Por Jorge Castro (*)
Para la Argentina reinventarse es una necesidad. Ramón Doll advirtió que ser chileno o brasileño era algo inmediatamente evidente para los protagonistas. En cambio, en una nación en formación surgida de la inmigración europea en un espacio vacío, sin raíces comunes ni un pasado compartido, la identidad nacional solo puede nacer de un proyecto orientado al futuro de carácter político. El destino argentino es profundamente modernista. Por eso dice Doll que “para ser argentino, hay que saber qué es ser argentino. De ahí la extrema politización característica de la identidad nacional”.
La Argentina es un país de instituciones débiles, con tendencia a la acción directa de parte de todos los sectores sociales, donde el poder político, que es escaso en relación a la capacidad de movilización social, está concentrado en el Gobierno nacional, sobre todo en la presidencia, que por eso tiende a adquirir un carácter hegemónico.
Esto lleva a enfatizar dos cuestiones en la cultura política argentina. En primer lugar, la Argentina es un país que tiende a la acción directa, es decir, a la movilización callejera, por afuera del marco institucional. Luego, y con extrema claridad a partir de 1955, las condiciones de gobernabilidad se resuelven en la Argentina solo dentro del proceso político, y no primordialmente en las instituciones. En otros términos, el ejercicio del poder se pierde a través de una crisis, y por ella, sin que las instituciones sirvan de reparo.
En la Argentina existieron tres grandes transformaciones sociales y políticas a lo largo de los siglos 19 y 20. En primer lugar, la inmigración europea. En el primer censo nacional (1869, presidencia de Domingo F. Sarmiento), la población era de 1.877.490 habitantes, de los cuales 250.000 eran extranjeros (italianos, españoles, vascos, irlandeses). Más de 80% de los argentinos no sabían leer ni escribir, ni tenía oficio ni profesión conocidos. El territorio nacional era un inmenso desierto con una sola ciudad de más de 100.000 habitantes (Buenos Aires), mientras que ninguna capital de provincia tenía más de 20.000.
Entre 1869 y 1930 más de seis millones de inmigrantes europeos vinieron a la Argentina. Dos millones volvieron a sus países de origen, y cuatro millones permanecieron. Significa que la proporción de inmigrantes europeos por argentinos originarios ha sido cuatro a uno en la etapa fundacional del país.