdad de ingresos que a llegado a niveles no vistos desde los años 20. Y algo parecido ocurre en otros países desarrollados. Si la globalización ha tenido algo que ver en esto o no es un tema para debatir. Según un informe reciente del FMI el progreso tecnológico y la declinación de los sindicatos contribuyeron juntos al aumento de la inequidad, y la globalización jugó un papel menor, pero de refuerzo.
Donde hay más acuerdo es que para que el apoyo popular a la globalización sea sostenido tiene que haber redes de seguridad. Lo bueno de esto es que se trat de una política interna y no se ve como una imposibilidad debida a exigencias impuestas por el extranjero. Hay margen para la redistribución de la riqueza aun cuando se haga a expensas de la eficiencia (la clásica antinomia) y se podría hacer a través de una serie de instrumentos: impuestos, programas específicos de subsidios y aumentos en el salario mínimo. Ocuparse de la desigualdad puede ser políticamente más digerible ahora por el agudo aumento de la desigualdad y porque se entienden mejor los costos sociales: populismo, proteccionismo, xenofobia.
Reducir la intervención
Una última manera de contribuir a que el enojo es reducir el alcance de los intentos en términos de integración o coordinación global. Esto no es sucumbir a la furia populista; es reconocer que no hay tanto apoyo para las iniciativas grandes y globales y que los legisladores deberían guardar su pólvora para aquellas donde verdaderamente hace falta coordinación global. Otra forma de pensar es la idea de la subsidiariedad, la noción que importa debería ser manejada lo más cerca posible de las líneas del frente.
Los acuerdos globales requieren un esfuerzo enorme de negociación y son extremadamente difíciles de implementar.
Tomemos como ejemplo la polución. Para aquellos contaminantes que se quedan más o menos dentro de las fronteras nacionales –polución de agua y de suelo en su mayoría– bastan las soluciones locales. Pero hay contaminantes que cruzan fronteras nacionales –por lo general los que contaminan el aire– y esos necesitan la cooperación de países diferentes. Y sin embargo todos los años Naciones Unidas convoca a una reunión global para tratar una enorme cantidad de problemas ambientales y el resultado es una ambiciosa agenda que rara vez se implementa.
Hay mucha gente a quien le molesta que las influencias externas modifiquen su vida. Es entendible, por ejemplo, que mucha gente se irrite con que directivos de la Unión Europea decidan que las bananas no pueden tener una curvatura anormal o que las peluqueras no pueden usar joyas en horas de trabajo. Pero sería mejor reservar su escasa buena voluntad, o al menos su disposición a escuchar, para las cosas que verdaderamente importan. Esa subsidiariedad de los estados puede verse como uno de los tantos métodos que ponen el acento en la selectividad para perseguir iniciativas que exigen de la coordinación entre fronteras.
A menos que estemos dispuestos a dar paso a la furia por la globalización, tenemos que pensar en una solución ideal. Las iniciativas enumeradas reclaman una amplia gama de participantes; intelectuales, profesores, el pueblo, la prensa, la empresa privada los políticos y los legisladores. Todos tienen que tomar medidas. Y las iniciativas no son excluyentes entre sí. En muchos casos, serán más poderosas y se las afronta en paralelo. La lista de iniciativas es obviamente incompleta.
Vivita y coleando
Según la teoría predominante en todos los ámbitos, la globalización estaría muerta –o al menos en retroceso– como lo demostraría el Brexit y el triunfo electoral de Donald Trump. Pero, para muchos otros, “los muertos que vos matáis, gozan de buena salud”, como diría Don Juan Tenorio.
Toda la información disponible indica que está más fuerte que nunca. Durante 2016 y parte de 2017, el número de viajeros internacionales (sea por trabajo, por turismo o por educación y formación) siguió creciendo. Según la World Tourism Organization, en el primer semestre de 2016, los arribos de turistas internacionales en todo el mundo creció 4%, totalizando 561 millones de personas.
Aumentan las compras internacionales online, y diariamente en camiones, barcos, trenes y aviones, circulan gente, bienes, información y servicios de toda índole.
En este momento, la idea de la globalización es como una moneda: tiene dos caras. Y depende de quién y de qué cara se mira, es la realidad que se percibe.
Para los optimistas, lo que importa son estas cifras de crecimiento estadístico del año pasado. Para pesimistas e incluso realistas, lo significativo es lo que puede venir.
Las encuestas revelan que vastas capas de la población en Estados Unidos, y también en Europa, piensan que la globalidad no ha funcionado como se suponía, y que el libre tránsito y comercio de personas, bienes y servicios, ha impedido su propio crecimiento económico, favoreciendo a otras áreas geográficas.
Una importante encuesta del Pew Research Center, por ejemplo, reveló que 49% de los estadounidenses piensan que la estrategia globalizadora ha implicado bajos salarios y pérdida de empleos (contra 44% que piensa que ha tenido efectos positivos).
La gran discusión actual
¿Globalización en retirada?
Se ha instalado en los últimos meses. El eje de este nuevo debate es en torno a la globalización: ¿está en retroceso o sigue su marcha triunfal? Media biblioteca respalda cada posición. El punto a tener en cuenta es cuál es la perspectiva elegida, el punto de partida.
En el mediano y largo plazo parece difícil que el proceso globalizador se estanque o desaparezca. El fuerte impacto de la tecnología disruptiva y la inmensa transformación en los medios y modelos de producción, tornan difícil esa hipótesis.
Pero en lo inmediato, en el corto plazo, hay algunos signos que indican una fuerte tendencia a reducir o desacelerar el proceso globalizador. De un lado la percepción política que representan el Brexit, la presidencia de Donald Trump con su nacionalismo exacerbado y la reivindicación de una clase media blanca estadounidense que ha vivido la desindustrialización tradicional y dispone ahora de menores ingresos que antes. La proliferación de nacionalismos y populismos en toda la geografía planetaria que cuestionan el viejo modelo capitalista y la expansión de la ola global.
Tal vez más importante aún, en este plano, es la caída importante en el volumen y frecuencia de fondos financieros que atraviesan las fronteras nacionales. La tremenda crisis financiera mundial que comenzó hace una década ha dejado cicatrices dolorosas. Durante 2007, los capitales que se trasladaron de un mercado a otro, fueron tres veces el tamaño de los que lo hicieron en 2016. Bancos, financistas e inversores siguen el mismo patrón de conducta. El capital que se mueve se traduce en inversiones de largo plazo, para expandir capacidad industrial o controlar marcas valiosas en mercados promisorios.
Con el clima actual, lo que más puede sufrir en lo inmediato es el comercio de bienes y productos. Ese es el verdadero temor cuando se habla de retroceso en la globalización. Porque lo cierto es que después de los excesos financieros de la década pasada, ahora el sistema financiero global es más resistente.
Sin duda, la primera señal es que préstamos a otros países es la primera manifestación del vuelo de capitales de un país en crisis. En cambio, los capitales que se mueven hoy de un país a otro lo hacen bajo la forma de inversión extranjera directa, compromisos de largo plazo que se perciben como productivos.
Política y economía
Crisis del capitalismo y la angustia por el futuro
Cuatro libros recientes arrojan luz sobre la permanente tensión que ha habido siempre en el mundo entre los imperativos del mercado y los deseos de la gente. Juntos, ofrecen una fotografía completa: de dónde vino, qué fue lo que salió mal y hacia dónde podría ir en un mundo con estándar de vida estancado, aumento de la desigualdad y creciente contaminación.
El primero de ellos se titula Capitalism in Crisis. What Went Wrong and What Comes Next, escrito por el politólogo escocés y profesor de economía política Mark Blyth. Allí explica que desde el surgimiento de la democracia de masas, luego de la Segunda Guerra Mundial existió una tensión intrínseca entre capitalismo y política democrática; el capitalismo adjudica recursos mediante los mercados mientras que la democracia adjudica poder mediante votos.
Los economistas prefirieron siempre ver a los mercados como un ámbito que está más allá de la esfera política y ver la política como algo que obstaculiza lo que de otra forma sería un sistema que se acomoda solo. Y sin embargo, dice Blyth, la forma en que la política democrática y el capitalismo se acomodan uno al otro define el mundo de la actualidad.
El conflicto entre capitalismo y democracia moldeó nuestro mundo político y económico contemporáneo. En las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial la democracia fijó las reglas, dominando a los mercados con el establecimiento de leyes laborales protectoras, regulaciones financieras restrictivas y amplios sistemas de bienestar. Pero en los años 70 un capitalismo globalizado y desregulado, liberado de fronteras nacionales comenzó a cobrar fuerza. Hoy son los mercados de capitales y los capitalistas los que fijan las reglas que los Gobiernos democráticos deben seguir.
Pero ese dominio del capital provocó una reacción en contra. Cuando creció la desigualdad y se estancaron los salarios de la gente –mientras los Gobiernos rescataban a las instituciones ricas a la primera señal de problemas– los pueblos se mostraron menos dispuestos a aceptar los costos del ajuste. Cita al historiador húngaro Karl Polanyi para decir que un “doble movimiento” se produce cuando quienes se sienten victimizados por los mercados reclaman al estado que los proteja. El surgimiento de Bernie Sanders y Donald Trump en Estados Unidos y el fortalecimiento de los partidos populistas en Europa son productos de esa reacción.
En The Rise of Capitalism el historiador alemán Jürgen Kocka brinda una concisa historia del capitalismo desde sus orígenes en el medioevo hasta la crisis financiera de 2008 y después. Desde la incipiente actividad comercial en el mundo árabe, China y Europa hasta la industrialización de los siglos 19 y 20 y el capitalismo financiero actual, Kocka explica el capitalismo con sus logros y sus costos, crisis y fracasos.
Pone el surgimiento de las economías capitalistas en contexto social, político y cultural y muestra cómo los problemas actuales y el futuro están ligados a una larga historia. Explica que la expansión capitalista se debió al colonialismo, que la industrialización trajo innovación, crecimiento y prosperidad sin precedentes pero también mucha desigualdad; y explica también cómo fue que la gestión, financiación y globalización más tarde cambiaron la faz del capitalismo.
Consecuencias de un matrimonio
El sociólogo alemán Wolfgang Streeck, en su libro Buying Time, ve los problemas actuales del capitalismo como una consecuencia directa del matrimonio que se produjo en la posguerra entre capitalismo y democracia.
Cita al economista polaco Michal Kalecki, quien publicó un artículo en 1943 que preanunciaba el desastre económico de los años 70. Kalecki decía que si alguna vez el pleno empleo se convertía en la norma, los trabajadores podrían moverse libremente de trabajo en trabajo. Eso debilitaría las relaciones de autoridad en las empresas y elevaría los salarios aunque no aumentase la productividad porque los trabajadores tendrían más poder para exigir mejores salarios.
Las empresas tendrían entonces que subir los precios, creando una espiral inflacionaria que afectaría las ganancias y bajaría los salarios reales. Todo eso generaría inquietud en los trabajadores. Para recuperar las ganancias, los capitalistas se rebelarían contra el sistema que promovía el pleno empleo y buscarían crear un régimen en el cual la disciplina del mercado con foco en la estabilidad de los precios más que en el pleno empleo. El Estado de bienestar se reduciría y se restauraría la disciplina que brinda el desempleo.
Esas predicciones demostraron ser sorprendentemente certeras. Todo eso ocurrió en los años 70. Diversas organizaciones obligaron a los Gobiernos a reducir impuestos, especialmente a los que más ganaban. Pero reducir impuestos en años recesivos como los de los 80 significó caída de ganancias, mayores déficits y suba de tasas de interés.
Los Gobiernos conservadores, especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos, doblegaron a los gremios y redujeron el rol del estado mientras desmantelaban las regulaciones que habían mantenido a raya los excesos de las finanzas desde los años 40.
El sector financiero creció sin control y a medida que se expandía, los inversores buscaron activos seguros que brindaban buenos retornos: la deuda de los países desarrollados. Eso permitió a los Gobiernos contener sus déficits y gastar más sin aumentar los impuestos.
En esa era neoliberal los gobiernos dependieron no de los impuestos sino de la deuda.
Esa transformación tuvo profundas consecuencias políticas. El aumento de la deuda estatal permitió a los capitalistas transnacionales ignorar las preferencias de los ciudadanos nacionales en todas partes: los inversores que compraban bonos de la deuda ejercían poder de veto sobre las políticas que no aprobaban exigiendo mayores tasas de interés cuando cambiaban deuda vieja por deuda nueva.
En los casos más extremos, los inversores pueden usar a la justicia para anular la capacidad de los estados de incumplir con el pago de la deuda, como ocurrió recientemente en la Argentina, o pueden clausurar el sistema de pagos de un país si ese país vota contra los intereses de los acreedores como pasó en Grecia en 2015.
Ese giro de impuestos a deuda, al principio dio aire al capitalismo: restauró ganancias, destruyó la capacidad de los trabajadores para exigir aumentos, contuvo la inflación al punto de deflación y hasta pareció brindar prosperidad para todos. Pero en 2008 la crisis financiera destruyó esa ilusión.
Los Gobiernos rescataron a los bancos y transfirieron los costos al presupuesto. La deuda pública explotó cuando los gobiernos salvaron a los ricos y las medidas de austeridad, que procuraban reducir esa nueva deuda, agravaron las pérdidas de la mayoría de los ciudadanos. El capital sigue dominando a la democracia.
Condición terminal
Para el periodista británico Paul Mason la condición actual del capitalismo es terminal. En Postcapitalism, dice que el capitalismo es un sistema adaptable y complejo que ha alcanzado los límites a su capacidad de adaptación. Las raíces de su fin están en la década de los años 80, cuando el capitalismo fue relevado por el neoliberalismo. Para explicar por qué el capitalismo está “quebrado”, Mason recurre al trabajo de Nikolai Kondratieff, un economista soviético asesinado por Stalin en 1938.
Según Kondratieff, el capitalismo sube y baja en ciclos de 50 años. En la base de un ciclo, las viejas tecnologías y los viejos modelos de negocios dejan de funcionar.
Como respuesta, los emprendedores presentan nuevas tecnologías para abrir mercados inexplorados y comienza un nuevo ciclo ascendente. Para Mason el primer ciclo va de 1790 a 1848, cuando los emprendedores británicos usaron la energía del vapor para alimentar sus fábricas y terminó con la depresión de la década de 1820.
El segundo ciclo va de 1848 a mediados de la década de 1890 con la difusión de los ferrocarriles, el telégrafo y la navegación que impulsaron el crecimiento hasta la depresión de 1870. En las décadas que siguieron ganaron impulso los movimientos obreros en todo el mundo y el capital respondió con más concentración.
La electricidad y la producción masiva lideraron el tercer ciclo que terminó con la Gran Depresión y la destrucción masiva de capital de la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra comenzó el cuarto ciclo con innovaciones en electrónica y sintéticos, mejoras en la organización de la producción y la victoria relativa del trabajo sobre el capital en las instituciones del Estado de bienestar. Ese ciclo tuvo su pico a mediados de los años 70 pero esta vez no hubo una gran depresión. El cuarto ciclo se detuvo.
El fin del capitalismo
El argumento de Mason para explicar por qué no llegó una gran depresión durante los últimos 40 años es en parte sorprendente. Se retrotrae a Marx y Kalecki y enfatiza que el neoliberalismo logró impedir que las ganancias cayeran, con más eficacia que cualquier sistema económico anterior. Mason toma de Marx y Kalecki la idea que las ganancias promedio en cualquier mercado caerán debido a la competencia y a la ola de capital hacia un nuevo mercado, que reduce los retornos sobre la inversión.
Como resultado, los capitalistas siempre van a tratar de reemplazar el trabajo con máquinas para proteger sus ganancias. Cuando un ciclo finaliza, y las ganancias se reducen, los capitalistas harán todo lo que pueden para aumentar su parte de ganancias a expensas del trabajo: obligarán a los obreros a trabajar intensivamente y acelerarán los intentos de reemplazar trabajadores por máquinas.
En el pasado, esos intentos por restaurar ganancias anulando el trabajo fracasaron. En las primeras tres olas, de un modo u otro, los trabajadores lograron resistir. Pero con el neoliberalismo los capitalistas lograron exprimir al trabajo de una manera totalmente nueva.
La globalización destruyó la capacidad de resistir de los trabajadores, porque si lo hacían el capital, y los empleos, se iban fácilmente a otro lugar. Eso explica que el número de huelgas haya disminuido tan marcadamente en todo el mundo. Mason dice: “El cuarto ciclo fue prolongado, distorsionado y finalmente quebrado por factores que no habían ocurrido nunca en la historia del capitalismo: la derrota? del trabajo organizado, el surgimiento de la tecnología de la información y el descubrimiento de que una vez que existe una superpotencia indiscutida, puede crear dinero de la nada durante mucho tiempo”.
Sin embargo, Mason cree que estos factores solo han demorado el inevitable colapso del capitalismo. Cree que la tecnología de la información lo destruirá desde adentro.
Los bienes digitales crearán un problema real para los mercados. La gente puede copiar libremente bienes digitales: no tienen costos marginales ni rivales en consumo.
Cuando una persona baja un archivo de música o un código de Internet, por ejemplo, no está impidiendo que cualquier otra persona haga lo mismo. Entonces la única forma que tienen las empresas de mantener sus ganancias es forzando el monopolio de los derechos de propiedad. Recuerda el caso de Apple y Samsung demandándose mutuamente por el derecho a las ganancias de patentes o la necesidad de que los grandes laboratorios farmacéuticos mantengan prohibitivos el precio de los medicamentos.
¿Qué viene después?
Mason dice en un capítulo lo que muchos evitan decir; que la idea del capitalismo en su forma actual va a matar a todos. Muchas veces se anunció el apocalipsis y el apocalipsis nunca ocurrió. Pero esta vez puede ser diferente. El cambio climático tiene al mundo en problemas. Aunque todos los países implementen sus planes de reducción de carbono las emisiones subirán 20% para 2035. El mundo no puede quemar 60 a 80% de las reservas conocidas de combustibles sin provocar un calentamiento catastrófico. Con el capitalismo, eso es exactamente lo que el mundo va a hacer.
Si a esto se le agrega envejecimiento de la población en el mundo desarrollado con lo que eso significa en gasto jubilatorio y un mundo en desarrollo afectado por el clima y jóvenes que no tienen dónde ir no sorprende que la OCDE vaticine estancamiento del crecimiento para los próximos 50 años y 40% de aumento de la desigualdad en los países ricos. A pesar de todo eso, Mason rescata un elemento del capitalismo: su gran potencial de adaptación.
¿Reformas al capitalismo?
Crecimiento sustentable, ahora en la encrucijada
Un enfoque no explorado del Brexit es verlo como lo que pasa en viejos países industrializados donde disminuyen los asalariados, crece el impacto de la tecnología y aumenta el porcentaje de personas mayores sin buenos ingresos. Comprobación que debería impulsar un plan de reformas al capitalismo que logre una economía que crezca de modo sostenible.
El historiador británico Eric Hobsbawm publicó en 1994 su Historia del siglo XX –el siglo corto, como él lo llamaba porque había comenzado en 1914 con la Primera Guerra Mundial, y terminado en 1989, con el colapso de la Unión Soviética–.
Decía Hobsbawm que la versión antagónica a la soviética también estaba en quiebra: “La fe teológica en una economía que asignaba totalmente los recursos a través de un mercado sin restricciones, en una situación de competencia ilimitada; un estado de cosas que se creía que no solo producía el máximo de bienes y servicios, sino también el máximo de felicidad y el único tipo de sociedad que merecía el calificativo de libre”.
Sus críticos reaccionaron de inmediato: “revancha del viejo marxista”, sostuvieron aludiendo al pensamiento político del historiador.
Más de 20 años después, el capítulo final de ese libro, titulado El fin del milenio, tiene resonancias proféticas que hubiera sido bueno advertir antes.
El libro señalaba dos problemas centrales: el demográfico y el ecológico. Era esencial determinar cómo se alimentaría a una población mundial 10 años mayor en número, en apenas 50 años. Decía el historiador: los países ricos se enfrentarán a la opción de permitir la inmigración en masa, algo que advertía que produciría problemas políticos internos (¿suena familiar?), o rodearse de barricadas inútiles para protegerse de inmigrantes a los que necesitan.
En cuanto a los problemas ecológicos los percibía como cruciales a largo plazo, pero no tan explosivos en el corto. Si el indicador de crecimiento económico se mantuviera indefinidamente en los niveles de la segunda mitad del siglo pasado, tendría “consecuencias irreversibles y catastróficas para el entorno natural del planeta”.
Lo que obligaría, concluía, a tener una política ecológica radical y realista a la vez.
Todo lo que refuerza el concepto de “economía sostenible” que se viene abriendo camino.
Mientras tanto el incesante avance tecnológico ha continuado desplazando y transformando empleos; la globalización trasladó las industrias del centro a la periferia, buscando menores costos; y debilitó los mecanismos estatales para gestionar las consecuencias sociales de los nuevos procesos económicos.
No solo hubo una enorme transferencia de industrias buscando trabajadores baratos, desde los países ricos a los más pobres. También ocurrió lo mismo en el interior de cada país rico. Y esta es una buena explicación para entender la reacción de los votantes británicos a la hora de seguir o no en la Unión Europea.
Hasta ahora, no había ninguna amenaza creíble que impulsara al capitalismo y a sus principales actores, a buscar reformas rápidas y eficientes. En cierta medida, el Brexit o abandono británico de la Unión Europea, puede compararse con la caída de la Unión Soviética. No importa solamente lo que pase con el Reino Unido. Más grave todavía sería la fractura y desintegración del viejo proyecto de unidad continental.
Las organizaciones supranacionales debilitaron la noción del Estado Nación, pero también lo hicieron las fuerzas internas con movimientos autonómicos, como Escocia en Gran Bretaña o Cataluña en España.
Lo que ahora se advierte con claridad es mucha gente no está de acuerdo con la globalización porque no percibe su utilidad o conveniencia en su vida cotidiana. Están asustados por lo que advierten como un cúmulo de amenazas, y sobre todo, están enojados. Lo que se nota a la hora de votar.
Con transparencia han dicho que votan contra las élites dirigentes, gobernantes, teóricos, empresarios y en especial bancos que los someten –así lo expresan– a una vida peor a la prometida. Para liberarse hay que rescatar el poder entregado a estas élites.
Aunque sea para caer en manos de una nueva burocracia. Aquí es donde se ve con gravedad lo que está en juego en este momento de la historia.
El sector privado, en la delantera
Son las empresas, según sostienen autores y consultores, quienes deben asumir el liderazgo en una de las batallas más concretas que se han planteado en materia de protección ambiental.
No es una opinión unánime. Muchos críticos sostienen que no es una buena estrategia poner al zorro al frente de un gallinero. Lo que están diciendo –y hay una cuota de razón que no se puede omitir– es que la historia muestra los desaguisados y descuidos de las empresas en materia ambiental. Hay que hacer mucho y pronto, para modificar esta memoria.
Es cierto que por primera vez los Estados se han sumado con tono enfático a metas como detener o revertir el deterioro climático y combatir el efecto de los “gases invernadero”. Pero todavía hay mucho trecho del dicho al hecho. Y los tiempos se acortan. Importantes naciones en proceso de industrialización adhieren a las metas de modo estentóreo pero hacen poco por cumplirlas. Primero quieren obtener el grado de desarrollo que exhiben los ya industrializados. Hasta ese momento, las preocupaciones conservacionistas serán manifiestos de buenas intenciones.
En un nuevo libro firmado por John Elkington (que hace 20 años habló por primera vez de The triple bottom line, o resultados financieros, más informe de lo que se hace en responsabilidad social, más la defensa del ambiente) y por Jochen Zeitz (implementó el primer informe de este tipo), los autores concluyen que si se pretende contar con una economía sustentable, los empresarios deben asumir el liderazgo.
El nuevo libro (The Breakthrough Challenge: 10 Ways to Connect Today’s Profits with Tomorrow’s Bottom Line) sostiene que el ataque creciente a la globalización, el mayor poder de las empresas multinacionales y la incidencia de una recesión generalizada tornan más difícil la acción de los Gobiernos.
El planteo tiene su lógica. Si hay catástrofes naturales y deterioro del ambiente, si la gente no tiene empleo y por tanto no tiene ingresos, y si el sistema financiero colapsa, peligran las utilidades de las empresas. Al menos, las empresas deberán intentar una economía sustentable no por filantropía, sino en la búsqueda de su propio interés.
Sin embargo, en ningún momento subestiman los autores el esfuerzo a realizar.
Las tareas pendientes incluyen: impulsar nuevas estructuras como las empresas B (que reinvierten todos sus beneficios en el crecimiento de la firma); principios contables sólidos y verdaderos; cálculo real de los verdaderos retornos; perseguir beneficios en el plano humano, social y del planeta; eliminación de subsidios o incentivos con efectos destructivos; plena trasparencia; cambiar el modo en que se educa a los líderes empresariales del futuro; y eliminar el corto plazo. Esos son los requisitos a cumplir.
Transparencia radical
El uso generalizado de social media y de data analytics hace que sea cada vez más fácil seguir y observar el comportamiento de una empresa. Muchos individuos declaran que basan sus decisiones de compra en esta información que recolectan.
Es lo que se ha dado en llamar “transparencia radical”, según la expresión que en su momento acuñó Allen Hammond, jefe de la Oficina de Información del World Resources Institute.
La información obtenida en Internet, sostiene Hammond, permitirá a los ambientalistas demandar mayores estándares éticos por parte de las empresas. Pero todo indica que el gran cambio no es la nueva herramienta de la que disponen los activistas para ejercer mayor presión. Es especialmente efectiva entre los clientes y compradores, sobre todo los que generacionalmente forman parte de los “milennials” (nacidos entre 1980 y 2000).
La expectativa de los consumidores es que las marcas sean totalmente transparentes en sus prácticas comerciales. Como las marcas hacen uso intenso de social media, permiten que un potencial cliente se haga “amigo” de la marca. Y la expectativa es que la marca se comporte como “una amiga”.
Este nuevo concepto de la “transparencia radical” donde todos saben todo lo que hacen todos, tiene una dificultad: todavía hay muchas empresas que no están preparadas para hacer los cambios que esta nueva situación exige.
Las empresas que prefieran ganar confianza entre sus clientes tienen que aceptar y facilitar el escrutinio público. Es algo más que mejorar las prácticas habituales. Es mostrar, sin tapujos, lo que ocurre dentro de la empresa.
Ética y crecimiento
Lentamente, es cierto, la economía global comienza a recuperarse y a mejorar, en algunas áreas geográficas de modo más claro que en otras. Durante la recesión, la instancia válida fue sobrevivir. Ahora, la atención se concentra en el crecimiento, un motor moldeado por fuerzas externas con capacidad de transformar la sociedad y los negocios.
El nuevo escenario se define por obra de cinco tendencias globales: avances tecnológicos; cambios en la demografía; ciclos económicos globales, urbanización; y escasez de recursos y el cambio climático.
El impacto que pueden tener estas tendencias está cambiando de modo drástico las expectativas que la sociedad tiene sobre el mundo de los negocios.
Cuando una empresa funciona de modo coherente con estas tendencias, adquiere confiabilidad, que es la base de toda relación, y de toda transacción en cualquier mercado. Es cómo se adquiere la famosa “licencia para operar”.
El corto plazo, por tentador que pueda resultar, no funciona. No hay más remedio que volver al principio. Todo líder empresarial debe concentrarse en el triple bottom line. Tener en claro cómo la manera de hacer negocios incide sobre el nivel de utilidades, sobre la comunidad en la que se está inserta, y el efecto sobre el ambiente y el planeta.
A pesar de que en los últimos años “hay encuestas reveladoras” y aumentó de modo sostenido la fe y la confianza que el gran público tiene sobre las empresas, muchos directivos del sector siguen empeñados en reducir lo que perciben como la brecha de la verdad.
Una nube ominosa
La economía global: dos visiones opuestas
Nunca tan acertado aquel viejo adagio –”cada uno habla de la feria según cómo le va en ella”– para explicar la diversidad de opiniones –controvertidas– sobre la marcha de la economía mundial, y una visión amenazante u optimista del futuro global.
Warren Buffett
Por ejemplo, en una reciente encuesta mundial de PwC, 70% de los CEO sostiene que la nube amenazante sobre la economía no se disuelve ni se aleja. Con suerte, dicen, durante estos doce meses estaremos igual que el año anterior. El FMI, a comienzos del año, recortó su pronóstico de crecimiento global en 0,2% para 2017 y para el actual 2018 (3,4 y 3,6%, respectivamente). Ni siquiera se percibió el inveterado optimismo del Foro de Davos, dedicado más a debatir sobre los alcances de la futura “cuarta revolución industrial”.
Esta visión oscura está respaldada en la caída de los mercados de productos básicos –el petróleo en especial–, los colapsos bursátiles registrados, las dudas sobre la capacidad de la economía china para cambiar de una economía centrada en las exportaciones a otra basada en el consumo interno.
Además, EE.UU. crece con timidez, Europa sigue en recesión y enfrentando el complejo problema de los refugiados a la vez, mientras que el BRICS (el pelotón exitoso de los emergentes) ha diluido su protagonismo entre crisis, devaluaciones y recesión.
En cuanto al cambio de paradigma industrial que suponen las vertiginosas modificaciones impuestas por la tecnología, según el Banco Mundial y la OCDE afectarán más a las economías emergentes que a las desarrolladas. La introducción masiva de robots amenaza 57% de los empleos en las grandes economías, pero 69% en India, y 77% en China.
Distinto destino
Esta es una manera de ver las cosas. Pero hay otros enfoques. Warren Buffett, el millonario inversor que acierta la más de las veces, pronostica que el estado de la economía estadounidense es bueno, y que sería ridículo apostar en su contra. Lo que sí reconoce, es que la percepción de la gente es que hay un destino divergente para las empresas y para los individuos. A las primeras les va muy bien, a los segundos, muy mal.
Dicho de otro modo, las ganancias de las empresas, como porcentaje del PBI, están en su punto más alto. Pero los salarios siguen estancados y si bien se ha detenido el alza del desempleo, la gente tiene miedo por su futuro en los próximos años y por el destino que aguarda a sus hijos.
Tal vez esta es la explicación del respaldo que resultó indetenible a la candidatura de un personaje grotesco como Donald Trump, para sorpresa y pavor de su propio partido Republicano. Ello también puede explicar por qué latinos y negros vapuleados por el millonario, lo votaron o acompañaron al “socialista” (una palabra impronunciable en Estados Unidos hasta hace poco) que enfrentó a Hillary Clinton por el partido Demócrata. Igual que las clases blanca medias y bajas. La culpa es de la globalización que hace ganar millones a las empresas en todo el mundo –dinero que queda afuera, dicen– y perder empleos dentro de Estados Unidos.
Dicho de otro modo, mercados cambiantes, disrupción tecnológica y globalización es muy bueno para las empresas, pero no para la gente. Un fenómeno político que explica el creciente autoritarismo que acepta Estados Unidos y también Europa.
No es para tomarlo a la ligera. Dos tercios de los estadounidenses comparten esta visión de lo que ocurre en su país. Y la indignación crece. A nadie le importó demasiado el Tratado Transpacífico firmado con los países ribereños del Océano Pacífico. Son noticia las escandalosas ganancias que se obtienen en Wall Street.
Curiosamente, los expertos sostienen que la vida de las empresas es más fácil dentro de la Unión –debido a la falta real de competencia– que en el exterior.
Pero hay otra visión que, nuevamente, contradice estas afirmaciones.
Fin de la era de grandes ganancias
Según una investigación de McKinsey Global, una era de 30 años de crecimiento ininterrumpido de ganancias por partes de las empresas, parece estar llegando a su fin.
La competencia global es cada vez más intensa a medida que las compañías se hacen globales y que la tecnología –y las firmas que facilitan la tecnología– avanzan con vertiginosa velocidad sobre nuevos sectores de la economía.
La estimación es que el actual nivel total de ganancias empresariales que ahora está en 10% del producto bruto mundial, puede reducirse a menos de 8% para una fecha tan cercana como 2025. Es decir, se perdería en una década el nivel de todas las ganancias obtenidas durante los últimos 30 años.
Hay una comparación fácil. Entre 1980 y 2013 crecieron enormemente los mercados mundiales, mientras que, simultáneamente, bajaban los costos impositivos, el costo de los préstamos financieros, los costos salariales, el de los equipos y el de la tecnología. Las ganancias totales de las empresas más grandes del mundo eran de US$ 2 billones (millones de millones) en 1980, y pasaron a US$ 7,2 billones en 2013, con lo que las utilidades pasaron de ser 7,6% del producto bruto mundial a 10%.
Todavía hoy, las grandes firmas de las economías más avanzadas del planeta obtienen dos tercios del total de utilidades, lo que las convierte en las más rentables. Las multinacionales se beneficiaron de mayor consumo e inversión industrial, la disponibilidad de mano de obra barata (entonces en China) y de la globalización de las cadenas de aprovisionamiento.
Pero las señales de cambio en el ambiente y en la propia naturaleza de la competición global, son abundantes y elocuentes. Si bien los ingresos globales pueden aumentar 40% para 2025, el nivel de ganancias se está erosionando. Lo que puede implicar que el total de las ganancias corporativas mundiales caigan del 5 al 1%, exactamente igual a como era en 1980, antes del boom.
Es que ahora hay nuevos actores. De un lado, grandes compañías originadas en las economías emergentes. Después de alcanzar tamaño gigantesco en sus mercados locales, comenzaron la expansión por el resto del planeta. Del otro, high tech firmas que están introduciendo nuevos modelos de negocios de crecimiento explosivo y que decretan la muerte de otras empresas tradicionales.
Hay un desplazamiento desde la industria pesada, a sectores centrados en ciencia y tecnología, marcas, algoritmos y software.
El negocio financiero, medios digitales, productos de IT, empresas farmacéuticas y de biociencias. Los nuevos competidores vienen en bandadas, y son cada vez más numerosos y poderosos, porque además obtienen altos márgenes de rentabilidad.
¿Cómo salvar esta grieta? ¿Cómo se concilian ambas visiones?