<p>Por supuesto, los expertos en riesgo podrían haber aclarado que los modelos “valor en riesgo” habían sido hechos en base a datos correspondientes a un período de muy baja volatilidad. Podrían haber aclarado que los modelos diseñados para prevenir pérdidas sobre títulos respaldados por hipotecas residenciales habían sido calculados sobre datos válidos para años en que los precios de las propiedades subían y las ejecuciones hipotecarias no se conocían. Podrían haber advertido sobre el alto grado de incertidumbre que rodeaba sus estimaciones. Pero ellos sabían perfectamente de qué lado calentaba el sol. <br />
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La alta gerencia prefirió asumir riesgos adicionales, porque si al arrojar los dados salía siete recibirían premios monumentales, mientras que si miraban para otro lado lo peor que podían esperar era un paracaídas de oro. Si la estrategia de inversión prometía altos retornos para hoy pero ponía en peligro la viabilidad futura de la empresa, el problema era para otros. Si un funcionario junior se atrevía a advertir a los miembros de la comisión de inversiones que estaban asumiendo riesgos indebidos, ponía en peligro su futuro en la compañía. Y lo mismo ocurría en toda la cadena de mandos. <br />
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Queda claro, entonces, por qué no sonaron los timbres de alarma. Pero ¿dónde estaban los profesores de las escuelas de negocios mientras se desarrollaban estos acontecimientos? Respuesta: estaban escribiendo libros sobre “valor en riesgo”. Las escuelas de negocios son clasificadas por sus publicaciones y compiten entre sí según cómo logran colocar a sus graduados. Como los bancos contrataban graduados formados en “valor en riesgo”, las escuelas de negocios tenían un incentivo para brindar esa especialidad. <br />
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Pero ¿y los doctorados en economía (como el que yo dicto)? Los departamentos top que otorgan doctorados rara vez envían sus graduados a posiciones en bancos o empresas; muchos van a dar clase a otras universidades. Claro que, llegado el caso, no se oponen al ocasional trabajito de consultoría, generalmente a cambio de una remuneración excelente.</p>
<p><strong>Honorarios generosos</strong></p>
<p>Generosos honorarios se pusieron entonces a disposición de aquellos dispuestos a dar conferencias en playas o centros de ski como parte del entretenimiento ofrecido por, digamos, bancos de inversión a sus clientes más importantes. Aunque no todos aceptaban, sí hubo una tendencia subconsciente a abrazar los argumentos de los colegas más “exitosos” en una disciplina donde el dinero –en este caso ganado mediante conferencias y asesoramientos– era el denominador común del éxito. <br />
Los que predijeron el desastre hipotecario terminaron haciéndose famosos. Pero esa fama solo llega ex post facto. Cuanto más subían los precios de las propiedades y más equivocadas parecían las predicciones de su caída, más solitarios</p>
<p>Era un simple modelo que debió haberse considerado como punto de partida para un estudio serio. En cambio fue tomado (por decisores, inversores y reguladores) al pie de la letra. Eso muestra la atracción seductora que ejerce una teoría cuando es elegante. Al reducir el riesgo a un número, todos supusieron que se podía controlar. <br />Ahora sabemos que la brecha que existe entre un supuesto y la realidad es, a veces, demasiado grande. Esos modelos no solo no eran realistas, eran armas económicas de destrucción masiva. <br /><br />Durante algunos años los que confiaban en esas construcciones artificiales se las ingeniaron siempre para explicar las cosas a su favor. Episodios de alta volatilidad, como el crac de 1987, eran forzados también dentro del modelo explicando que servían para recordar que siempre existe la posibilidad de grandes shocks. Como la innovación financiera era gradual, los modelos estimados sobre datos históricos seguían siendo representaciones razonables en el cálculo de riesgos.</p><p><strong>Señales ignoradas</strong></p><p>Pero con el tiempo, los recuerdos del crac de 1987 se disiparon. En los datos usados por los ingenieros financieros, el crac se convirtió en una observación. Había ecos, como el colapso de Long-Term Capital Management en 1998, que debió ser salvado por la Reserva Federal. Pero esas señales de advertencia fueron prácticamente ignoradas. <br /><br />Se pensaba que las mismas políticas que habían reducido la volatilidad de la inflación también habían reducido mágicamente la volatilidad de los mercados financieros. <br />Mientras tanto, la desregulación avanzaba. Los recuerdos del desastre de los años 30 que habían motivado la adopción de restricciones como la ley Glass-Steagall , que separaba la banca comercial de la de inversión, se desdibujaron con el tiempo. <br /><br />Eso inclinó la balanza política hacia aquellos que, por razones ideológicas, favorecieron la regulación permisiva. Mientras tanto, las instituciones financieras, que en principio prohibían incursionar en ciertas líneas de negocios, encontraron formas de sortear esas restricciones, fomentando la idea que la regulación estricta era fútil. <br /><br />Con la eliminación de techos regulatorios en las tasas de interés que podían pagar los depositantes, los bancos comerciales tuvieron que competir por financiamiento ofreciendo tasas más altas, que a su vez los obligaron a adoptar políticas más arriesgadas de préstamos y de inversión para que las cuentas les cerraran. Con la entrada de agencias intermediarias baratas y la eliminación de comisiones fijas sobre la compra-venta de activos, agentes bursátiles como Bear Stearns, que antes se ganaban cómodamente la vida con esas comisiones, se vieron obligados a incursionar en negocios más riesgosos. <br /><br />Pero si la aceleración del cambio debió haber llamado a la cautela, el acostumbramiento en administrar riesgos alentó lo contrario. Como la “administración del riesgo” se había reducido a un simple problema de ingeniería, los empresarios en general y los empresarios financieros en particular, creyeron que era seguro usar más apalancamiento e invertir en activos más volátiles. <br /> </p>
<p>Y los antecedentes encontrados no fueron suficientemente extensos o explicativos.<br />
Básicamente la decisión fue evitar el centro del tormentoso debate en que se halla inmersa la ciencia económica, y privilegiar los suburbios de la disciplina soslayando la polémica.<br />
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Ambos académicos han estudiado la forma en que toman decisiones fuera de los mercados. Ostrom, de la Universidad de Indiana – la primera mujer en recibir la distinción- se distingue por sus análisis sobre la forma en que se administran y se gestionan los conflictos en el campo de los recursos naturales, en especial el agua. Lo que se conecta con la cuestión más urgente del calentamiento global. El foco de su labor está puesto en la gobernanza de la propiedad común, que no requiere ser privatizada o estatizada para funcionar bien.<br />
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Williamson, de la Universidad de California, Berkeley, también es un estudioso de la gobernanza económica pero en el interior de las empresas. Su tarea fue examinar el proceso de toma de decisiones, una contribución sustancial que pretende explicar por qué existen las compañías y como logran superar el conflicto.<br />
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Es obvio que el jurado otorgante del premio (el Banco de Suecia) evitó pronunciarse sobre la cuestión más polémica del momento. Es decir, cuán relevante es una ciencia económica que falló en predecir la crisis sistémica más grave en un siglo y que tiene pocas ideas sobre como evitar una repetición.<br />
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El año pasado el premio fue otorgado al polémico Paul Krugman, abanderado de una de las posiciones en pugna. Krugman, de Nueva Cork y representante de la principal corriente de opinión entre los economistas de la costa este, debate con ardor inusitado –hasta con violencia verbal- con sus colegas de Chicago. Los primeros privilegian el análisis macroeconómico y ostentan todos matices keynesianos. Son escépticos sobre la capacidad de los mercados para autorregularse y propician mayor intervención estatal.</p>
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<p>Los segundos en cambio, tienen una perspectiva microeconómica, confían en los mercados y recelan todo activismo fiscal.<br />En este contexto, el premio no fue a representantes de ninguna de las dos corrientes en pugna aunque se siembren dudas sobre los méritos de la elección.</p><p><strong>“¿Cómo pudimos equivocarnos tanto?” </strong></p><p>Para la gente común, la profundidad de la crisis planetaria que estamos atravesando es incomprensible. No tanto por ignorar su génesis y sus causas. En especial por no haber recibido previo aviso de quienes se suponía que no podían ser sorprendidos. En particular los economistas, de todas las escuelas y de todas las vertientes teóricas. Tal vez hacía falta un apasionado mea culpa como este, para reconciliar a la profesión con la opinión pública. <br /><br />“¿Dónde estábamos los economistas mientras se gestaba la crisis?”, se pregunta Barry Eichengreen (*). “¿Qué enseñaban las escuelas de negocios a quienes luego asesorarían a los que optaron por arriesgar demasiado? Un profundo análisis sobre la poderosa influencia del entorno social, que encumbra a los conformistas y desoye a los rebeldes.<br />Esta es la condensación de un ensayo más extenso publicado por Eichengreen en <em>The Nacional Interest</em>.<br /><br />La gran crisis del crédito ha puesto en duda muchas de las cosas que creíamos saber sobre economía. Creíamos que la política monetaria había logrado controlar el ciclo comercial. Creíamos que con el cambio de políticas en los bancos centrales –que garantizaban inflación baja y estable– la volatilidad era cosa del pasado; que esos cambios garantizaban la “Gran Moderación”. Creíamos que las instituciones financieras y los mercados habían aprendido a autorregularse, que los inversores podían ser librados a sus propios medios. Creíamos, en suma, que habíamos aprendido a evitar una calamidad financiera como la de 1929. <br /><br />Ahora sabemos que en muchas cosas estábamos equivocados. La Gran Moderación era una ilusión. Las políticas monetarias que buscan baja inflación con exclusión de otras variables pueden acumular vulnerabilidades. Confiar en que los inversores se autorregulen es como pretender que los niños decidan lo que comen. Esas equivocaciones nos llevaron a una crisis económica y financiera que va a rivalizar con la del 29. <br /><br /> </p>
<p>La pregunta es cómo pudimos equivocarnos tanto. Una interpretación dice que la teoría económica básica estuvo mal planteada. Lo único que queda por hacer es borrón y cuenta nueva. Otra interpretación dice que el problema no fue tanto la teoría sino la lectura que se hizo de ella –una lectura selectiva moldeada por el entorno social. Ese entorno social invitaba a quienes debían tomar decisiones financieras a elegir teorías que alentaban la toma excesiva de riesgos. El medio social inhibía a quienes intentaran denunciar actos de corrupción no solo en funcionarios en instituciones financieras, sino en economistas cuya reputación aportó justificación intelectual a decisiones financieras. <br /><br />La consecuencia fue que los académicos que advirtieron sobre el posible desastre fueron ignorados. Y el resultado fue una calamidad económica global a escala no vista en cuatro generaciones.</p><p><strong>“Valor en riesgo”</strong></p><p>Entonces, ¿dónde estaban los que fijaban la agenda intelectual mientras se gestaba la crisis?¿Por qué no vieron que el tren iba a descarrilar? Más aún, ¿por qué se asociaron activamente con el sector financiero en la preparación de la escena para el colapso?<br />Para los economistas en las escuelas de negocios la respuesta es sencilla. Las escuelas de negocios se ven como proveedoras de insumos para los negocios. Así como General Motors da a sus proveedores las especificaciones para las planchas que necesita para sus carrocerías, J. P. Morgan explica el ingeniero financiero qué necesita y las escuelas de negocios lo brindan. <br /><br />Después de la crisis de 1987, Dennis Weatherstone, presidente de JP Morgan, pidió que todos los días, a las 4 de la tarde, le entregaran un “informe diario” sobre cuánto perdería su firma si al día siguiente las cosas anduvieran mal. Sus colegas adoptaron la misma costumbre. Ese informe comenzó a llamarse “valor en riesgo” y pronto las escuelas de negocios empezaron a ofrecer graduados con conocimientos para redactar esos informes. “Valor en riesgo” era una cifra y el proceso para obtenerla. Al poco tiempo ese proceso se había hecho un lugar en los programas de estudio. <br /><br />Era correcto actualizar información sobre el riesgo de hacer negocios. No lo era, en cambio, creer que ese riesgo se podía reducir a una cifra calculada mediante ecuaciones matemáticas basadas en un conjunto de datos. Hacer que la máquina escupiera una cifra era sencillo. Otra cosa era decidir qué poner en el modelo. Eso requería imaginar la fuerza de los cimbronazos que podían afectar los valores. Requería saber qué otras variables agregar ante la innovación financiera y nuevos acontecimientos. Hacer eso requería profesionalismo y creatividad. El informe “valor en riesgo” es como la dinamita: puede ser herramienta en unas manos y bomba en otras. <br /><br /> </p>