El excelente economista y ensayista Aldo Ferrer tiene dos virtudes que, con certeza, todos los periodistas le envidian. En primer lugar, un pensamiento original. Pero además –y sobre todo– una extraordinaria capacidad como “titulero”, en el arte de poner títulos. Sin embargo a esa misma habilidad debe parte de su incomodidad en los últimos tiempos.
Desde hace 30 años, su obra Vivir con lo nuestro se convirtió en un clásico con una extraordinaria repercusión. Tanto que se llegó a la simplificación, y la mayoría de los que usan el concepto –sea a favor, sea en contra– no lo han leído (al menos no lo suficiente). En la mente de muchos comentaristas y opinadores, el título rotundo refiere exclusivamente a una especie de mito autárquico.
El mismo Ferrer, resignado, advierte: “Es la política que se aplica en China, Corea y otros países asiáticos que tuvieron un extraordinario proceso de transformación. Están siguiendo políticas de vivir con lo suyo, que no implica estar aislados del mundo. Sí parados en su interior, con los propios recursos y defendiendo el interés nacional y la soberanía.”
En todo caso, el vigor del concepto no es casual. Sirve para explicar y reavivar un debate que lleva más de siglo y medio, y que cuando parece agotado o resuelto, se reaviva debido a procesos y acontecimientos económicos en los que es pródigo nuestro país. La discusión, en todo caso, tiene dos dimensiones: económica e ideológica.
En ambas vertientes intenta profundizar esta edición de Mercado, que despliega su investigación sobre el tema a partir de la página 42, con testimonios y opiniones relevantes.
Una de las metas fue tratar de identificar qué significa el costo de la autarquía, y lo que implica para la productividad y la innovación, y todo lo que deja afuera. Alude también a quiénes favorece un modelo de plantas ensambladoras en Río Grande cuando se debate en torno a un proyecto industrial para el país.
El análisis pasa también sobre qué supone como modelo de desarrollo, cuando simultáneamente todos nuestros vecinos firman más tratados de integración comercial con el mundo.
Como lo dice el mismo Ferrer (ver a partir de página 44), “el problema real está de fronteras para adentro: la inflación, la fuga de capitales, la forma en que se recupere la economía, cómo se resuelve la escasez de dólares. Con o sin los buitres, estos problemas internos siguen siendo los mismos”.
Sería interesante intentar ponerle un número a los puntos de crecimiento de PBI que resignamos en los últimos 10 años por no haber sido destino de inversiones, como la mayoría de los países vecinos. Basta ver el contraste con el desempeño de Colombia, Chile o Perú.
Hay un buen ejemplo. El déficit de la balanza comercial de la industria automotriz está en el orden de US$ 7.000 millones. El país está orgulloso de esta industria, pero por cada dólar que exporta, importa dos o tres. Una situación insostenible si no se logra mejor desempeño de la industria de partes que también requiere insumos críticos.
Desarrollar una industria nacional –y en esto tenemos una larga experiencia de más de seis décadas– no es solamente contar con plantas de ensamblaje en Tierra del Fuego. Y profundizar esta idea de vivir con lo nuestro también representa muchos más controles cambiarios que los que ya tenemos. Aunque, finalmente, la pregunta sería la misma: ¿de dónde saldrían los dólares?
Lo que torna irrelevante esta discusión en términos tan primarios es la revolución que está transformando al mundo delante de nuestra vista, sin que muchos lo adviertan. Hay de verdad una nueva revolución industrial –más radical en muchos aspectos que la ocurrida en la Inglaterra del siglo 18– que permite una producción personalizada para satisfacer a un consumidor ultra-exigente y a la vez atender las exigencias de la producción masiva a escala global (ver edición 1155 de Mercado de mayo pasado, página 14, “De revolución de los recursos a la nueva revolución industrial”).
El resultado de esta revolución –que todavía no percibimos localmente– es una caída vertical de los costos industriales, con mucho menor costo laboral, y con un extraordinario incremento de la productividad de todos los factores.
La dimensión ideológica
Por otro lado, tenemos el costado político/ideológico del asunto. El “vivir con lo nuestro” es probablemente hacer de una necesidad, una virtud. Venimos desde hace rato negados a, u omitidos en la IED (inversión extranjera directa) en la región, y desde ahora esto se va a poner peor. Pero es una necesidad que encuentra eco en una ficción populista de “la Argentina país rico y siempre saqueado”. Hay algo en la Argentina que hace que esa idea prenda. Políticamente es también negar la globalización o interdependencia y volver tal vez a pensar como en la “Década Infame”. Y sin embargo vivimos sobre la base de exportaciones que representan 15% del producto bruto interno y que financian al Estado y a sus sistemas de transferencias/subsidios.
Además, probablemente “vivir con lo nuestro” represente cosas distintas en el interior bonaerense que en el catamarqueño (Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe representan algo así como 2/3 de las exportaciones totales). Tal vez el debate librecambio vs proteccionismo de 1876 nunca se cerró, a pesar de que el país que vino inmediatamente después se hizo en base a crédito externo, inversiones externas.
Tampoco se conseguirá cerrarlo en la actual circunstancia. Pero al menos queda más evidente que es un debate intranscendente. Irrelevante, fuera de su tiempo.