Está lo que le ocurrió a Hillary Clinton en Estados Unidos. Todas las encuestas la daban ganadora y del mismo modo opinaban los medios de comunicación.
Sin embargo, Donald Trump que “no reunía las condiciones exigibles a un presidente” de esta superpotencia, fue el ganador. Es cierto que Hillary tuvo tres millones de votos más, y que fue gracias a una anacrónica ley de colegios electorales que su adversario resultó triunfador. Pero en todo caso, aún con menos sufragios fue extraordinaria e imprevista la cantidad de votos obtenida por el pintoresco candidato.
Luego vinieron las explicaciones. El electorado de clase media que no logra prosperar en la economía de las últimas décadas, que vive en estados desindustrializados donde escasea el trabajo, es quien le dio el triunfo.
Puede ser, aunque ya no es tan convincente la teoría. Lo cierto es que hubo un castigo de mucha gente a la tradicional política Demócrata como la que impulsó Barrack Obama desde la Casa Blanca. Todavía habrá nuevas teorías sobre esta elección pasada, aunque para la próxima encuestadores y analistas de la política tradicional tendrán las mismas dificultades para avizora el futuro.
Luego tenemos un caso emblemático de la nueva situación. El de Gran Bretaña. Para solucionar una vieja diferencia dentro del partido Conservador (adentro o fuera de Europa), el entonces Primer Ministro David Cameron llamó a un referéndum nacional. Total, era seguro que ganaba la tesis de permanecer en la UE.
Entonces sobrevino la gran sorpresa. Apenas poco más de la mitad del electorado votó por salir del bloque continental, sumiendo al país en un enorme crisis sobre su futuro.
Cameron renunció y lo reemplazó –para terminar el mandato- su ministro del Interior, Theresa May, conocida por su adhesión a seguir en la UE. Pero ya en el poder, haciendo gala de pragmatismo, May resultó el adalid del Brexit, de la retirada británica de Europa, y además en tono beligerante sin haber pensado demasiado en los daños que podrían sobrevenir a su país.
Esta contradicción la decidió. Las encuestas le daban más de 20 puntos de ventaja sobre el Laborismo, el contendiente natural. Entonces convocó a elecciones generales anticipadas. La idea era ganar un nuevo mandato completo (y no terminar el periodo de Cameron), obtener una mayoría más rotunda y negociar con dureza el brexit.
Todo salió mal. Apenas ganó con 42% de los votos contra 40% de sus rivales. Por lo tanto se quedó sin mayoría propia y ahora dependerá de un aliado poco fiable, como el Unionismo de Irlanda del Norte. La historia no ha terminado, y las apuestas son que May no logrará sobrevivir.
Antes en Holanda, y después en Francia, los populismo de extrema derecha perdieron pero lograron avances significativos. El Frente de Marine Le Pen sorprendió con más de 30% de los sufragios, cuando nunca antes había llegado a dos dígitos.
La novedad fue Emmanuel Macron, un independiente de centro derecha que fue contra todos los partidos tradicionales del espectro y ganó de modo decisivo la Presidencia y parece en camino a lograr el 70% de las bancas en el Parlamento.
Algo que desvelará a los analistas políticos que no entienden esta preferencia del electorado.
Otro caso diferente: dentro de Gran Bretaña está Escocia y el Partido Nacional Escocés, pro independencia. En 2014 Escocia votó en contra de obtener la independencia de Londres. Pero al año siguiente, le dio una victoria arrolladora a los nacionalistas independentistas. Alentado el Partido Nacional propuso en esta última elección un nuevo referéndum sobre la separación. Resultado: perdió un tercio de las bancas que tenía, y para peor agravio, a manos del enemigo, los Conservadores.
Una original explicación es que lo que de verdad mueve al electorado, en cada caso, es el deseo de gratificación instantánea. Convicciones, ideologías, viejas simpatías se desvanecen en cuanto el votante se ve aburrido o frustrado.