La rara alquimia entre rentabilidad, equilibrio social y ambiental afronta un escollo no menor en la acentuada desigualdad de fuerzas que caracteriza a las relaciones de poder entre bloques económicos, países y sociedades.
En ningún discurso deja de estar presente la preocupación por los malos tratos a los que se somete al planeta, las emanaciones de gases, el recalentamiento global, la contaminación, las catástrofes que acompañan al cambio climático, el avance de la pobreza y la violación de derechos humanos fundamentales, como el libre acceso al agua, o la destrucción de los hábitats naturales.
Pero a la hora de ceder algún cero en los balances, de tratar a seres humanos de inferior condición socioeconómica como semejantes, o de no perder el turno de orador en el foro político, suele campear la excusa que Poncio Pilatos instaló al comienzo de la era cristiana: el lavado de manos. Las Naciones Unidas ofician, en ese aspecto, de lavatorio desde la cumbre de Estocolmo 1972 en más y convierten a la política en la faceta más turbia de la sustentabilidad. Acumuló desde entonces más de 40 años la serie de los encuentros de las tierras, en las que los representantes de los países no hacen más que pasarse literalmente la pelota cuando se abordan los temas concretos de cuidado y preservación del medio ambiente.
Vino Nairobi 1982, cinco años después se formalizó el concepto de “desarrollo sostenible” en el informe anual de la Comisión Brundtland, 1992 en Río, Conferencia de las Naciones Unidas para el Ambiente y el Desarrollo, Berlín 1995, Kioto 1997, Buenos Aires 1998, La Haya 2000, Marrakech 2001, Johanesburgo, 2002, Copenhague 2009, Río +20, y el prólogo del G7 en Alemania a la cumbre de diciembre en París. En ninguna se pudo hacer aprobar la declamada sustitución de combustibles fósiles por fuentes de energía renovables, pero recién en el último cónclave de los poderosos de la tierra el gran logro fue fijar como objetivo para antes de 2050 una reducción de las emisiones de CO2 entre 40% y 70% con respecto a 2010.
Anfitriona del evento, la canciller alemana, Angela Merkel, terminó siendo brutalmente sincera: “es evidente que 40% no es suficiente”; pero “sabemos que el G?7 solo, aun cuando dejara de emitir CO2, no podría resolver el problema. Los países emergentes, como China, deberán contribuir al cambio climático”.
Reducir emanaciones
De cualquier forma, las compañías multinacionales ya vienen administrando desde hace 15 a 20 años cambios en su cultura productiva tendientes a reducir las emanaciones y la generación de desperdicios. No es que de golpe les haya picado el bicho de la filantropía ni que se volviesen ecologistas, sino que comenzaron a regir en Europa y EE.UU. regulaciones en materia de consumo energético, tratamiento de residuos, emisiones de gases de efecto invernadero y uso del agua.
Una avanzada de las corporaciones a escala global mutó la amenaza en oportunidad e incorporó las prácticas de Responsabilidad Social Empresaria, los voluntariados y las acciones comunitarias a los negocios. Hasta el CEO de una de las empresas de mayor penetración en el planeta, Unilever, Paul Polman, se avino a profeta del ecologismo, con piezas oratorias que bien podrían habérsele atribuido al premio Nobel de la Paz africano Wangari Maathai.
Empezaron en el mundo a pulular plantas de reciclados de desperdicios, sistemas que mejoran la eficiencia energética y en el uso del agua, tecnologías que sustituyen la industria de la reposición por la de duración prolongada, inversiones todas de largo plazo que redundaron en ahorros de costos reflejados en sucesivos balances.
El factor más dramático de cambio que podría inclinar aún más el fiel de la balanza hacia la sustentabilidad sería si las empresas ¿las que cotizan en la Bolsa en todo el planeta? abandonasen la arraigada tradición de los balances trimestrales por cuyos resultados se juzga a los altos directivos. Si la conducción debe vivir pendiente de estos resultados de corto plazo, nunca alentará programas de preservación y reciclado de agua, de protección de la salud y de mejora en la educación, todas inversiones de largo plazo, por definición.