<p><strong>Números sin sostén</strong></p><p>Este segmento alcanzó tal volatilidad esta misma década que el presidente de la Reserva Federal neoyorquina objetó sus mecanismos en 2005. Era Timothy Geithner, ahora secretario del Tesoro. Su antecesor en la RF, Gerald Corrigan, compartía esa postura, pero cambió radicalmente cuando lo tomaron en Goldman Sachs.<br /><br />Pero hoy le cuesta promover CDS y otros instrumentos: sólo en 2008, la lista de bajas incluye Bear Stearns (la compró por una bicoca JPMorgan Chase), LB –desapareció-, Fannie Mae/Freddie Mac (hipotecarias paraestatales del todo estatizadas), Merrill Lynch –tomada por Bank of America en una operación turbia- y Wachovia, adquirida por Wells Fargo.<br /> <br />Al volver sobre AIG, Loomis seguramente recordaba a Kurtzman y a Tobin. En septiembre de 2008, a seis meses del caso Bear Stearns, velozmente silenciado por la prensa de Wall Street y Londres, la mayor aseguradora privada del mundo se aprestaba a pedir la bancarrota. Pero Henry Paulson –ex GS, firma comprometida en el caso- le otorgó un rescate de US$ 63.000 millones (era dinero del contribuyente) que acabó costando 170.000 millones. <br /><br />La compañía sucumbió a excesos con derivados, vía una “oficina” en Londres, manejada por un ex operador de Drexel Burham Lambert, colaborador de Michael Milken en el escándalo de los bonos chatarra (1987). Como se ve, no hay listas negras comunes a ambos lados del Atlántico.</p><p> </p>
<p><strong>No, pero sí</strong></p>
<p>A primera vista, el colapso de Lehman Brothers no exhibe rastros de derivativos, salvo que su fecha coincide con la de AIG (15 de septiembre). La culpa parece ser de apalancamientos fuera de control y pésimas inversiones en bienes raíces comerciales, por lo que el gobierno de Bush no la salvó.<br />
<br />
Pero en realidad el caso ilustra –según Loomis- otro aspecto tóxico de los derivados: resultan muy difíciles de evaluar y conducen, a sabiendas o no, a falsear datos sobre utilidades y activos. La quiebra de LB, en efecto, pone en evidencia distorsiones increíbles y graves errores de Richard Furd, otrora un intocable en Wall Street.<br />
<br />
¿Cuáles eran los ingredientes del desastre? Primero, LB exhibía una cartera de 700.000 derivados en vísperas de la bancarrota. Pero el solicitar el amparo en la ley federal (título XI), declaró 900.000 contratos, aunque sólo 18.000 quedan pendientes. Al caer la firma de valores, una de sus subsidiarias –por ejemplo- poseía teóricamente US$ 357 millones en colaterales emitidos por Bank of America. A dos semanas de pedir LB la quiebra, BofA le exigía cubrir derivados por US$ 1.950 millones, 446% más.<br />
<br />
A esta altura de los acontecimientos, la pelota financiera pasa al Congreso y los derivativos vuelven a primer plano, aunque la mayoría de legisladores no entienda nada del asunto. A fines de los 90, la entonces adalid de los cambios en esos instrumentos era Brooksley Born (Comisión de futuros en productos primarios, CFTC). En su retiro, confiesa al “Washington Post” que los derivativos siguen siendo una de sus pesadillas. La dama enfrentaba entones a tres enemigos de toda regulación: Alan Greenspan (presidía la RF), Summers –entonces secretario del Tesoro- y el senador Philip Gramm (republicano, Tejas).<br />
<br />
Ya en el llano, Greenspan lamenta en un libro haberse opuesto a regular derivativos. Summers, ahora en la Casa Blanca, se unió a Geithner en presionar para poner esos instrumentos en caja. Gramm ya no es senador pero tampoco ha cambiado de opinión.</p>
<p><br />
</p>
<p><strong>Nada nuevo bajo el sol</strong></p><p>Toda esta historia viene de lejos. “El dinero convencional murió cuando, en enero de 1971 y de un plumazo, Richard M. Nixon eliminó la convertibilidad oro-dólar. Veinte años después, se había gestado un universo volátil que movía casi dos billones de dólares por año sin contralor de los grandes bancos centrales”. Así señalaba el economista financiero Joel Kurtzman en “<em>Death of Money</em>”, un libro editado en 1993 y de inmediato “ninguneado” al punto de que se impidieron traducciones al francés, el castellano y el alemán.<br /><br />Pero sí lo leyó James Tobin, Nobel 1991 que se inspiró en Kurtzman al concebir su impuesto global sobre 2% de utilidades generadas por encima del contralor de los bancos emisores. Nueva York y Londres se le rieron en la cara. Al año siguiente, 1994, Carol Loomis publicaba “<em>The risk that won’t go away</em>” con escaso eco. Pocos meses después, Procter&Gamble y American Greetings eran castigadas por un desborde de derivados. Como seguiría sucediendo, el problema radicaba en directores ejecutivos sin conocimientos financieros.<br /><br />Pero tampoco les iba bien a los sabios. Cuando presidía Harvard, Lawrence Summers –hoy asesor de Barack Obama- vació la caja de la entidad por meterse en derivados cambiarios. En 1998, los dos Nobel 1997 llevaron a la quiebra al fondo de cobertura <em>Long-Term Capital Management</em>, aplicando derivativos elaborados por ellos a partir de las ecuaciones de Henry Markowitz, Merton Miller y William Sharpe (Nobel 1990 los tres). ¿Cómo dudar de estos instrumentos si sus cinco profetas fueron premiados por la academia sueca?<br /><br />Justamente a raíz de esas distinciones, el financista Warren Buffett definía los derivativos como “armas financieras de destrucción masiva”. Entretanto, la galaxia especulativa inflaba de US$ 95 billones (millones de millones) en 2000 a 684 billones en 2008 la masa virtual de derivados. Ello significaba 30% anual de aumento agregado. Una forma novedosa: los pases dobles entre intereses (CDS en inglés), en teoría destinados a respaldar paquetes de bonos, permitían inflar precios de títulos de renta fija.</p><p> </p>
<p>El programa de reforma financiera encarado por Barack Obama, estructurado por Timothy Geithner y elevado al Congreso hace dos meses está erizado de dificultades. Demasiadas reparticiones federales para coordinar e incontables operadores financieros dispuestos –junto con su poderoso “<em>lobby</em>” y sus abogados- a resistir cualquier intromisión en su negocio.<br />
<br />
Pero el centro de las controversias está claro: los complejos sistemas de ecuaciones (miles de ellas en segundos) que sostienen los instrumentos derivativos. Se emplean para definir arreglos contractuales –derivados- entre dos partes, una de las cuales puede ser una banca grande, que transfiere riesgos. Suelen implicar valores teóricos (a la par, comúnmente) en millones, ser duraderos y disfrazarse como pases, futuros, opciones, etc. No por casualidad, significan generosas utilidades para bancos.</p>
<p><strong>Una serie de desastres</strong></p>
<p>Eso explica por qué, en el mundillo especulativo, afirman que, en esta crisis sistémica, los derivados han salido más o menos bien parados. Colapsos como el de <em>American International Group </em>se debieron a que los ejecutivos no estaban prestando atención. Sin embargo, no es así.<br />
<br />
Por el contrario, los derivados contribuyeron al desplome de Bear Stearns y Lehman Brothers o al desastre de AIG. En el caso de LB, sus 900.000 contratos prueban que la complejidad misma de los instrumentos derivativos en acción es de por sí un enorme problema. Por lo mismo, regular el segmento será dura tarea, aunque no imposible (como creen en <em>Wall Street</em>).<br />
<br />
Un motivo básico para regular esos canales es que crean una especie de espejismo. Pero no extinguen riesgos, sino que los transfieren a una contraparte. Resultado final: millones de contratos y una red interminable de entidades financieras, virtualmente sin hoja de ruta. Ese laberinto existe hoy junto con un riesgo sistémico: cualquier eslabón grande puede venirse abajo y arrastrar a otros.<br />
<br />
Durante año y medio, esa reacción en cadena rodaba cerca, debido a las turbulencias económicas y financieras. Pero los derivados no son los villanos de la película, papel que le cabe a alguna combinación entre mala gestión y el desmadre inmobiliario. Pero los derivados inflaban las apuestas, rasgo típico del segmento. En esta fase del proceso, los riesgos no han disminuido y eso es los que temen los reguladores.</p>
<p> </p>