MySpace, blogs, gente audaz y el nuevo escenario en Internet
En marzo de 2007, los creadores de MySpace, Thomas Anderson y Christopher DeWolfe, recibían malas noticias: el sitio había perdido como cliente al sistema neoyorquino de enseñanza secundaria.
9 febrero, 2010
<p>Dos años después, los alumnos medios y superiores desertaron en masa rumbo a Facebook, fenómeno que fue extendiéndose de ciudad en ciudad por Occidente. A fines de diciembre pasado, registraba 350 millones de visitas diarias.</p>
<p>Anderson y DeWolfe calificaron ambos síntomas como aislados, propios de una élite privilegiada típica del noreste. Ahora, Facebook crece a paso acelerado, supera a MySpace en usuarios y, sin embargo, los dos personajes siguen indiferentes, distantes.<br />
En los últimos meses, esos temas llegaron a los anaqueles físicos. Abrió el fuego Julia Angwin con <em>Stealing MySpace: a battle to control the most popular website</em>, donde se explican muchas cosas. Una de ellas: los fundadores del portal lo habían puesto en peligro porque, como le sucede a una sorpresiva cantidad de pioneros tecnológicos, no entendían la naturaleza ni las implicancias de su creación. <br />
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Este libro y otros casi simultáneos sacan a luz ciertos aspectos peculiares de la revolución digital. En el texto de Angwin se evidencian efectos de comunicarse o conectarse en escala mundial que alteran la relación entre empresas y clientes. A su vez, se quiebran modelos convencionales de negocios y se generan cambios.<br />
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Las tendencias tecnológicas en sí mismas son por lo común predictibles, sostienen quienes todavía creen en la ley de Moore y, por ende, presuponen una reserva inextinguible de innovadores, generalmente muy jóvenes y temerarios. Pero quienes realmente manejan negocios –no sólo elementos rupturistas- deben recorrer campos minados en una geografía ignota. Su suerte no depende (señala la autora) de dispositivos ni magias, sino de factores menos tangibles. Por ejemplo, personalidad, cultura y recursos para afrontar la visita de abogados, reguladores, etc. <br />
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Podría esperarse que un libro sobre MaySpace (70 millones de usuarios en abril de 2008, cifra ya vieja) fuese una crónica de visionarios o aventureros que, primero, descubrieron y, luego, explotaron la obsesión de la gente joven por formar redes sociales. Pero no era el caso. Tampoco es un profundo análisis de qué significa la compañía para los millones que crean páginas confusas, intercambian música tonta o suben imágenes de estudiantinas pornográficas. Angwin opta por ocuparse de lo que sucede en los gabinetes investigativos.<br />
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<strong>eUniverse</strong><br />
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“El ADN de MySpace –apunta la analista- “no proviene de los mismos genes que originaron grandes empresas virtuales como Amazon, eBay o Google, sino de los fétidos rincones de eUniverse, un galpón ubicado cerca del aeropuerto de l<br />
Los Ángeles. La idea surgió de dos marquetineros sin méritos técnicos ni fines revolucionarios”. <br />
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Todavía adolescente, Anderson coqueteaba con el submundo <em>hacker </em>y su mentor era William Landreth, conocido malhechor que transformó su prontuario en un contrato con Microsoft Press. Más tarde, ambos incursionaron en pornografía orientada al sudeste asiático. Entretanto, DeWolfe era un graduado en finanzas mientras estallaba el auge puntocom. Sus actividades en eUniverse involucraban <em>spams </em>y <em>spyware</em>.<br />
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Su gran éxito fue convencer a mucha gente para descargar un mensaje patriótico apoyando la operación “<em>Desert storm</em>” (Irak 1990/1). Pero era una galletita cazabobos que descargaba <em>sofware </em>para espiar en línea a los incautos. “eUniverse acumulaba la chatarra de Internet”, afirma Angwin.<br />
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Cuando DeWolfe lanzó MySpace como un eUniverse patentado, en 2003, parecía que clonar el último éxito –una red llamada Friendster- era una receta ideal. Tanto que el modelo se vino abajo mientras MySpace prosperaba. ¿Por qué? Entre otros, por su maleabilidad. De todas las redes sociales, MySpace era la única en ofrecer a los usuarios libertades que rozaban el libertinaje. En realidad, usufructuaba la compulsión adolescente a personalizar rincones de Internet, aun arriesgando versiones en línea de <em>Porky</em>. <br />
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El libro revela que no era una decisión deliberada de marketing, sino simples programas, bastante torpes, que dejaban a los usuarios piratear sus propias páginas. La gente podía inclusive adulterar identidades o adoptar varias al mismo tiempo. Ignotas bandas roqueras, celebridades de entrecasa o sexópatas de barrio eran invitados a vincularse con masivas redes de “amigos”. Tila Tequila, una estrellita porno, llegó a juntar 1.700.000, muchos más de los reivindicados por Roberto Carlos. Pero, según señalan varios neurólogos en EE.UU. y la Unión Europea, el cerebro humano no puede manejar al mismo tiempo más de 150.000 nexos de esa clase.<br />
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Angwin describe hábilmente cómo, mientras MySpace crecía, Anderson y DeWolfe se involucraban cada vez con su misión, al punto de encontrarse a ellos mismos cuestionando la mentalidad mercenaria de la compañía matriz. MySpace, eventualmente, se tornó en el activo más valioso de eUniverse. Las cosas se pusieron difíciles cuando el director ejecutivo de esta firma, un sujeto versátil y seductor llamado Richard Roseblatt, abrió negociaciones para venderse a Rupert Murdoch, o sea el pulpo News Corporation. Sin decir palabra a DeWolfe ni a Anderson.<br />
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Otro interesado era Viacom, por lo cual Silicon Valley y demás círculos se aprestaron a balconear una guerra entre dos monstruos mediáticos, Murdoch y su archirrival Sumner Redstone. Clave: la confianza del australiano en su gente se oponía a la paranoia del otro, que acabó afuera por no operar en equipo, desorientar a sus colaboradores y, finalmente, echarles la culpa por el fracaso. <br />
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Entretanto, MySpace cumplía una promesa hecha a News Corp.: poner a Murdoch en la tapa de <em>Wired</em>. Pero un convenio publicitario por US$ 900 millones con Google hizo empalidecer los US$ 580 millones del magnate ultraderechista. Poco después, DeWolfe y Anderson –excluidos de las tratativas con Google- debieron pugnar por el control de su criatura, ahora con los esbirros de Murdoch.<br />
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Todo ello, sin embargo, parecía una cortina de humo tras la cual emergería Facebook, la amenaza que los creadores de MySpace trataron de aventar en 2007. Al respecto, Angwin señala algo que el par no suele mencionar: MySpace trató de comprar Facebook dos veces. En ambas ocasiones, el precio pedido era muy salado para los potenciales adquirentes.<br />
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Pero la autora se dejó luego engañar por la aparente recuperación del portal. En el epílogo, escribe: “MySpace sigue siendo dominante como sitio web social y Facebook es la mitad de su volumen”. Era la situación de 2008. En mayo de 2009, los problemas de MySpace hicieron que Murdoch echara a DeWolfe. Su reemplazante, Owen van Natta, salió precisamente de Facebook.<strong><br />
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<p><strong>Cuestión de cultura</strong><br /> <br /> Existe todo un trasfondo en estos acontecimientos. Al ser tan fácil compartir archivos digitales cubiertos por derechos de autor, la Red es también un sistema de distribución rupturista. Herramientas de <em>software </em>baratas o gratuitas permiten que la gente retoque “creativamente” libros, películas o música, aunque se trate de actividades ilícitas. Por ende, si cambios tecnológicos alteran el escenario ¿por qué no hacer lo mismo con los límites legales? De ser así, ¿cuáles y cómo?<br /> <br /> Son cuestiones complicadas y nadie, quizá, las explica mejor que el jurisconsulto Lawrence Lessig en <em>Remix: thriving in a hybrid economy</em>. Durante diez años, este autor viene abordando las formas de cómo la web interactúa o, a menudo, choca con la ley. En general, su obra mezcla optimismo fácil ante oportunidades creativas con sombrías advertencias acerca de fuerzas ocultas capaces de frustrar posibilidades vía regulaciones y software por demás restrictivas.<br /> <br /> Lessig critica la masa de disposiciones que ha ampliado el concepto y la legislación atinentes a derechos intelectuales, por lo cual la Recording Industry Association of America (RIAA, o asociación de la industria grabadora norteamericana) tal vez lo tenga en su lista negra. Inclusive, este ensayista ha fundado Creative Commons (comunidades creativas), para facilitarles a artistas registrar obras de modo que burlen las normas más restrictivas. Pero rechaza de plano a quienes lo ven como alguien que busca eliminar lisa y llanamente el “<em>copyright</em>”. <br /> <br /> En <em>Remix</em>, Lessig pinta el ascenso, la declinación y el renacimiento de lo que define como “cultura participativa”. Hasta fines del siglo XIX, la gente leía, escribía y tocaba música sin intermediarios. Un genio como Ferenc Liszt, por ejemplo, transcribió para piano las nueve sinfonías de Ludwig van Beethoven. ¿Por qué? Porque no existían la radio ni el fonógrafo, pero sí había instrumentos en los hogares. La cultura era en directo. Desde más o menos 1880/90 y durante casi todo el siglo XX, los medios masivos fomentaban una cultura de lectores o espectadores. La información, el arte o el entretenimiento de dirigía a receptores pasivos, sin aptitud ni ganas de crear obras propias.<br /> <br /> Al cabo del siglo XX, el surgimiento de archivos digitales e Internet facilita por demás a los <em>amateurs </em>jugar con materiales existentes, combinarlos o transformarlos radicalmente. Hoy, por vez primera, el acceso mundial al instante está al alcance de todos y, por ende, ha vuelto la cultura participativa, pero en dimensión universal.<br /> <br /> “Por desgracia –subraya este “librepensador fundamentalista”-, las leyes vigentes convierten en delitos o transgresiones esa clase de actos. Ello no sólo es represivo, sino también ridículo. No podemos hacer a nuestros hijos o nietos tan pasivos como lo éramos nosotros respecto de la cultura convencional. Por tanto, deben hacerse piratas”. <br /> <br /> En Remix, el autor intenta algo muy ambicioso: proponer bases para un régimen de propiedad intelectual completamente nuevo, mediante el cual artistas, escritores, empresarios y otros ganen dinero en una cultura participativa próspera y legal. Si bien no convencen del todo, sus argumentos son fascinantes.</p>
<p><strong>En el mundo del “blog”</strong><br />
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Uno de los ejemplos de cultura estilo siglo XXI debe menos a una mezcla específica de factores y más a una cosa más simple: las ciberbitácoras o blogs. Así sostiene Scott Rosenberg, periodista online. “La comunicación –señala en <em>Say everything: how blogging began and what is becoming</em>- era la clave de la <em>web</em>, el rasgo determinante del nuevo medio. Como el movimiento en las películas o el sonido en la radio”.<br />
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Pero, si bien los <em>blogs </em>parecen un derivado asaz predictible en un contexto que permite llegar instantáneamente a cualquier audiencia, esta ubicuidad es más trascendente de lo supuesto. En verdad, más allá de la atención que concitan las ciberbitácoras, sus implicaciones pueden ser más complejas de lo que sospechan muchos, “blogueros” inclusive. <br />
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Sin duda, Say everything sorprende por su amplitud al tocar una cantidad de temas relevantes surgidos en años recientes y una conclusión: los blogs desempeñan “una función indispensable”, afirma Rosenberg. Su texto exalta un formato otrora desechado como pérdida de tiempo, no fiable y hasta antisocial (ciertos sectores aún lo ven así).<br />
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Este libro arranca describiendo el papel de los blogs durante los ataques sobre las torres gemelas, el 11 de septiembre de 2001. El mundo lo supo primero por ellas. Años después, los <em>blogs </em>le dieron rostros al pueblo iraquí, víctima de una invasión sin fundamento. Ya en las elecciones de 2008, la mayoría de los candidatos –Barack Obama a la cabeza- apelaron a ellos para generar votos.<br />
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Rosenberg no deja de “pinchar pretensiones”. Tanto las de blogueros inflados como las de quienes subestiman a navegantes sin antecedentes ni calidades para participar en debates. A su criterio, las ciberbitácoras son parte esencial del ecosistema mediático.<br />
Irónicamente, su defensa de ellas termina, implícitamente, en un alegato por una forma de expresión supuestamente en peligro: la letra impresa. Ocurre que sólo los libros “de papel” pueden desplegar o analizar el fenómeno <em>blog </em>y resaltar su trascendencia. Al menos, entre los mayores de edad.<br />
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No obstante, los colosos de Internet –Google, Amazon, Microsoft, etc,- pelearán por sus secretos contra Facebook, Twitter, MySpace y otros canales nada fáciles de domeñar. Además, existe un problema que los tres libros no mencionan: la privacidad, en cierto modo asociada a los derechos intelectuales. Por supuesto, Evan Williams (cofundador de Twitter) la considera “cosa del pasado”. Pero el ámbito privado se asocia a la censura y, fatalmente, a China, cuyos ataques de Google derivan ya en Baidu, un buscador “nacional” que está sacándole clientes al megamotor de Eric Schmidt, a Yahoo y otros.<br />
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