Edición MERCADO marzo 2002
En cuanto al detonante financiero — las “sociedades predadoras” inventadas por Andrew Fastow-, el abuso de instrumentos derivados, recuerda el colapso de Baring Brothers (1994-5) a manos de Nicholas Leeson.
Poco a poco van surgiendo nexos entre el mayor apagón eléctrico registrado en Estados Unidos (California y estados vecinos), el empleo de peligrosos instrumentos especulativos y el veloz colapso de Enron Corporation, primera compañía energética del país, séptima de la economía estadounidense y de paso, máxima quiebra en su historia.
La historia empieza en enero de 2001, cuando Kenneth L.Lay, presidente ejecutivo de EC, anuncia “nuestro mejor año”. La compañía figuraba bien arriba entre las 500 de Fortune y proyectaba incursionar en comercio electrónico. Lay no tenía dudas: “Terminaremos 2001 como el mayor grupo del mundo”. Pero, ya entonces, contadores y abogados trataban denodadamente de contener un derrumbe que acabaría en bancarrota, cuyos primeros síntomas casi nadie notaba.
Meses después, los investigadores revolvían escombros tratando de entender cómo se había llegado al pedido de quiebra (2 de diciembre pasado), desentrañando sociedades ficticias y estrategias casi suicidas. “Los acontecimientos se precipitaron en tan poco tiempo que, ahora, uno se cuestiona todo lo que creía saber sobre empresas y su mecánica”, comentaba Allan Sommer, ex vicepresidente de sistemas en Enron. “Si esta compañía pudo ocultar a semejante punto lo que hacía ¿por qué otras no habrán hecho o harían lo mismo?”
En la cresta de la ola
El 20 de enero de 2001, George W. Bush asumía una presidencia obtenida tras la votación más cuestionada y por el margen más estrecho desde 1946. Lay y unas 200 personas que habían aportado no menos de US$ 100.000 por cabeza a la campaña miraban el desfile desde las ventanas de Vinson & Elkins. Al día siguiente, el CEO de Enron participó de un almuerzo privado en la Casa Blanca, donde pudo charlar reservadamente con el primer mandatario. Esa noche, Jeffrey K.Skilling, segundo de Lay, presidía una comida para varios congresistas allegados a la firma.
Mientras, las acciones orillaban los US$ 80 cada una, no lejos del máximo (US$ 90). A principios de febrero, se distribuyeron decenas de millones en premios anuales a los ejecutivos, debido a las fuertes ganancias registradas en el balance 2000. Pero, en la oficina local de Arthur Andersen LLC (auditores externos), David B.Duncan, Thomas H.Bauer y seis colegas discutían un punto crítico: ¿qué hacer con dos sociedades, LJM1 y LJM2, inventadas 18 meses antes por Andrew Fastow, director financiero de Enron?
Desde mediados de 1999, el grupo venía involucrándose en especulaciones con derivados a través de esas sociedades. A LJM1, Fastow le vendió una participación en un proyecto energético brasileño y luego, se la recompró para revenderla a otras sociedades cautivas. Todo esto le sirvió para registrar utilidades “de papel”. Los expertos advirtieron una técnica común, consistente en reducir exposición transfiriendo activos a firmas en apariencia separadas para recolocarlos, después, entre inversores más dispuestos a asumir riesgos
En algún momento de 2000, el directorio de Enron, que había aprobado esa doble función de Fastow, dispuso que el top management — Richard A. Causey, director contable, Richard B. Buy, gestor de riesgo, y Skilling — realizasen un cuidadoso seguimiento de esos negocios. Más tarde, ese grupo dictaminó que LJMI y otras habían sido usadas para hacer que Enron pareciera más rentable de lo que realmente era.
Por su parte, los contadores de AA veían con malos ojos los arreglos centrados en LJM1 y LJM2. Para reencauzar las cosas, recomendaron crear un comité revisor, con directivos de Enron, y asegurarse de que las dos LMJ cumpliesen con las condiciones contables indispensables para ser tratadas como entidades autónomas y no como subsidiarias.
Precisamente mientras se remitía ese documento, la junta de Enron adoptaba una inesperada decisión: Skilling, desde hace tiempo segunda autoridad, se haría cargo de la gerencia ejecutiva (CEO) y Lay continuaría como presidente del directorio. Fue la comidilla de todo Tejas.
Ya entonces, la compañía era objeto de durísimas críticas originadas en la crisis eléctrica de California y estados colindantes, que derivaba en carestía, aumentos de precios, etcétera. Los operadores de Enron se dedicaban a la compraventa de energía y los funcionarios a cargo de servicios acusaban a la empresa y otras en el mismo sector de manipular el mercado para sacar provecho a expensas de los usuarios.
En busca de paliativos
No obstante, la clave residía en el valor bursátil del paquete Enron ¿Por qué? Porque algunos de sus negocios más importantes con las “sociedades Fastow” que le habían permitido dejar fuera de libros enormes pérdidas potenciales- estaban respaldados con acciones de la firma matriz. Por consiguiente, si esos papeles bajasen mucho, las operaciones se vendrían abajo.
Por cierto, los contratos entre Enron y algunas de esas sociedades contenían una “cláusula gatillo” requiriendo que las acciones se mantuviesen encima de determinado piso. De lo contrario, caería el propio crédito de Enron y la empresa afrontaría una alarmante gama de consecuencias, todas negativas para las utilidades que se consignaban en el balance.
En ese momento, empezaron a preocupar, especialmente, los negocios de Enron con cuatro sociedades Fastow conocidas como “predadoras” (raptors), que habían permitido descargar de libros pérdidas por unos US$ 504 millones.
Durante meses, los contadores habían hecho lo imposible para mantener a flote la predadoras, que se financiaban directa o indirectamente con acciones o bonos de Enron. Dado que habían sido creadas para asumir riesgos de pérdidas futuras en la cartera inversora de Enron (dominada por puntocom, tecnológicas y similares), la empresa madre podía excluir esos mismos riesgos de sus balances. Pero sólo si las raptors permanecían financieramente sanas hasta expirar sus obligaciones.
Por fin, el 26 de marzo casi al filo del Iº trimestre- los contadores encontraron una forma de refinanciar a las predadoras, mediante una cadena de operaciones tan complejas como frágiles que, de todos modos, seguían siendo vulnerables a ulteriores descensos accionarios. Pero sólo habían demorado un poco lo inevitable.
Sin embargo, mientras los contadores pasaban noches insomnes, los ejecutivos de Enron le daban los toques finales a un negocio que les depararía millones… a ellos. Precisamente el día que se completó el arreglo para las raptors, se cerraba trato con Chewco, una sociedad supuestamente independiente. A la sazón, Chewco tenía participación en otra sociedad armada por Fastow, JEDI, y quería vendérsela a Enron. Ésta accedió a comprarla por US$ 35 millones. Lo que pocos sabían dentro del grupo y casi nadie afuera es que Chewco estaba controlada por Michael J.Kopper, un gerente a órdenes de Fastow.
Dos semanas después, el 17 de abril, Enron presentó el balance del trimestre enero-marzo. Tras desviar las pérdidas de las predadoras, el grupo daba utilidades por US$ 425 millones. Ese mismo día, se hizo una conferencia a distancia con analistas de Wall Street. Skilling la abrió disertando un cuarto de hora. Detalló varios aspectos operativos y financieros, pero no dijo una palabra sobre raptors, la mayor transacción unitaria del trimestre.
Luego, alguien le preguntó qué reservas había inmovilizado Enron debido a su exposición en la crisis de California, donde Pacific Gas & Electric la mayor distribuidora del Estado se había amparado en la ley de quiebras. Molesto, Skilling respondió: “No hay motivos para que nadie se preocupe por riesgos crediticios”, añadió. Al rato, tomó la palabra Richard Grubman, de Highfields Capital Management. El analista se preguntó por qué Enron no había entregado el balance completo y fue duro: “Son ustedes un caso único, pues no pueden acompañar el informe de ganancias con un estado financiero ni de caja”. Skilling se volvió a sus gerentes y murmuró una mala palabra, que dejó tiesos a quienes la oyeron desde Nueva York.
Conflictos e incompatibilidades
Al cabo de varios años como experto en impuestos, Jordan Mintz fue transferido (octubre de 2000) a la división financiera que manejaba Fastow. Casi de inmediato, descubrió una pila de archivos con detalles sobre transacciones con las sociedades cautivas y quedó alelado ante lo que iba viendo. En nombre de empresas aparentemente independientes, Fastow hacía negocios con sus propios subordinados, que representaban a Enron. Pero, para considerarse aprobados, esos documentos tenían que tener al pie la firma de Skilling… y la línea correspondiente estaba en blanco. Era una situación peligrosa.
Mintz les expuso la cuestión al director contable y al gestor de riesgos. El primero, Causey, fue muy directo: “Yo no me haría cortar el cogote por esto”, palabras citadas por Mintz durante su testimonio ante los senadores. Eventualmente, los tres acordaron elevar una comunicación a Skilling, cosa que hicieron el 22 de mayo. Skilling jamás contestó.
Para el mundo exterior, la compañía lucía tan poderosa y fascinante como siempre. El 12 de junio, Jeffrey Skilling cerraba una conferencia sobre gestión tecnológica en Las Vegas, donde Enron fue proclamada “la compañía más innovadora de Estados Unidos” y se declaró a Skilling “el CEO número uno de todo el país”.
A mediados de junio, las acciones de Enron habían cedido a menos de US$ 50, perforando el piso del primer gatillo. Esta contracción bursátil incrementaba presiones sobre las sociedades Fastow que, hasta poco antes, habían protegido a Enron de pérdidas. El 14 de agosto, otra sorpresa institucional: Skilling anunció su renuncia como CEO, apenas seis meses después de ser designado, arguyendo razones personales que nunca explicó e insistiendo en que las finanzas de Enron no podían andar mejor.
Más preguntas incómodas
“¿Se ha convertido Enron en un lugar de trabajo riesgoso? ¿Podremos subsistir aquellos de nosotros que no nos hayamos enriquecido estos años?” Ambas preguntas iniciaban una carta de siete páginas dirigida a Lay, sin firma. Tras la ida de Skilling, Lay volvió a ser CEO y le pidió al personal formular anónimamente inquietudes.
Pero esa misiva era algo más. Su autor describía en detalle las sociedades inventadas por Fastow y sus especulaciones con derivativos, pronosticaba violentos reveses financieros en menos de un año y temía que Enron cayese en medio de un escándalo. Lay le envió el texto a James V.Derrick, asesor principal del directorio. Ambos resolvieron encomendar una investigación a Vinson & Elkins.
Pronto, la autora se identificó a sí misma. Era Sherron S. Watkins, una contadora despedida ocho años antes y retomada en junio para trabajar con Fastow. El 20 de agosto, Watkins compartió sus desvelos con James A. Hecker, un colega de Andersen. Entretanto, abogados de Vinson & Elkins interrogaban a Fastow, Duncan (de AA) y otras personas involucradas en las transacciones de marras.
Se deshace la madeja
Hacia fines de septiembre, las acciones continuaban cayendo. En ese punto, auditores de Andersen advirtieron un error cometido doce meses antes en los libros de Enron. Habían añadido al activo US$ 1.000 millones en posiciones a término (derivativos, o sea deuda) empleadas para financiar sociedades predadoras. A esa altura, Lay y sus asesores habían decidido desmantelar las raptors. Eso quería decir que las pérdidas disimuladas tanto tiempo tendrían que revelarse. Además, sería preciso recortar otros US$ 200 millones de los activos. Eso hicieron, produciendo el primer balance trimestral negativo en tres años.
Hilo a hilo, la madeja iba deshaciéndose. La acción alcanzó a fines de octubre a menos de US$ 20. Para entonces, Enron había bloqueado la venta de papeles en poder del fondo jubilatorio de su propio personal, so pretexto de una reorganización administrativa. Ante el clamor de los mercados, Lay le dio licencia por tiempo indeterminado a Fastow.
A mediados de octubre, Stanley Horton jefe de la división gasoductos- se había reunido con Stephen W. Bergstrom, CEO de Dynegy Inc, rival de Enron. Horton le describió los problemas y sugirió una fusión entre ambas empresas como salida. Bergstrom consultó con su segundo, Chuck Watson. Éste habló con Lay y los cuatro resolvieron encontrarse.
Entretanto, las cosas empeoraban. Funcionarios de Enron se comunicaron con Andersen y tiraron una bomba: Chewco, registrada como independiente, no llenaba los requisitos para serlo.
Aún si prosperasen las tratativas con Dynegy, ya entonces las posibilidades de sobrevivencia eran escasas. La acción Enron rozaba los US$ 15 y continuaba barranca abajo. El 26 de octubre, Lay recurrió a sus amigos en Washington. Demasiado tarde, presumen algunos observadores.
Cuenta regresiva
El sábado 27 de octubre, Watson (Dynegy) visitó a Lay e hicieron un borrador de convenio. Lay aceptó excluirse de la futura fusión. El domingo, telefoneó a Paul O´Neill, secretario de Hacienda, que residía en el edificio Watergate (tan luego) y le sugirió que un colapso de Enron pondría el riesgo todo el sistema financiero norteamericano. O´Neill no coincidió.
A primera vista, Dynegy parecía ser la tabla de salvación. El 7 de noviembre, ambos directorios habían llegado a un acuerdo preliminar pero, ese mismo día, Enron admitió que toda su contabilidad desde 1997 era una ficción creada en gran medida por las “sociedades Fastow”. La novedad sacudió a un mercado ya muy escéptico, pues corregir los estados financieros “distorsionados” equivalía a eliminar US$ 600 millones en utilidades ya declaradas. Lay le aseguró a Dynegy que el negocio central seguía fundamentalmente sano y que su único problema era el pánico temporario en Wall Street, disparado por una caída de US$ 1.200 millones en el valor bursátil de Enron. Casi nada.
Pero, en verdad, la compañía se desangraba. Sólo en la semana posterior al preacuerdo con Dynegy, había quemado US$ 2.000 millones sin decirle palabra a su potencial socio. Por fin, el 19 de noviembre saltó la liebre: Enron certificó el informe del III trimestre y reveló aquel drenaje de caja más un vencimiento por US$ 690 millones que debía pagar en pocos días. Dynegy se sintió burlada y la acción de Enron se desmoronó a siete dólares (-87,8% en pocos meses).
El 26 de noviembre, otro lunes, parecía que habría acuerdo con Dynegy. A punto de subscribirse el documento, el miércoles, Lay reunió a los suyos y les dijo: “Acabo de hablar con Watson. La fusión no se hace”. Habían expirado todos los plazos, no quedaban alternativas y la empresa empezó a reunir documentación para pedir la quiebra según la ley federal. El 1º de diciembre, el directorio en pleno aprobó la solicitud. Al día siguiente, Steven Va_ek (del estudio Weil Gotshal) certificó electrónicamente el pedido formal por Internet ante los tribunales de Nueva York. Era la mayor bancarrota privada en EE.UU. y el máximo ejemplo de cómo una empresa puede ser víctima de los mismos instrumentos derivativos que, en los 90, habían acabado con Baring Brothers. Después, Paul Krugman pudo decir: “En el futuro, se verá que Enron habrá tenido más impacto socieconómico y político que las Torres Gemelas”.
Edición MERCADO marzo 2002
En cuanto al detonante financiero — las “sociedades predadoras” inventadas por Andrew Fastow-, el abuso de instrumentos derivados, recuerda el colapso de Baring Brothers (1994-5) a manos de Nicholas Leeson.
Poco a poco van surgiendo nexos entre el mayor apagón eléctrico registrado en Estados Unidos (California y estados vecinos), el empleo de peligrosos instrumentos especulativos y el veloz colapso de Enron Corporation, primera compañía energética del país, séptima de la economía estadounidense y de paso, máxima quiebra en su historia.
La historia empieza en enero de 2001, cuando Kenneth L.Lay, presidente ejecutivo de EC, anuncia “nuestro mejor año”. La compañía figuraba bien arriba entre las 500 de Fortune y proyectaba incursionar en comercio electrónico. Lay no tenía dudas: “Terminaremos 2001 como el mayor grupo del mundo”. Pero, ya entonces, contadores y abogados trataban denodadamente de contener un derrumbe que acabaría en bancarrota, cuyos primeros síntomas casi nadie notaba.
Meses después, los investigadores revolvían escombros tratando de entender cómo se había llegado al pedido de quiebra (2 de diciembre pasado), desentrañando sociedades ficticias y estrategias casi suicidas. “Los acontecimientos se precipitaron en tan poco tiempo que, ahora, uno se cuestiona todo lo que creía saber sobre empresas y su mecánica”, comentaba Allan Sommer, ex vicepresidente de sistemas en Enron. “Si esta compañía pudo ocultar a semejante punto lo que hacía ¿por qué otras no habrán hecho o harían lo mismo?”
En la cresta de la ola
El 20 de enero de 2001, George W. Bush asumía una presidencia obtenida tras la votación más cuestionada y por el margen más estrecho desde 1946. Lay y unas 200 personas que habían aportado no menos de US$ 100.000 por cabeza a la campaña miraban el desfile desde las ventanas de Vinson & Elkins. Al día siguiente, el CEO de Enron participó de un almuerzo privado en la Casa Blanca, donde pudo charlar reservadamente con el primer mandatario. Esa noche, Jeffrey K.Skilling, segundo de Lay, presidía una comida para varios congresistas allegados a la firma.
Mientras, las acciones orillaban los US$ 80 cada una, no lejos del máximo (US$ 90). A principios de febrero, se distribuyeron decenas de millones en premios anuales a los ejecutivos, debido a las fuertes ganancias registradas en el balance 2000. Pero, en la oficina local de Arthur Andersen LLC (auditores externos), David B.Duncan, Thomas H.Bauer y seis colegas discutían un punto crítico: ¿qué hacer con dos sociedades, LJM1 y LJM2, inventadas 18 meses antes por Andrew Fastow, director financiero de Enron?
Desde mediados de 1999, el grupo venía involucrándose en especulaciones con derivados a través de esas sociedades. A LJM1, Fastow le vendió una participación en un proyecto energético brasileño y luego, se la recompró para revenderla a otras sociedades cautivas. Todo esto le sirvió para registrar utilidades “de papel”. Los expertos advirtieron una técnica común, consistente en reducir exposición transfiriendo activos a firmas en apariencia separadas para recolocarlos, después, entre inversores más dispuestos a asumir riesgos
En algún momento de 2000, el directorio de Enron, que había aprobado esa doble función de Fastow, dispuso que el top management — Richard A. Causey, director contable, Richard B. Buy, gestor de riesgo, y Skilling — realizasen un cuidadoso seguimiento de esos negocios. Más tarde, ese grupo dictaminó que LJMI y otras habían sido usadas para hacer que Enron pareciera más rentable de lo que realmente era.
Por su parte, los contadores de AA veían con malos ojos los arreglos centrados en LJM1 y LJM2. Para reencauzar las cosas, recomendaron crear un comité revisor, con directivos de Enron, y asegurarse de que las dos LMJ cumpliesen con las condiciones contables indispensables para ser tratadas como entidades autónomas y no como subsidiarias.
Precisamente mientras se remitía ese documento, la junta de Enron adoptaba una inesperada decisión: Skilling, desde hace tiempo segunda autoridad, se haría cargo de la gerencia ejecutiva (CEO) y Lay continuaría como presidente del directorio. Fue la comidilla de todo Tejas.
Ya entonces, la compañía era objeto de durísimas críticas originadas en la crisis eléctrica de California y estados colindantes, que derivaba en carestía, aumentos de precios, etcétera. Los operadores de Enron se dedicaban a la compraventa de energía y los funcionarios a cargo de servicios acusaban a la empresa y otras en el mismo sector de manipular el mercado para sacar provecho a expensas de los usuarios.
En busca de paliativos
No obstante, la clave residía en el valor bursátil del paquete Enron ¿Por qué? Porque algunos de sus negocios más importantes con las “sociedades Fastow” que le habían permitido dejar fuera de libros enormes pérdidas potenciales- estaban respaldados con acciones de la firma matriz. Por consiguiente, si esos papeles bajasen mucho, las operaciones se vendrían abajo.
Por cierto, los contratos entre Enron y algunas de esas sociedades contenían una “cláusula gatillo” requiriendo que las acciones se mantuviesen encima de determinado piso. De lo contrario, caería el propio crédito de Enron y la empresa afrontaría una alarmante gama de consecuencias, todas negativas para las utilidades que se consignaban en el balance.
En ese momento, empezaron a preocupar, especialmente, los negocios de Enron con cuatro sociedades Fastow conocidas como “predadoras” (raptors), que habían permitido descargar de libros pérdidas por unos US$ 504 millones.
Durante meses, los contadores habían hecho lo imposible para mantener a flote la predadoras, que se financiaban directa o indirectamente con acciones o bonos de Enron. Dado que habían sido creadas para asumir riesgos de pérdidas futuras en la cartera inversora de Enron (dominada por puntocom, tecnológicas y similares), la empresa madre podía excluir esos mismos riesgos de sus balances. Pero sólo si las raptors permanecían financieramente sanas hasta expirar sus obligaciones.
Por fin, el 26 de marzo casi al filo del Iº trimestre- los contadores encontraron una forma de refinanciar a las predadoras, mediante una cadena de operaciones tan complejas como frágiles que, de todos modos, seguían siendo vulnerables a ulteriores descensos accionarios. Pero sólo habían demorado un poco lo inevitable.
Sin embargo, mientras los contadores pasaban noches insomnes, los ejecutivos de Enron le daban los toques finales a un negocio que les depararía millones… a ellos. Precisamente el día que se completó el arreglo para las raptors, se cerraba trato con Chewco, una sociedad supuestamente independiente. A la sazón, Chewco tenía participación en otra sociedad armada por Fastow, JEDI, y quería vendérsela a Enron. Ésta accedió a comprarla por US$ 35 millones. Lo que pocos sabían dentro del grupo y casi nadie afuera es que Chewco estaba controlada por Michael J.Kopper, un gerente a órdenes de Fastow.
Dos semanas después, el 17 de abril, Enron presentó el balance del trimestre enero-marzo. Tras desviar las pérdidas de las predadoras, el grupo daba utilidades por US$ 425 millones. Ese mismo día, se hizo una conferencia a distancia con analistas de Wall Street. Skilling la abrió disertando un cuarto de hora. Detalló varios aspectos operativos y financieros, pero no dijo una palabra sobre raptors, la mayor transacción unitaria del trimestre.
Luego, alguien le preguntó qué reservas había inmovilizado Enron debido a su exposición en la crisis de California, donde Pacific Gas & Electric la mayor distribuidora del Estado se había amparado en la ley de quiebras. Molesto, Skilling respondió: “No hay motivos para que nadie se preocupe por riesgos crediticios”, añadió. Al rato, tomó la palabra Richard Grubman, de Highfields Capital Management. El analista se preguntó por qué Enron no había entregado el balance completo y fue duro: “Son ustedes un caso único, pues no pueden acompañar el informe de ganancias con un estado financiero ni de caja”. Skilling se volvió a sus gerentes y murmuró una mala palabra, que dejó tiesos a quienes la oyeron desde Nueva York.
Conflictos e incompatibilidades
Al cabo de varios años como experto en impuestos, Jordan Mintz fue transferido (octubre de 2000) a la división financiera que manejaba Fastow. Casi de inmediato, descubrió una pila de archivos con detalles sobre transacciones con las sociedades cautivas y quedó alelado ante lo que iba viendo. En nombre de empresas aparentemente independientes, Fastow hacía negocios con sus propios subordinados, que representaban a Enron. Pero, para considerarse aprobados, esos documentos tenían que tener al pie la firma de Skilling… y la línea correspondiente estaba en blanco. Era una situación peligrosa.
Mintz les expuso la cuestión al director contable y al gestor de riesgos. El primero, Causey, fue muy directo: “Yo no me haría cortar el cogote por esto”, palabras citadas por Mintz durante su testimonio ante los senadores. Eventualmente, los tres acordaron elevar una comunicación a Skilling, cosa que hicieron el 22 de mayo. Skilling jamás contestó.
Para el mundo exterior, la compañía lucía tan poderosa y fascinante como siempre. El 12 de junio, Jeffrey Skilling cerraba una conferencia sobre gestión tecnológica en Las Vegas, donde Enron fue proclamada “la compañía más innovadora de Estados Unidos” y se declaró a Skilling “el CEO número uno de todo el país”.
A mediados de junio, las acciones de Enron habían cedido a menos de US$ 50, perforando el piso del primer gatillo. Esta contracción bursátil incrementaba presiones sobre las sociedades Fastow que, hasta poco antes, habían protegido a Enron de pérdidas. El 14 de agosto, otra sorpresa institucional: Skilling anunció su renuncia como CEO, apenas seis meses después de ser designado, arguyendo razones personales que nunca explicó e insistiendo en que las finanzas de Enron no podían andar mejor.
Más preguntas incómodas
“¿Se ha convertido Enron en un lugar de trabajo riesgoso? ¿Podremos subsistir aquellos de nosotros que no nos hayamos enriquecido estos años?” Ambas preguntas iniciaban una carta de siete páginas dirigida a Lay, sin firma. Tras la ida de Skilling, Lay volvió a ser CEO y le pidió al personal formular anónimamente inquietudes.
Pero esa misiva era algo más. Su autor describía en detalle las sociedades inventadas por Fastow y sus especulaciones con derivativos, pronosticaba violentos reveses financieros en menos de un año y temía que Enron cayese en medio de un escándalo. Lay le envió el texto a James V.Derrick, asesor principal del directorio. Ambos resolvieron encomendar una investigación a Vinson & Elkins.
Pronto, la autora se identificó a sí misma. Era Sherron S. Watkins, una contadora despedida ocho años antes y retomada en junio para trabajar con Fastow. El 20 de agosto, Watkins compartió sus desvelos con James A. Hecker, un colega de Andersen. Entretanto, abogados de Vinson & Elkins interrogaban a Fastow, Duncan (de AA) y otras personas involucradas en las transacciones de marras.
Se deshace la madeja
Hacia fines de septiembre, las acciones continuaban cayendo. En ese punto, auditores de Andersen advirtieron un error cometido doce meses antes en los libros de Enron. Habían añadido al activo US$ 1.000 millones en posiciones a término (derivativos, o sea deuda) empleadas para financiar sociedades predadoras. A esa altura, Lay y sus asesores habían decidido desmantelar las raptors. Eso quería decir que las pérdidas disimuladas tanto tiempo tendrían que revelarse. Además, sería preciso recortar otros US$ 200 millones de los activos. Eso hicieron, produciendo el primer balance trimestral negativo en tres años.
Hilo a hilo, la madeja iba deshaciéndose. La acción alcanzó a fines de octubre a menos de US$ 20. Para entonces, Enron había bloqueado la venta de papeles en poder del fondo jubilatorio de su propio personal, so pretexto de una reorganización administrativa. Ante el clamor de los mercados, Lay le dio licencia por tiempo indeterminado a Fastow.
A mediados de octubre, Stanley Horton jefe de la división gasoductos- se había reunido con Stephen W. Bergstrom, CEO de Dynegy Inc, rival de Enron. Horton le describió los problemas y sugirió una fusión entre ambas empresas como salida. Bergstrom consultó con su segundo, Chuck Watson. Éste habló con Lay y los cuatro resolvieron encontrarse.
Entretanto, las cosas empeoraban. Funcionarios de Enron se comunicaron con Andersen y tiraron una bomba: Chewco, registrada como independiente, no llenaba los requisitos para serlo.
Aún si prosperasen las tratativas con Dynegy, ya entonces las posibilidades de sobrevivencia eran escasas. La acción Enron rozaba los US$ 15 y continuaba barranca abajo. El 26 de octubre, Lay recurrió a sus amigos en Washington. Demasiado tarde, presumen algunos observadores.
Cuenta regresiva
El sábado 27 de octubre, Watson (Dynegy) visitó a Lay e hicieron un borrador de convenio. Lay aceptó excluirse de la futura fusión. El domingo, telefoneó a Paul O´Neill, secretario de Hacienda, que residía en el edificio Watergate (tan luego) y le sugirió que un colapso de Enron pondría el riesgo todo el sistema financiero norteamericano. O´Neill no coincidió.
A primera vista, Dynegy parecía ser la tabla de salvación. El 7 de noviembre, ambos directorios habían llegado a un acuerdo preliminar pero, ese mismo día, Enron admitió que toda su contabilidad desde 1997 era una ficción creada en gran medida por las “sociedades Fastow”. La novedad sacudió a un mercado ya muy escéptico, pues corregir los estados financieros “distorsionados” equivalía a eliminar US$ 600 millones en utilidades ya declaradas. Lay le aseguró a Dynegy que el negocio central seguía fundamentalmente sano y que su único problema era el pánico temporario en Wall Street, disparado por una caída de US$ 1.200 millones en el valor bursátil de Enron. Casi nada.
Pero, en verdad, la compañía se desangraba. Sólo en la semana posterior al preacuerdo con Dynegy, había quemado US$ 2.000 millones sin decirle palabra a su potencial socio. Por fin, el 19 de noviembre saltó la liebre: Enron certificó el informe del III trimestre y reveló aquel drenaje de caja más un vencimiento por US$ 690 millones que debía pagar en pocos días. Dynegy se sintió burlada y la acción de Enron se desmoronó a siete dólares (-87,8% en pocos meses).
El 26 de noviembre, otro lunes, parecía que habría acuerdo con Dynegy. A punto de subscribirse el documento, el miércoles, Lay reunió a los suyos y les dijo: “Acabo de hablar con Watson. La fusión no se hace”. Habían expirado todos los plazos, no quedaban alternativas y la empresa empezó a reunir documentación para pedir la quiebra según la ley federal. El 1º de diciembre, el directorio en pleno aprobó la solicitud. Al día siguiente, Steven Va_ek (del estudio Weil Gotshal) certificó electrónicamente el pedido formal por Internet ante los tribunales de Nueva York. Era la mayor bancarrota privada en EE.UU. y el máximo ejemplo de cómo una empresa puede ser víctima de los mismos instrumentos derivativos que, en los 90, habían acabado con Baring Brothers. Después, Paul Krugman pudo decir: “En el futuro, se verá que Enron habrá tenido más impacto socieconómico y político que las Torres Gemelas”.