Los lectores tienen derecho a suponer que Mercado ha desarrollado una singular obsesión con China. No solo por la frecuencia y la extensión en espacio que le ha dedicado a este país en los últimos meses, sino también por los distintos enfoques que aborda en esta edición.
“África, un trofeo que se disputan China y Estados Unidos” (a partir de la página 32, esta vez) analiza la curiosa situación donde el continente negro, con sus ilimitadas promesas económicas, es un premio que se disputan la superpotencia tradicional y la emergente. O tal vez sería más preciso decir que es un coto de caza donde Beijing lleva ventaja y ha comenzado a disputarle protagonismo a Washington. Una puja ostensible en esa región, pero no así en América latina.
En “el patio trasero” se vive otra realidad. Como lo revela el artículo que se despliega a partir de la página 36, “Estrategia de China y ausencia de EE.UU. en América latina”, hay una curiosa indiferencia de Washington y un avance incesante de Beijing en varios frentes. Si la idea era sacarse del encima al imperialismo y sus prácticas, Gran Bretaña y –tal vez– Estados Unidos son historia. Los que nos compran productos básicos y nos venden manufacturas son ahora los chinos.
La gran pregunta que subsiste es: ¿Por qué Estados Unidos –acaba de finalizar la cumbre africana– compite con China por la hegemonía en África y no parece tener interés en América latina donde la potencia asiática avanza también raudamente?
Si algo quedaba para completar el cuadro, baste ahora observar a Japón –esa potencia comercial que durmió durante más de dos décadas– y que teme quedar fuera del mapa. Como se refleja en “Japón se acordó de América latina” (página 132 de esta edición), alude a lo que ya parece una moda (y todavía no hemos hablado de Rusia). Para empezar, parte del programa económico de la “Abenomía” (por el primer ministro Shinzo Abe) es incentivar la cooperación económica con América latina y el Caribe. Una zona donde rivaliza no solamente con EE.UU., sino también con China.
En cuanto a la mención a Japón es oportuna. Hace tres décadas, Tokio parecía encaminarse a convertirse en primera potencia comercial y a disputar el rol hegemónico con Washington. Contra todos los pronósticos triunfantes de aquel momento, entró entonces en un profundo cono de sombras bajo el cual sigue hasta el presente. Algo parecido ocurrió con el colapso de la Unión Soviética en 1991, con lo que pareció terminarse anticipadamente el siglo 20.
No necesariamente ocurrirá lo mismo con China, pero más vale ser prudente ante tanto pronóstico triunfalista y definitivo.
Todo en perspectiva
Cuando se analiza el rol y las macrotendencias que involucran a China, es necesario poner todos los datos en perspectiva. Sin duda el gigante asiático es un enorme poder con alta tasa de crecimiento, un gigante comparado incluso con sus colegas del BRICS, como India, Rusia y Brasil. Pero también compara bien contra otros líderes económicos establecidos, como Alemania, Francia, Gran Bretaña.
Hay algunas categorías en las que ha superado ya a Estados Unidos. Sin duda, en la carrera global es el segundo indiscutible.
La mayor población del mundo está en China, la mayor superficie territorial para un estado, la mayor cantidad de reservas en divisas acumuladas en cualquier lugar del mundo, y es la segunda potencia militar en presupuesto –la primera en número de efectivos–.
Pero aún con lo impresionante de estos datos no se llega en forma automática al estatus de superpotencia y menos de una hegemónica. Una verdadera potencia es aquella capaz de influir efectivamente en las acciones de otros países y en el sentido y dirección que ella quiere. Bajo ese parámetro, todavía no califica bien China. No puede decirse que está moldeando tendencias globales o fijando procedimientos estándares que siguen otros países. Beijing es la cabeza de una nueva potencia que prefiere la pasividad y la cautela. Nadie podrá saber qué piensa de la crisis entre Rusia y Ucrania, o cómo se despeja el enfrentamiento en Siria.
Los que se bandean hacia el otro lado y algunos recalcitrantes nostálgicos del poder imperial estadounidense aseguran que solo estamos frente a un tigre de papel.
Lo que sí es cierto –buscando equilibrar posiciones extremas– es que si bien China está altamente integrada a la comunidad internacional (relaciones con 175 países) y es miembro del Consejo Permanente de las Naciones Unidas, también lo es que no lidera ni define el rumbo de la diplomacia internacional. La única excepción a esta pasividad es cuando están en juego crisis que afectan a Taiwán, Tibet, el mar circundante, reclamos territoriales o la vieja cuestión de los derechos humanos.
Lo que no debe entenderse necesariamente como una sensación de inseguridad. La idea de Gobierno global o de alianzas muy extensas, le parecen a China estrategias de Estados Unidos en su propio favor, y probablemente tengan mucho de razón en esta intuición. Beijing se resiste a ser involucrada en cuestiones globales o multilaterales.
El foco puesto en los negocios
La esencia de su diplomacia, en todo caso, tiene puesto el foco en los negocios, como lo demuestra la usual composición de las comitivas que acompañan al exterior al Presidente o al Primer Ministro. Enfoque que, como lo están comenzando a percibir los chinos, tiene grandes ventajas, pero también inconvenientes impensados.
Incluso en el plano militar, después de tres décadas sin guerras, sería necesario testear la fortaleza de su poder, que hoy por hoy intenta concentrarse y proyectarse en el mar del Sur de China, donde su presencia es resentida por varios actores. Lo que explica la vitalidad de la Alianza Transpacífica que alienta Estados Unidos con la intención de taponar a China.
Es cierto que el presupuesto militar chino es de US$ 132.000 millones (el segundo en el mundo) y su potencial es muy apto para defender el territorio propio e incluso para tener presencia activa en el sudeste asiático. Pero no, en cambio, para ostentar presencia efectiva global.
Lo más llamativo de China es su soledad. No tiene aliados o regiones de influencia. Incluso después de firmar un acuerdo de suministro energético con Rusia por US$ 400.000 millones que se extenderá a lo largo de varios años, no se ha logrado esfumar el clima de duda e inquietud entre las dos naciones.
No hay individuo en el mundo que no tenga esta percepción: desde hace centenares de años China es una compleja y rica cultura que tiene mucho que aportar al resto de la humanidad. Pero sigue siendo una percepción que no se traduce en experiencias concretas. Ni su particular organización política o estatal, ni su estructura económica se convierten en ejemplos en otras latitudes. Si hay de verdad un modelo chino, no parece que sea exportable.
En lo económico, en cambio, hay otras magnitudes que analizar. Ya es el primer actor mundial en materia comercial. Exporta todo tipo de productos industriales, aunque sean pocas las marcas chinas que se recuerden en la cabeza de los consumidores. Desde hace pocos años hay sí un puñado de gigantes industriales chinos que están operando con éxito, globalmente. Dicho de otra manera, en la dimensión económica es más impresionante por las cantidades que por las calidades.
El gran cliente
En el caso de América latina, la relación con Europa es distante desde hace mucho tiempo, mientras que con Estados Unidos, los vínculos se han debilitado en toda la región, en algunos casos más que en otros. Es entonces cuando aparece China en el escenario.
La potencia asiática se ha convertido, en pocos años, en el primero o segundo cliente de economías como las de Brasil, Chile, Perú, Uruguay, Cuba y Venezuela.
En el campo financiero es prestamista de la mayoría de países del área, en especial de aquellos con dificultades con el sistema financiero global, como la Argentina, Venezuela o Cuba.
La nueva actividad china en la región coincide con una ola de Gobiernos populistas, que llegan al Gobierno a través de elecciones que han ganado limpiamente, y luego usan todos los resortes del Estado –muchas veces sin derecho o sin prolijidad– para reforzar el bienestar de viejos y nuevos votantes, intentando perpetuar a un líder o a un movimiento en el poder.
Lo que ahora se llama “capitalismo autoritario”. China no hace juicios de valor, no cuestiona estos procesos y está dispuesta en principio a hacer negocios –básicamente comprar y vender–, a prestar asistencia financiera y en casos especiales, a la realización de obras de infraestructura que conllevan inversión efectiva.