<p>Ambos aspectos marcarán la diferencia entre un ajuste mundial suave y uno signado por brutales crisis financieras, como la occidental de 2006/09 o la que atraviesa hoy la Unión Europea. Un nuevo estudio del McKinsey Global Institute explora las profundas implicancias estratégicas de la transición entre una globalidad y otra.<br />
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Hasta cierto punto, el desplazamiento de actividades entre un contexto “desarrollado” y mercados emergentes simplemente refleja una especie de ley gravitatoria económica. En un mundo donde las ideas fluyen libres y la mayoría de países pasa por diversos estadios en la adopción –o no-de medios de producción, comunicación o distribución, los menos desarrollados debieran crecer más que sus contrapartes en occidente. Al menos, tal como éstas eran antes de las crisis iniciadas en 2006 con el colapso inmobiliario norteamericano.<br />
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<strong>Ventajas</strong><br />
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También es importante comprender que los mercados emergentes tienen ventajas estructurales asociadas a la nueva fase de la economía global. Muchos funcionarios occidentales suelen obsederse con paridades “anormalmente bajas” en países como China. Justamente, esas tasas de cambio forman parte de las ventajas estructurales aludidas.<br />
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Pero el fenómeno tiene raíces más hondas y remite a un hecho fundamental: la mano de obra no puede negociarse libremente en un mercado mundial único, algo normal en cuanto a productos primarios, insumos intermedios, alimentos y capitales. Cualquier compañía que contrate servicios en economías de bajos salarios relativos lo hace para ahorrar enormemente en costos laborales. <br />
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<strong>Improbabilidades</strong><br />
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Ello es doloroso para trabajadores occidentales substituidos por rivales más baratos. Pero resulta positivo en materia de utilidades, precio final que paga el usuario y –exagerando- “los ciudadanos globales que provienen de fábricas, centros de llamadas y otras especialidades baratas del mundo emergente”.<br />
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Pero ¿y si esos componentes no funcionan como se supone? Esta monografía sostiene que debieran considerarse esas aparentes improbabilidades y analizar el riesgo de que una crisis financiera acelere la transición a un contexto global donde el intercambio, el flujo de capitales y la demanda sean más equilibrados. Al respecto, las cúpulas empresarias han de aprestarse para un mundo que –según muestra la flexibilización del yüan- afronte y modifique nexos económicos insostenibles.<br />
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Este proceso tendrá implicancias probables a largo plazo para las prioridades estratégicas del sector privado. Por ejemplo, mudanza de instalaciones o actividades, tipos de mercados y clientes a cubrir, etc. También importa la necesidad de estar preparados por si el proceso es repentino o abrupto. Si bien el mundo marcha a otros modelos de equilibrio, la transición tal vez no sea paulatina ni, muchos menos, fácil.<br />
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<strong>Adam Smith y la globalidad</strong><br />
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Generalmente, se concibe la economía mundial en términos de resultados tangibles. Vale decir, la verdadera integración arranca de factores de producción, entre los cuales sobresalen las materias primas, el capital y el trabajo, claves para entender los problemas estructurales básicos. Un mercado se halla plenamente formado cuando todos los clientes obtienen las mismas cosas al mismo precio, extrapolando costos y márgenes transaccionales.<br />
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Esto se conoce como “ley de precio único” y, originalmente, la postuló Adam Smith. En lo atinente a productos primarios –hidrocarburos, minerales, metales, alimentos básicos-, se trata de condiciones de mercado existentes desde hace tiempo. La misma ley vale además para el dinero y la mayoría de instrumentos financieros. Pero no para el caso de la mano de obra, para los ortodoxos el obstáculo estructural por excelencia.<br />
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Para aprehender el papel del trabajo, por supuesto, es preciso hacerlo con el arbitraje. Por ejemplo, su expresión transfronteriza en la economía financiera se centra en instrumentos transables cotizados en monedas. En la economía real, esos arbitrajes o transacciones captan diferencias en costos de producción entre diversos puntos. A medida como se abrían los mercados, especialmente especulativos, bajaban esos costos y, también, se agotaban las oportunidades de arbitraje en el plano financiero global, con lo cual se cumplía la ley del precio único.<br />
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<strong>Costo laboral y monedas</strong><br />
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Por el contrario, subsisten vastas oportunidades de transacción salarial, pues la misma tarea puede significar salarios muy variables alrededor del planeta. Esto, como se ha indicado, lo aprovechan al extremo las empresas multinacionales, cuyo ahorro de costos actúa por dos vías: salarios más bajos en el ex “tercer mundo” y creciente desempleo en economías centrales.<br />
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Al margen de factores sociales regresivos en ambos extremos de la ecuación, surge un problema estructural. En el curso de un decenio, lo afrontarán las economías en desarrollo y subdesarrolladas<br />
Reside en puestos laborales de calidad que irán abandonando los países desarrollados rumbo a China, India, Indochina, Latinoamérica y parte de África.<br />
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Serán cientos de millones, en tanto la fuerza laboral estadounidense no sube hoy de 150 millones. De no ser por aquellos factores sociales regresivos –aunque ventajosos para el sector privado-, el estudio del MGI concluye que se vive un proceso global maravilloso para la humanidad. Sobre todo para el empleo en mercados emergentes y la dupla demanda-consumo en economías avanzadas.<br />
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Sin embargo, el mayor empleo emergente implica menos demanda laboral en EE.UU., Japón o Europa occidental. Ya España, una economía intermedia enganchada a la tambaleante Eurozona, sufre 20,5% de desocupación, con EE.UU. y el resto de la Unión Europea promediando 10%. Por ello, el desempleo en las economías centrales se torna más estructural que cíclico; como en Alemania en los años 20 o EE.UU. en los treinta. En el primer caso, la salida fue el Tercer Reich; en el segundo, su resultado: la Segunda guerra mundial.</p>