Por Elena Sanz (*)
Ambos han dedicado una parte importante de su actividad a la investigación científica. Ambos han tenido responsabilidades de gobierno en sus respectivas universidades y ambos dirigen cátedras de cultura científica.
La ciencia es su profesión, sí, pero también su afición. Y han decidido sacar a la luz sus “males” para contribuir a sanear el sistema científico y que este gane en credibilidad y reconocimiento.
(Juan Ignacio Pérez Iglesias, es catedrático de Fisiología en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea. Iñaki Aldaz, SINC, y
Joaquín Sevilla, es catedrático de Tecnología Electrónica en la Universidad de Navarra. Iñaki Aldaz / SINC
-Presentan el libro como “la obra bienintencionada de dos amigos, científicos de profesión, a quienes no acaba de gustarles parte de lo que ven en el mundo profesional al que pertenecen”. Pero hay otra parte de ese mundo profesional que no solo no les disgusta, sino que les entusiasma…
Joaquín Sevilla: De hecho, podríamos decir que lo que nos convence de la ciencia es prácticamente todo. En especial, la manera que tiene de generar conocimiento fiable al margen de los sujetos que la producen. A los seres humanos nos ha costado siglos conquistar esta manera de pensar, que ha resultado ser poderosísima desde muchos puntos de vista.
Juan Ignacio Pérez Iglesias: Coincido con Joaquín en que ser capaz de generar conocimiento fiable es la gran fortaleza de la ciencia: que lo que se descubre sea válido aquí y en Pekín.
Citan una frase de Etxenique que describe la ciencia en seis palabras: “Hermosa estéticamente, importante culturalmente, y decisiva económicamente”. ¿Es un buen resumen?
Juan Ignacio: Sin duda. Nadie discute que la ciencia es un producto cultural que, además, genera riqueza. El tercer rasgo entra dentro de lo que podríamos entender como “frikismo científico”: la ciencia nos produce placer estético. Ciertos hallazgos tienen valor estético en sí mismos.
Los físicos, por ejemplo, se deleitan con algunas ecuaciones en las que una formulación extremadamente simple es capaz de englobar numerosos aspectos de la realidad. En biología, podríamos señalar a la cadena de ADN como el sumun de la belleza. No solo por su forma, sino porque en esa forma que tiene va implícito su mecanismo de replicación.
-Toda esa belleza se difumina un poco cuando aterrizamos en la realidad del científico de carne y hueso: inestabilidad de la financiación, burocracia excesiva, precariedad laboral, la presión del “publica o perece”, etc.
Joaquín: Lo raro sería que no fuera así. Ocurre en todas las actividades humanas. Si piensas en la vida de un músico, por ejemplo, solo empieza a ser “bonita” cuando ya es excelso, no mientras va con la furgoneta de pueblo en pueblo cantando en verbenas y garitos. En realidad, las vidas laborales son miserables en casi cualquier actividad. Lo que nos preocupaba a nosotros al escribir el libro es que esas miserias, esos males de la ciencia, han ido empeorando en las últimas décadas. Si hace 20 años se vivía mejor, entendemos que hay margen para mejorar la situación laboral actual.
Juan Ignacio: Me sumo y añado que no es nada despreciable el número de personas que últimamente entra en la esfera científica y decide dejarlo (pudiendo seguir, se entiende). ¿Por qué? Mucha gente coincide en que aspira a tener un horario normal y a no sufrir cada vez que manda un proyecto o envía un artículo. No les basta con la recompensa de generar conocimiento. Y eso que el subidón que provoca encontrar algo realmente nuevo e interesante, algo “guapo” de verdad, es tremendo.
El trabajo del científico es esclavo, en muchos momentos no tienes vacaciones, ni fines de semana, en mi caso incluso iba al laboratorio por la noche… Pero eso se podría sobrellevar si no trabajásemos contrarreloj, con una financiación cada vez más limitada y limitante. Ahí es donde podemos mejorar bastante.
-Afirman en el libro que lo peor que le puede pasar a la ciencia es perder su credibilidad. Una credibilidad perfectamente compatible con su provisionalidad, es decir, con que se apoye en hipótesis y teorías que son continuamente reemplazadas por otras mejores. ¿Ha captado mejor esta idea la sociedad a raíz de la pandemia de covid-19?
Joaquín: Creo que, con la pandemia, y sobre todo con la eficaz vacunación, en la mayoría “sensata” de la sociedad el mensaje ha calado, se empieza a entender cómo funciona la ciencia. Pero en los márgenes, en los extremos, ha ocurrido justo al revés: se han originado un revuelo, una oposición y un anticientificismo extremos.
Juan Ignacio: En concreto en España, creo que es una mayoría la que ha reforzado la confianza en la ciencia, porque de otro modo no habría habido un nivel tan alto de vacunación. Sin embargo, es difícil dilucidar si, a nivel global, la ciencia como generadora de conocimientos ha salido reforzada o no. El tiempo lo dirá.
-Y por eso escriben un libro, entre otras razones.
Joaquín: En el libro insistimos en que una cosa es el conocimiento científico y otra las decisiones que afectan a la sociedad, que escapan a los científicos. Decidir si hay que llevar o no mascarilla no es ciencia, es una decisión política. La ciencia solo puede informar de cuántos virus filtra una mascarilla determinada.
Lo peor es que a veces la confrontación política ha hecho que nuestros representantes digan cosas como: “Si este es mi enemigo político y se ha basado en este conocimiento científico, ese conocimiento es también mi enemigo”. Este razonamiento fomenta la deslegitimación del conocimiento, que debería estar al margen de cualquier ideología. El conocimiento científico no es ni de derechas ni de izquierdas.
-Otro enemigo de la buena ciencia es la presión por publicar que sienten los científicos
Juan Ignacio: El “publica o perece” es, sin duda, un enemigo de la buena ciencia. Hay muchos currículos imposibles, personas que han escrito doscientos o trescientos artículos a los que no han podido dedicarle el sosiego necesario para valorar lo que han publicado allí. Hay mucha presión por publicar, eso hace que se publique más de lo que es razonable y hay una sobreproducción de conocimiento o pseudoconocimiento, además de que surge el riesgo de fraude, porque puede haber gente que se sienta tentada de sacarse un estudio de la manga con tal de no perder la financiación que necesita para continuar su proyecto.
Joaquín: Otra consecuencia de esto es la tendencia a publicar en lonchas de salami, es decir, en las piezas más pequeñas de conocimiento genuino que te permita una revista. Además de que a veces, aunque no haya intención de engañar, se publican conclusiones basadas en muestras que no tienen suficiente base estadística. Todo esto no se evita con policía del sistema científico, es decir, con más revisores reclutados por la industria editorial.
La manera de solventar es generar un entorno de trabajo más saludable en general y un sistema de reconocimiento de méritos que permita hacer ciencia con un poco más de calma.
-La ciencia, ¿puede vivir al margen de las presiones económicas?
Joaquín: La ciencia es una actividad humana, y si los humanos son capaces de debatir y de su trabajo emerge un conocimiento válido y de consenso que todos compartan, estupendo. Pero también puede ocurrir que las presiones externas sean fuertes y que socialmente acabemos abrazando una idea que no se corresponda con la evidencia científica… Ha ocurrido cientos de veces en la historia.
En mi opinión es un problema sociopolítico, y no un problema de cómo genera la ciencia el conocimiento científico. Cuando los intereses económicos son potentes, e incluso contradictorios, la ciencia no puede esconderse bajo un paraguas y quedarse al margen.
Juan Ignacio: Y no solo entran en juego intereses económicos, también valores. Hay un ejemplo que viene que ni pintado. En Alemania, han estudiado cómo en varios municipios que, tras continuados ataques de los lobos al ganado, ha subido la extrema derecha. Los votantes protestaban por la “manía” que nos ha dado por proteger el lobo, y eso ilustra a la perfección lo compleja que es la sociedad. En España ocurre algo parecido con los toros y la caza.
Creo que como científicos a veces nos quejamos inútil y estérilmente de que este tipo de cosas sucedan. Nosotros tenemos que hacer lo mejor posible nuestro trabajo, y luego, si queremos, actuar como ciudadanos para intentar cambiar las cosas.
(*) Redactora Jefa / Editora de Salud y Medicina.