Por Alberto Tarantini (*)
Desde mediados del siglo pasado, el aumento de la expectativa de vida al nacer se apoyó en una marcada reducción de la mortalidad infantil, pero posteriormente se produjo un importante crecimiento de la expectativa de vida, más allá de los 65 años de edad.
Este fenómeno se combina con una reducción de las tasas de fertilidad, no solamente en los países desarrollados, sino también en muchos en vías de desarrollo, lo que ha dado como resultado un incremento de la proporción entre el gasto en jubilaciones y pensiones y el PBI.
Los Gobiernos han respondido a estas tendencias con diferentes medidas:
• Aumento de las contribuciones.
• Reducción de los beneficios.
• Aumento de la edad jubilatoria.
• Restricciones para el acceso temprano a la jubilación.
• Cambios de sistema, de pagos definidos a contribuciones definidas.
• Privatización del sistema.
• Favorecimiento de la inmigración de trabajadores.
El caso europeo es especialmente marcado. En la proyección 2012-2060 de la Unión Europea se señala que la “tasa de dependencia” de los adultos mayores (de edad 65+) respecto de la población de edad 15-64 se va a duplicar, pasando de 26% a 52,5%.
En Estados Unidos la tasa de fertilidad es mayor que en Europa, y la tasa de dependencia se espera que crezca pero menos que en Europa.
Tal como lo señala Cepal, y ante la creciente debilidad observada en las redes de apoyo familiar, no es exagerado aseverar que será necesario redefinir el papel que cabe desempeñar al Estado, al sector privado y a la familia.
En el mundo hay controversia sobre cómo financiar los sistemas de pensiones. En algunos países las pensiones mandatorias se fondean con ingresos con destino específico, del tipo impuestos al trabajo y otros fondos ad hoc (caso de EE.UU. y Suecia), mientras que en otros se utilizan rentas generales (Australia y Nueva Zelandia), y en otros un mix.
Chile, por ejemplo, tiene un sistema mixto de pensiones de contribución definida proveniente de cargas al trabajo y un elemento de beneficio definido financiado de rentas generales. Italia, otro sistema mixto, ha cubierto regularmente sus déficits recurriendo a rentas generales.
Los argumentos que se esgrimen a favor de incluir al menos una parte de fondeo dedicado, incluyen una mejor aislación con respecto al ciclo presupuestario anual, mayor seguridad para los trabajadores, un horizonte más largo y posiblemente más sustentabilidad política.
La inclusión de parte de financiación proveniente de rentas generales ha sido defendida hasta ahora en nombre del cuidado de la vejez en general, y en particular ante casos de carreras laborales fragmentadas, o divididas entre trabajo registrado y no registrado, o vidas laborales de corta duración.
El mayor argumento a favor de la utilización creciente de rentas generales tiene que ver con la posibilidad de que el Estado provea una cobertura adecuada y pareja, incluyendo una función de mitigación de la pobreza, y el mayor argumento en contra, con su dependencia de los vaivenes presupuestarios de corto plazo. Además, se ha argumentado contra el riesgo de que un impuesto general acabe beneficiando especialmente a los trabajadores urbanos de clase media del sector formal, provocando así un efecto regresivo.
Alberto Tarantini
El bono demográfico
A los períodos en los que la tasa total de dependencia (que incluye entre los dependientes a los niños y los jóvenes hasta los 14 años, además de los adultos mayores) disminuye, se los llama períodos de “bono demográfico”, porque el aumento de la población en edad de trabajar con respecto a la que es dependiente abre una oportunidad de dividendo económico (mayor posibilidad de ahorro con respecto a períodos anteriores, en que hay muchos niños, o posteriores, de muchos ancianos).
La Argentina tiene la suerte de encontrarse actualmente en el medio de su período de “bono demográfico”, el que se espera se extenderá hasta 2032. Esto nos da a priori un tiempo que no debemos desaprovechar como país, para diseñar, consensuar y comenzar a aplicar los ajustes necesarios en pos de una sociedad equitativa e inclusiva para la población de todas las edades y de ambos géneros.
¿Qué se puede aprender de lo hecho en los países que ya pasaron por estas etapas de envejecimiento poblacional antes que nosotros? Y en especial, ¿qué se puede aprender de los errores cometidos por ellos?
Algunos casos de búsqueda de equilibrio financiero de los sistemas previsionales requerirían retrasos de la edad jubilatoria de magnitud inadmisible. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo lograr que los adultos mayores con buena salud se mantengan en actividad y comprometidos con la sociedad? Se ha observado que la población con altos niveles de educación tiene una vida laboral más larga, o sea que la educación puede ser una de las claves.
El proceso de transición demográfica será en nuestro país mucho más rápido que lo que lo fue en Europa y Estados Unidos. No nos debe tomar por sorpresa. Será necesario articular políticas de jubilaciones y pensiones, migratoria, de salud, de educación y de mitigación del desempleo y la pobreza, a la luz de las circunstancias demográficas señaladas.
En este proceso no se debe perder de vista que tanto los sistemas basados en el reparto de recursos del presupuesto anual del Estado, como los basados en el ahorro en activos financieros, no son más que formas de organizar los derechos de la población adulta inactiva sobre el PBI futuro de un país, y que lo que más importa para resolver el problema que plantea el envejecimiento no es la acumulación financiera, sino el crecimiento de la producción nacional.
(*) Licenciado en Economía (UBA), Master of Public Administration (Harvard University, John F. Kennedy Shool of Government), ex-subsecretario de Industria de la Nación.
Nuevas (y viejas) cuestiones en la economía global
Inquietantes similitudes en la historia reciente del planeta
En estos meses de 2014, se han recordado las condiciones que dieron marco a la primera gran conflagración bélica que, a decir de Eric Hobsbawm, dio certificado de nacimiento al siglo 20. Ellas evocan, en no pocos de sus rasgos, las prevalecientes actualmente en el mundo, que ya no es eurocéntrico sino más descentralizado y expandido.
Por José Alberto Bekinschtein (*)
En lo que sigue no se hace un intento de forzar hallazgos de rasgos similares con la situación de hace 100 años. Solo se hace un repaso de ciertas cuestiones que, aun descriptas con el vocabulario de las ciencias económicas y del análisis geopolítico de este siglo, recuerdan ciertas cuestiones que los “gloriosos 60”, la guerra fría, su final abrupto y el anticipado “fin de la historia” habían subido –ahora sabemos que solo temporalmente– al desván de los tiempos.
En 2008 se abrió el baúl de las fotos y de cartas amarillentas de la Gran Depresión. Hoy es el turno de las cajas con viejas fotos olvidadas de principios del siglo 20, que vuelven escaleras abajo. Sus personajes despreocupados, aún en color sepia, con sombreros y tules las mujeres y con mostachos y uniformes los hombres, ya no nos parecen tan lejanos y hasta traslucen un vago aire familiar. Aun sin saberlo, los problemas que enfrentaban no eran tan distintos de los de un siglo después.
José Alberto Bekinschtein
Las dudas sobre el sistema
En julio de este año euroescépticos y partidos extremistas o populistas alcanzaron 25% del voto popular, sobre todo en Francia, el Reino Unido y Grecia. Al mismo tiempo la idea de que un cierto autoritarismo mercantilista podría ser alternativa a la democracia capitalista merece la atención de medios académicos y políticos, como reacción al individualismo extremo y al reconocimiento de las desigualdades que el mercado puede generar. Y la discusión acerca de la posibilidad de que la democracia no sea buena para el crecimiento económico alcanza ya no solo a las conversaciones con taxistas de derecha sino las páginas de respetables publicaciones como The Economist, que dedicó una edición al tema hace pocos meses.
Las alternativas son soluciones más o menos autoritarias, más o menos impregnadas de caracteres religiosos. El caso “exitoso” en que se piensa habitualmente es China cuyo sistema de un solo partido ha logrado multiplicar varias veces el tamaño de la economía en los últimos años, disminuir notablemente los niveles de pobreza y ubicar al país como segunda potencia mundial por tamaño de su economía. Esta visión fue resumida hace unos años por un columnista “estrella” de New York Times del siguiente modo “…la autocracia de un partido tiene por cierto sus defectos. Pero cuando es conducida por un grupo de gente razonablemente iluminado, como lo es China hoy, también puede tener grandes ventajas. Ese partido único puede precisamente imponer las políticas críticamente importantes, pero políticamente difíciles, necesarias para hacer avanzar a una sociedad en el siglo XXI” (Thomas Friedman, New York Times, 8-sept-2009)
Por su parte un proceso de reafirmación del Islam desde la revolución iraní de 1979 ha puesto en primer plano, con expresiones más o menos radicalizadas, la necesidad de recrear una civilización “moral” basada en normas religiosas como oposición al individualismo hedonista propugnado por el mercado, identificado mayormente con Occidente. Es una visión con influencia sobre un vasto territorio y sociedades que se extienden desde el Mediterráneo hasta Indonesia. Pero que no se limita solo al Islam sino a prácticamente todas las religiones, enfrentadas a lo que se ve como la expansión del materialismo y la decadencia de valores morales definidos desde la fe.
Ambos, “autoritarismo mercantil” y fundamentalismo religioso, desafían la visión occidental basada en la supremacía de la libertad individual, sostenida en principio, por el mercado en lo económico y por la democracia como organización de la polis. En 1913, también se planteaba la tensión entre el mercado, expandido como ahora a escala del mundo y la existencia Estados y fronteras que pueden obstaculizar la expansión de aquel.
Xi Jinping, presidente de China
Un juego para pocos
Las conclusiones del libro de Thomas Piketty El capital en el siglo XXI de rápida y amplísima difusión sobre todo, pero no solamente, en Estados Unidos, son leídas como una pesada sentencia. Basada en un trabajo de investigación acerca de la creciente e inevitable desigualdad en la lógica del sistema surgido sobre todo a partir de la “revolución” Reagan-Thatcher de los años 80 concluye que el sistema está “condenado” a recrear y ampliar desigualdades entre quienes viven del ingreso de su trabajo y quienes reciben rentas de su riqueza acumulada.
Las series en que esas conclusiones se basan muestran que el mundo industrializado estaría ya próximo a alcanzar los niveles de desigualdad imperantes durante la Belle Époque, previa a la Gran Guerra, un período recordado por el bienestar económico, sobre todo para las clases altas de los países industrializados de Europa y los EE.UU, que después demostró ser trágicamente transitorio.
Es cierto que el ascenso de China y de otras economías “emergentes” ha reducido la de–sigualdad entre países, pero en el marco de cada país, ella se ha incrementado en casi todo el mundo. Entre otros “culpables” se señala a la globalización. Comparable a la de fines del siglo 19 y principios del 20 en el marco del análisis sugerido por Piketty y otros, se sostiene que la mundialización (versión francesa de globalización) al haber eliminado barreras al comercio y al flujo de capitales, ha creado condiciones para que quienes ganan “toman todo”: en ese marco de reglas de juego, los actores, países, empresas más avanzados tecnológicamente, conquistan porciones de mercado en un “replay” global del último partido Alemania – Brasil.
Sobre todo, en la medida que la economía global se basa cada vez más en la creación de valor en base al conocimiento, unos pocos innovadores de procesos y generadores de marcas globales y alta tecnología, en industrias creativas, ganan desproporcionadamente más que quienes operan en actividades “tradicionales”. El resultado es una concentración de ingresos, riqueza y poder que deteriora la estabilidad sistémica, amenazada por entidades cuya influencia, limita la competencia de jugadores menores. El sistema financiero global refuerza tal concentración, prefiriendo prestar a grandes corporaciones “establecidas” antes que a empresas medianas y pequeñas.
En un reciente reportaje, Hillary Clinton, ex secretaría de Estado y posible candidata demócrata a la presidencia de EE.UU., resumía esta cuestión de la manera siguiente:
“Hemos tenido este experimento conocido como los Estados Unidos que era una diversidad de poblaciones, y la mantuvimos juntas, porque teníamos una democracia que lentamente en el tiempo incluía a todos. … Ahora, la riqueza relativa es mucho mayor [que en la Gran Depresión], pero la disparidad hace pensar a la gente que están condenados. Ya no creen más que las cosas mejorarán, por más duramente que trabajen. La gente ha perdido confianza en los otros y en el sistema político y pienso que ello es muy amenazador para la democracia”. (Entrevista en Der Spiegel 8-jul-2014).
Los recursos, cooperación o conflicto
A ello se suma la cuestión de la disponibilidad de recursos naturales, que según no pocos historiadores, fue relevante en el encadenamiento de las decisiones que llevaron a la Gran Guerra.
No parece probable que tal sea un desenlace en esa escala frente a la reaparición de una creciente escasez de recursos. Pero sí es cierto que su disponibilidad es fuente de tensiones y sospechas de todo tipo. El consumo de recursos minerales y energéticos y sobre todo de agua, y con ello la creciente preocupación por su escasez plantea desafíos para los cuales las soluciones pueden ser complementarias, pero también divergentes. Las circunstancias climáticas determinan además que algunos, hasta ahora considerados renovables, ya no lo sean tanto, por lo menos si se considera el ámbito regional o local.
La población humana extrae y utiliza actualmente 50% más de recursos naturales que en los años 80, y 60.000 millones de toneladas de materias primas por año. Pero en los países ricos se consumen hasta 10 veces más recursos naturales que en los países más pobres.
Un camino –el de la racionalidad– es la reducción de su uso a través de diseños apropiados, políticas de consumo, utilización de materiales y procesos ahorradores de recursos en orden a incrementar su productividad general.
Soluciones como la “economía circular” prevén bienes durables más durables, cuyos componentes y productos tengan vida útil más prolongada, mientras se asegura que desechos biológicos puedan reingresar a la biosfera al fin de su vida útil de manera de cuidar la productividad de los suelos y generar menos residuos intratables y tecnología que faciliten la reutilización de materiales de manera que sean equivalentes a los equivalentes de primera utilización.
Se calcula que, a su vez, esta “economía circular” puede generar negocios por más de un billón de dólares (millón de millones), algo más que dos Argentinas. Se trata de un enfoque diferente, sino opuesto, al más común del “reciclado” que generalmente se basa en la degradación de materiales, generando finalmente más desperdicios, sin disminuir la demanda de materiales vírgenes. Nuevas actitudes de los consumidores, ya no tan preocupados por la propiedad de los bienes, sino por su disponibilidad (alquiler, leasing) están conduciendo a la proliferación de nuevos modelos de negocios que caracterizan esta “economía circular”.
Pero la vía de la racionalidad y las soluciones de largo plazo no son las únicas en juego. Conflictos o potenciales conflictos recientes, sobre islas o islotes en el Mar de la China o en el Pacífico, la disputa por Crimea y Ucrania, y por supuesto la violencia perenne en el Cercano Oriente y Asia Central, se encuentran en alguna medida, vinculados a la cuestión de la disponibilidad de hidrocarburos, recursos pesqueros o hídricos. Si las políticas económicas y de uso de recursos que se adoptan resultan insostenibles a escala local, no solo pueden limitar el crecimiento de un país, sino que pueden provocar violencia, entre las poblaciones afectadas, y más allá de las fronteras.
A su vez la extracción predatoria de recursos por grandes multinacionales amenaza en algunos caso con la pérdida del control soberano sobre aquellos, a cambio de beneficios de corto plazo para un estrecho segmento de las élites gobernantes locales o de amigos del poder. Ello a su vez confirma la creencia de que el juego democrático es manejado en favor de unos pocos participantes en perjuicio del 99%.
El relativamente rápido desarrollo de tecnologías como el fracking para extraer gas y petróleo profundo mediante perforaciones horizontales y fractura hidráulica y para explotar el shale, rocas livianas más superficiales con hidrocarburos atrapados en sus poros, podrían permitir la explotación de yacimientos potenciales equivalentes a nueve o 10 veces los existentes. En el caso del gas, la posición relativa de Estados Unidos ya está cambiando rápidamente y se habla de “Saudi-América”, con las consecuencias económicas y geopolíticas que ello acarrearía.
Sin embargo en el caso del agua, las circunstancias no parecen alterarse. Su consumo crece más rápido que la población: durante el siglo pasado al doble que esta. Como resultado, varias agencias de las Naciones Unidas prevén que para 2025, 1.800 millones de personas estarán viviendo en condiciones de absoluta escasez de agua, mientras que dos tercios de la población mundial enfrentarán serias dificultades de abastecimiento de agua potable. Solo en el caso de China el agotamiento o contaminación de los acuíferos de la Planicie Norte, base de su producción de cereales abre interrogantes acerca de la posibilidad del país de mantener políticas de autosuficiencia alimentaria mantenidas por décadas sino por siglos.
El calentamiento global suma nubarrones adicionales al escenario.
¿Mirando al sur?
Sin duda, vivimos en un escenario cambiante: Estados Unidos, la UE y China forman un G3 de facto. Pero la sola calificación de emergentes indica que existe un proceso de convergencia: el sudeste de Asia es la región de más rápido crecimiento del mundo, África continúa creciendo tanto en términos económicos como de población y una América latina de 800 millones de habitantes representa dos tercios del PBI de China.
Por primera vez los países en desarrollo o mercados emergentes, como prefiere llamarlos el FMI, representan hoy más de 50% de la economía mundial, tendencia que se afirmará en los próximos años.
En los últimos 10 años, los flujos de comercio e inversiones entre Sudamérica, África, Medio Oriente y el Este de Asia han crecido entre 10 y 15 veces. Cambios mayores en la producción y consumo, formación de cadenas de valor (la “fábrica” Asia, como la más notable en los últimos años) desdibujan cualquier definición binaria entre un “Norte” más rico y un “Sur” más pobre. Pero a la vez al interior de esas cadenas, no todos se benefician igualmente. La explosión del comercio en bienes intermedios, 2/3 del comercio mundial ha creado, como decimos, nuevas oportunidades de desarrollo, pero muchos de los puestos de trabajo en la base de la cadena son de baja remuneración, precarios y hasta peligrosos. A su vez, las ganancias de moverse “hacia arriba” en las cadenas globales no están distribuidas uniformemente: en general, se benefician más aquellas firmas con mercados diversificados, trabajadores más altamente capacitados y con contratos formales de trabajo.
¿Dónde está el piloto?
En términos de liderazgo económico, el siglo 20 fue americano (o estadounidense, gentilicio políticamente correcto pero que suena muy mal), así como el siglo 19 fue británico y el 16 español. Algunos se animan a poner a China en ese papel en el siglo 21, pero la cuestión es más compleja.
El tamaño de la economía es decisivo a la hora de poder liderar el mundo. Cuanto mayor es, más importancia sistémica adquiere y más influencia pueden arrogarse sus líderes políticos. Estados Unidos es la mayor economía del mundo, con un PBI de unos US$ 16,8 billones (40 veces la economía argentina), la zona euro, con 13,5 billones está segunda, y China sigue con unos 9,2 billones. Estados Unidos representa y mantendrá su participación en el próximo quinquenio, poco más de un quinto de le economía mundial, China seguirá avanzando en su participación hasta 15% (18,5% a paridad del poder adquisitivo), todavía lejos del 30% que representaba antes de la Revolución Industrial.
Pero el tamaño por supuesto, no lo es todo. Las perspectivas de cada economía son cruciales a la hora de definir sus posibilidades de liderazgo. Las posibilidades de sortear una nueva crisis, o de restablecer una senda sostenible de crecimiento después de la de 2008, dependen de ciertos equilibrios y fortalezas que no están al alcance de todo el mundo. Europa difícilmente pueda encontrar esos equilibrios en el futuro próximo. En términos absolutos y medida su economía a paridad del poder adquisitivo, es posible que China supere a Estados Unidos a fin del quinquenio próximo. Pero su envejecimiento poblacional, resultado entre otros de décadas de control de la natalidad, y los desafíos en materia de ambiente, disponibilidad de agua y tierras, y fuertes disparidades regionales, debilitarán sus posibilidades en el mediano y largo plazo, dejando a Estados Unidos como el actor más dinámico de los tres.
Adicionalmente, un requisito insoslayable para mantener el liderazgo económico en el mundo es el papel de una potencia en términos comerciales, monetarios y financieros. A diferencia de China, una potencia comercial con capacidades monetarias y financieras aún subdesarrolladas, tanto la UE como Estados Unidos cumplen con tal requisito.
El liderazgo requiere además de la disposición de activos “intangibles”, la capacidad de dar forma y conectar estructuras económicas globales, algo que Estados Unidos ha venido haciendo por ya casi 70 años. Provee la divisa internacional clave, sirve como núcleo de la demanda global, define tendencias en la regulación financiera y su Reserva Federal actúa en los hechos o así se la considera, como prestamista de última instancia.
Al mismo tiempo, como emisor de la divisa mundial goza de la capacidad de incurrir en déficits comerciales ingentes y prolongados. Pero el sistema subsiste pese a las críticas –la última de Francia, por la condena a la BNP en los últimos días– porque está basado en un mutuo beneficio funcional, por el cual EE.UU. utiliza la plata de los demás países para actuar como motor principal de la demanda mundial. En los hechos, economías exportadoras como Alemania, China y Japón deben mucho de su éxito a la capacidad americana (estadounidense) de absorber una masiva porción de las exportaciones globales, y aceptan entonces seguir pagando a EE.UU. por jugar ese papel.
A pesar de la crisis financiera de 2008, EE.UU. sigue siendo el líder indiscutido en las finanzas globales. Su mercado financiero, con todas las críticas y abusos que se le pueden achacar, demuestra poseer un grado de profundidad, liquidez y seguridad decisivo, lo cual le permitió en medio de esa misma crisis y después, funcionar como imán del capital global, especial –y paradójicamente– en tiempos de turbulencias.
Este poder de atracción, central al dominio de EE.UU., no hace más que subrayar el papel del dólar: en los peores momentos los bonos del Tesoro funcionan como salvavidas y foco de atracción de activos financieros de los rincones más remotos del mundo.
La cuestión que se debate es si la primera potencia económica está dispuesta a traducir ese peso en la generación de una pax americana. Esto, que estaba fuera de duda durante la guerra fría, merece hoy juicios divergentes. Uno, no menor, es el de la propia opinión pública estadounidense. De acuerdo con una encuesta del Consejo de Relaciones Exteriores, de hace pocos meses, 52% de los estadounidenses creen que su país “solo debe preocuparse de sus propios asuntos y dejar al resto del mundo que se las arregle solo”. En la misma línea se inscribe el reciente rechazo del Congreso estadounidense a la propuesta de incrementos de fondos para el FMI, incluso después de que en el G20 se acordara que tal reforma no pesará sobre el contribuyente de EE.UU.
De algún modo, después de las experiencias de Irak, Libia y la frustrada intervención en Siria, pareciera que esa visión, alejada de la ideológica de los años 50, tiene influencia a la hora de limitar una vocación “imperial”. Los incidentes en materia de redes de inteligencia, el más reciente nada menos que con Alemania, pueden ser leídos como instrumentales a tal pretendida vocación, pero también como muestras de un preocupante “empate” entre poderes, intereses y visiones de la que por “destino manifiesto” en el vocabulario de los 50, o por default como algunos lo interpretan ahora, sigue siendo la potencia decisiva en el mundo. Mientras tanto, los reclamos por algún tipo de gobernabilidad global, aunque sea en lo financiero y en lo fiscal, como se hablaba en tiempos de la crisis de 2008, parecen utópicos. No olvidemos que la idea de una Sociedad de las Naciones data de 1907, pero para que se constituyera tuvo que pasar una guerra.
Un mundo en movimiento
En los próximos 15 años, la población del mundo se incrementará en un quinto aproximadamente. Pero la de África pasará de los pocos más de 1.000 millones actuales a más de mil seiscientos millones, superando en población a China e India. El de África es uno de los desafíos claves para la estabilidad mundial.
El otro es el de la urbanización y las migraciones. Actualmente media humanidad vive en ciudades: en 15 años más, lo harán dos tercios de ella, imponiendo la necesidad de soluciones a un cambio en los paradigmas sociales, de necesidades sanitarias, logística, tratamiento de desechos y convivencia social que en muchas regiones datan de siglos.
Estamos en un mundo en movimiento: 230 millones de personas viven en lugares a los que han emigrado. En el caso de los países del Norte, ellos representan casi 11% de las respectivas poblaciones (UnitedNationsDepartment of Economic and SocialAffairs/PopulationDivision 9 International MigrationReport 2013). Se trata de un fenómeno que explica los resultados de las elecciones europeas mencionadas al principio, y que en Estados Unidos, explica uno de los mayores escollos que ha sufrido la presidencia de Obama en su propuesta de reforma migratoria.
En los países receptores, y la Argentina, con 4,5% de inmigrantes, es uno de ellos, muchos creen que los extranjeros abusan del Estado de bienestar y compiten por puestos de trabajo, degradando las remuneraciones. Se generan así, estereotipos y prejuicios mediante, embriones de conflicto.
Pero los movimientos no se reducen a las migraciones, entendidas como movimientos de largo plazo: cada vez más estudiantes, profesionales, turistas se mueven en todas direcciones, contribuyendo en todo sentido a dar una expresión humana al fenómeno de la mundialización.
A su vez el mundo envejece. Mientras la edad promedio en 2010 era de 28,5 años, en 2030 será de 33,2, con las consecuencias sobre sistemas de trabajo y seguridad social que se mencionan por separado.
¿Un mundo de cadenas de valor?
En un artículo de enero de 2014, Richard Baldwin (Multilateralising 21st-century regionalism, Voxeu) señala que:
“La revolución de la cadena de valor global ha cambiado el comercio y los acuerdos de comercio. El comercio es ahora importante no solo para vender mercancías, sino para hacerlas. La administración mundial del comercio se ha desplazado de la OMC hacia acuerdos mega-regionales”. Y argumenta: “El regionalismo del siglo 21 ya no es fundamentalmente acerca de ‘discriminación’, sus costos y beneficios deben ser pensados más bien como una red de externalidades y armonización de costos respectivamente”.
Es una buena descripción de la íntima vinculación entre una producción que ahora se distribuye a través de fronteras y regiones y que por lo tanto debe reducir o eliminar las barreras que acompañan a esas fronteras y los acuerdos que hoy se proponen, como el TranspacificPartnership, el TransatlanticPartnership, y más recientemente, el Trade in ServicesAgreement (TISA), este último en el marco de la OMC.
Estos mega acuerdos o acuerdos “de segunda generación” tienden a abrir las economías nacionales a más inversión extranjera, particularmente en el sistema bancario y financiero, sin límite de volumen ni número de inversores, con un mínimo de regulaciones nacionales.
La discusión que los rodea incluye, entre otras cuestiones, la posibilidad de que los intereses de las empresas transnacionales debiliten sistemas legales internos (por ejemplo, en el TPP los regímenes laborales nacionales deberían ser subsidiarios de las normas que establezca el tratado), y la cuestión de la preeminencia de los proveedores de servicios estadounidenses (bancos, compañías de seguros) en el juego competitivo mundial.
Plantea además la cuestión del dominio del derecho anglosajón como base de regulaciones y arbitrajes transfronterizos. Jacques Attali, bajo el título de La guerra del Derecho cita respecto al Acuerdo de Asociación Transatlántico que “la victoria del derecho americano será total si el Acuerdo permite como última palabra la del arbitraje a todo conflicto entre Europa y Estados Unidos” (Attali, 2014). Y concluye “El arbitraje, que remplaza cada vez más a los tribunales como última apelación, obedece en general a la demanda de las partes, a los principios de la ‘commonlaw’ anglosajona, cuyo liberalismo es ilimitado y que jamás confía en la ley para acordar las relaciones entre las partes”. Una preocupación con ecos actuales en nuestro país. Y que genera las preguntas acerca de qué hacer en un mundo de cadenas globalizadas: ¿cómo gestionar políticas comerciales, cuando ellas ya son solo una porción, y en declive, de acuerdos más ambiciosos? ¿Cuáles son los costos de aislarse, si fuera ello posible?.
¿Bendición o pesadilla?
Los efectos de los avances en tecnologías de la información son múltiples se vinculan por un lado a las inimaginables posibilidades de resolver los cálculos más complejos, a una democratización del acceso a la información, y por otro a las posibles amenazas sobre la privacidad y los vínculos personales. Con el avance de las neurociencias sucede algo parecido: si esos avances son regulados puramente por estrategias de grandes empresas individuales que buscan ventajas en un mercado competitivo, la profundización de la mercantilización de la salud y por qué no, del cuerpo humano, podrían tener consecuencias difíciles de imaginar, sueños y pesadillas a la vez. La nanotecnología permite también el acceso a la frontera del conocimiento técnico a actores cada vez más amplios, permite saltos técnicos a países y regiones supuestamente atrasadas, también el acceso a instrumentos de guerra “sin costo” en términos económicos, pero también de pérdidas humanas para el agresor. Y así sucesivamente: estamos ante un desafío prometedor y preocupante a la vez.
¿Podrá el mercado remplazar algún tipo de gobernabilidad mundial?
Quizá sea esta la pregunta que resume todas las anteriores que se nos ocurren cuando vemos que las fotos color sepia del 1900, van cayendo sobre los escalones que bajan del desván.
(*) Economista. Fue consejero económico y director de empresas en China, profesor en la UBA, UNQ y Universidad Di Tella.