La historia estadounidense nació de una rebelión contra el poder absoluto. Dos siglos y medio después, esa misma nación volvió a pronunciar la frase que resume su identidad política: “El poder pertenece al pueblo”. El movimiento No Kings, que reunió a más de siete millones de manifestantes en todo el país, reactivó ese credo. Su mensaje no fue únicamente contra un presidente, sino contra la posibilidad de que la democracia se degrade en una forma moderna de monarquía.
El epicentro fue Washington D.C., donde miles marcharon hacia el Capitolio en silencio y con carteles que decían “We the People”. La escena evocó las imágenes de 1963, cuando Martin Luther King habló de un sueño todavía inconcluso. Desde Nueva York hasta Houston, desde Seattle hasta Atlanta, la multitud expresó una idea simple y poderosa: los gobiernos son temporales, los derechos no.
El poder sin límites
El conflicto no surgió de un hecho aislado. Durante los últimos meses, la administración Trump amplió el uso de fuerzas federales en ciudades opositoras, aceleró la deportación de migrantes, restringió la cobertura de prensa y promovió decretos que los constitucionalistas califican de extralimitación ejecutiva. Para muchos, se trata de una estrategia deliberada: gobernar como si la reelección fuera un mandato perpetuo.
Las instituciones todavía funcionan, pero la frontera entre la autoridad legal y la concentración de poder se ha vuelto difusa. Ese fue el núcleo del reclamo del movimiento No Kings, integrado por una red heterogénea de asociaciones civiles, sindicatos, grupos religiosos y académicos. La consigna no alude a la nostalgia por un pasado idealizado, sino a la advertencia de que la democracia también puede morir por exceso de obediencia.
Un país en tensión
El contexto de la protesta estuvo marcado por el cierre parcial del gobierno federal y por el creciente enfrentamiento entre estados gobernados por demócratas y la Casa Blanca. La decisión de desplegar la Guardia Nacional en ciudades como Denver o Filadelfia fue vista como un gesto intimidatorio. Aun así, las manifestaciones fueron, en su mayoría, pacíficas.
En Chicago, el alcalde Brandon Johnson advirtió que “ningún gobierno puede llamarse libre si el miedo reemplaza al disenso”. En Los Ángeles, miles de jóvenes marcharon con retratos de los padres fundadores y la frase: “Si callamos, ellos ya ganaron”. La misma cita encabezó el editorial del diario Libération en Francia, que comparó la jornada con las movilizaciones globales contra el autoritarismo.
En las zonas rurales, donde el voto republicano es mayoritario, también se vieron expresiones de apoyo. En el condado de Manistee, Míchigan, casi mil personas formaron un mosaico humano con la inscripción No Kings. La imagen recorrió el país como símbolo de un desacuerdo transversal: el de quienes creen que ningún presidente, de ningún partido, debería estar por encima de la ley.
Entre el espectáculo y la república
Trump reaccionó a su manera. Publicó en su red social Truth un video generado por inteligencia artificial donde aparecía con una corona y un trono. Lo acompañaba un mensaje: “Ellos protestan porque no pueden gobernar”. El gesto, interpretado por muchos como una provocación, reflejó el estilo del presidente: transformar toda disputa institucional en espectáculo.
La administración minimizó el alcance de las marchas y las calificó como “una maniobra de la izquierda globalista”. Sin embargo, incluso sectores empresariales tradicionalmente cercanos al Partido Republicano manifestaron preocupación. “El problema no es la ideología, sino la incertidumbre jurídica que genera un poder sin límites”, declaró un ejecutivo de la Cámara de Comercio en declaraciones a The Guardian.
El temor al autoritarismo ya no se limita a los intelectuales. La American Civil Liberties Union (ACLU) y el movimiento Indivisible entrenaron durante semanas a voluntarios en métodos de resistencia no violenta. El clima recordó, en menor escala, a los tiempos del Watergate, cuando el Congreso recuperó su autoridad frente a un Ejecutivo desbordado.
Lecciones para el continente
El episodio ofrece una enseñanza que trasciende las fronteras estadounidenses. En América Latina, donde las democracias son más jóvenes y frágiles, la concentración de poder suele justificarse como una necesidad de orden. Pero el orden sin límites es, en sí mismo, una forma de desorden institucional.
La movilización No Kings recordó que la república no se defiende con gestos heroicos, sino con vigilancia constante. Allí donde el Estado se confunde con la voluntad de un individuo, desaparece la distinción entre gobierno y régimen. Por eso, las pancartas del sábado 18 de octubre no hablaban de partidos, sino de principios.
Las implicancias económicas también son claras. La estabilidad política es condición de la inversión. Un país dividido y enfrentado con sus propias instituciones pierde previsibilidad. El conflicto entre legalidad y arbitrariedad afecta la confianza en los contratos, en la justicia y, en última instancia, en la moneda. La economía —decía Tocqueville— es la consecuencia visible de una organización invisible: la libertad.
Una república en disputa
A corto plazo, las marchas pueden influir en el escenario electoral. Los demócratas intentarán canalizar esa energía hacia las elecciones de medio término, mientras que los republicanos buscarán convertirla en prueba de “deslealtad” nacional. Pero el significado profundo de la jornada excede a ambos partidos.
La frase No Kings reinterpreta el juramento original de 1776: “Nosotros, el pueblo”. Frente al poder que se reclama ilimitado, millones de ciudadanos recordaron que el principio republicano no pertenece a un partido, sino a una idea: la soberanía reside en la ley, no en la voluntad de quien gobierna.
El sábado 18 de octubre de 2025 quedará inscrito en la historia política de Estados Unidos como el día en que la sociedad civil se plantó ante la tentación del absolutismo. No fue una revolución ni una crisis institucional. Fue algo más sutil y, quizás, más importante: un recordatorio de que la libertad no se hereda; se defiende.
Y que incluso en la democracia más antigua del mundo, puede renacer el viejo dilema entre el ciudadano y el rey.












