A Andrew Bell, un especialista con 35 años de experiencia en la industria del vino, le pusieron delante dos copas de vino tinto, en ambos casos una bebida con cuerpo, y aroma con notas de canela y cardamomo. Una llena con vino de una marca carísima de California llamada The Prisoner; la otra, un clon preparado en un laboratorio de Colorado de una compañía que toma vino ordinario y le agrega esencias y sabores que hacen que parezca un gran vino.
Con este método, Replica Wine hace copias de los vinos más populares del mundo y les pone nombres audaces que revelan sin complejos que son copias. Una de esas marcas, por ejemplo es Pickpocket, que quiere decir carterista o punga y los vende a la mitad del precio jactándose además de que nadie puede advertir la diferencia.
Bell insertó su nariz en cada copa y luego tomó tres largos sorbos. Con su experiencia de 35 años catando vinos no pudo discernir cuál era The Prisoner y cuál la copia falsa.
Tal vez estemos al comienzo de una revolución en la industria del vino, en la cual todo eso de sagrado sobre una cosecha, su conexión con la tierra y la luz del sol esté a punto de desaparecer.
Los hombres que fundaron y manejan Replica Wine suenan a revolucionarios. “Los vinos más finos sólo los pueden comprar los ricos. Queremos democratizar esos sabores”, dice Ari Walker, uno de ellos.
Ante esto, muchos enólogos se horrorizan y hablan de vinos Frankestein. Pero Walker sostiene que están actuando bien y que nadie los puede demandar. “Los supermercados hacen versiones genéricas de alimentos todo el tiempo”.