El tabú y el estigma de las enfermedades mentales

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Padecer enfermedades mentales sigue considerándose por buena parte de la sociedad un asunto vergonzoso. Nada que ver con lo que sucede ante cualquier otro tipo de padecimiento.

Por eso muchos de quienes las sufren lo ocultan, incluso ante sí mismos, negando la realidad de la enfermedad mental. Es lo que llamamos tabú.

Quienes lo ven desde fuera no reaccionan mejor. La primera respuesta suele ser de rechazo. Sobre todo, porque los enfermos mentales son percibidos como demasiado diferentes. Tal consideración no está normalmente exenta de una sospecha de culpabilidad. Esa combinación de rechazo y culpabilización conforman el estigma que suele rodear a quienes padecen trastornos mentales.

El dilema alma/cuerpo

Si pensamos en culpa es porque obviamos que, sin nuestro complejísimo cerebro, la mente no podría existir. Es más, solemos manejarnos bajo la premisa de que nuestra actividad mental es fruto de una entidad más o menos inmaterial, independiente del sustrato cerebral que la sustenta.

Algunos denominan alma a esta entidad, otros simplemente mente, pero en ambos casos le atribuimos cualidades incorpóreas. Entre ellas, la voluntad, la honestidad o la bondad y, sobre todo, la capacidad de elegir entre opciones. Todas teóricamente independientes del cerebro.

Al final, ese concepto erróneo se traslada a los trastornos mentales, que se identifican como una alteración de esa entidad inmaterial. De ahí que los valoremos de manera distinta al resto de enfermedades.

Entendidos los trastornos mentales como alteraciones de lo que nos hace humanos, quienes los padecen se sienten desposeídos de una parte importante de su humanidad. Y se genera una conclusión equivocada: que el que sufre o distorsiona la realidad tiene una buena parte de culpa en ello. Visto así, se entienden el tabú y el estigma.

Cuando el cerebro no se adapta

La ciencia dice otra cosa muy distinta. El cerebro es el órgano fundamental para relacionarnos con nuestro entorno. En cuanto a la actividad mental, se trata de una representación del mundo en el que vivimos. Esa actividad surge de complejos patrones cerebrales constantemente cambiantes que nos permiten predecir los acontecimientos y adaptarnos lo mejor posible a ellos.

Considerando la inmensa complejidad cerebral, no es extraño que muchas personas tengan propiedades cerebrales que dificulten esa función adaptativa, al menos bajo ciertas condiciones ambientales.

Esta visión sobre las interacciones de las propiedades cerebrales individuales y el entorno en que el sujeto vive podría ayudar definitivamente a acabar con el tabú y el estigma de los trastornos mentales/cerebrales.

Si asumimos que hay personas cuyas características genéticas les dificultan adaptarse a ciertas dietas, ¿por qué no va a existir una parte de la población cuyas características genéticas dificulten su funcionamiento adaptativo mental?

En algunos casos, el sesgo hacia ciertas conductas, afectos o pensamientos alterados sería primariamente cerebral. Es decir, se produciría cuando las dinámicas neurológicas alteradas provocaran una mala adaptación a la mayoría de los entornos.

Por ejemplo, las neuronas inhibitorias que utilizan el neurotrasmisor GABA son clave para seleccionar los grupos sinápticos cuya actividad sincrónica representa la realidad en nuestro cerebro. Un leve desequilibrio de ese tipo de actividad puede dar lugar por sí mismo a grandes problemas en la representación y el procesado de la realidad en que vivimos. Un ejemplo de la relevancia de este desequilibrio es la esquizofrenia. Muchas personas que padecen este trastorno muestran un déficit relativo en la trasmisión mediada por GABA que puede interferir en la construcción adecuada de las representaciones de la realidad.

Sufrir con el otro

La colaboración entre iguales y la compasión nos hacen humanos. Mediante las llamadas neuronas espejo somos capaces de experimentar en buena parte los estados mentales de los otros, incluyendo su malestar. Esas habilidades hacen que, al observar una emoción en otros, el cerebro se active prácticamente igual que cuando la experimentamos en nuestras propias carnes. Por eso sentimos como propias la alegría o el malestar ajenos.

Una consecuencia natural es que, cuando encontramos a alguien que sufre, para evitar sentir su sufrimiento, tendemos a evitarle, salvo que nos mueva un interés muy especial hacia esa persona. No es una decisión egoísta racional: es como retirar la mano del fuego.

Negarlo no sirve de nada

En las décadas recientes ciertos grupos tratan de paliar la marginación y el tabú mediante la negación de la existencia de los trastornos mentales. Mejor dicho, negando que cualquier base cerebral alterada pueda contribuir a los mismos.

La idea subyacente es que los trastornos mentales serían modos de estar en el mundo, tan respetables como cualquier otro. Sin embargo, las evidencias de que ciertas disfunciones cerebrales contribuyen a una función mental alterada son abrumadoras.

Por tanto, la negación de la enfermedad mental no es una respuesta válida frente al estigma. Como no lo sería, por ejemplo, entender la obesidad mórbida como una opción personal frente a la que hubiera que abstenerse de cualquier intervención.

La superación del estigma y del tabú asociados a los trastornos mentales debe venir de la mano de su adecuada comprensión científica. Esta comprensión incluye la íntima relación entre los eventos vitales, las características sociales y la función cerebral. No puede haber una ciencia de los trastornos mentales que excluya estas relaciones.

(*) Psiquiatría, Universidad de Valladolid

 

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