En 1996 Tommy Hilfiger recibía el galardón de diseñador del año en ropa de hombre. La razón del éxito abrumador de Hilfiger, niño mimado de la moda por aquellos días, se debía principalmente a que sus creaciones cruzaban barreras raciales, demográficas y geográficas.
El negocio floreció y creció ininterrumpidamente durante largo tiempo. Durante el último año fiscal, la Tommy Hilfiger Corporation registró ingresos por US$1.900 millones por la venta de ropa informal en todo el mundo y por la licencia de su logotipo rojo, blanco y azul para accesorios como carteras, relojes y zapatos.
Pero el imperio ya no es tan fuerte como antes. Las ventas bajaron a la mitad en los últimos cinco años y Hilfiger ha debido cerrar locales especializados y muchas boutiques instaladas dentro de tiendas por departamentos. Las acciones de la empresa caen. Para colmo, actualmente se le investiga una presunta evasión de impuestos que habría realizado inflando las comisiones que su unidad estadounidense pagaba a una subsidiaria extranjera por servicios de control de calidad de productos.
Como parte del esfuerzo por recuperar la buena senda del negocio, la empresa compró la marca de Karl Lagerfeld, Lagerfeld Gallery, por US$ 30 millones. La idea de Hilfiger es sacar una segunda marca Lagerfeld, menos cara. Muchos observadores creen que este acuerdo es un acierto para ambas marcas: Hilfiger aprovecha el estilo clásico y Lagerfeld se dirige a una nueva dimensión de clientes, más jóvenes e informales. Pero como siempre, no todos aplauden. Otros se preguntan si Lagerfeld hace bien en vender todo a Hilfiger: la colección que él mismo diseña, las colecciones de alta costura que diseña para Chanel y las colecciones en piel que crea para Fendi. Todas esas marcas exclusivas pasan ahora a manos de una marca intrínsecamente informal.
Aparte de todas sus adquisiciones nuevas -que habrá que ver cómo maneja– Hilfiger tiene que demostrar si es capaz de restaurar la buena salud de su marca central: la que lleva su propio nombre.
Parte del problema radica en que Hilfiger invirtió millones de dólares en las boutiques que armó dentro de tiendas por departamento en todo el territorio de Estados Unidos. La marca, cree el fundador, tuvo una distribución excesiva y ahora es necesario reducir el número de boutiques en más de 20%.
En 1996 Tommy Hilfiger recibía el galardón de diseñador del año en ropa de hombre. La razón del éxito abrumador de Hilfiger, niño mimado de la moda por aquellos días, se debía principalmente a que sus creaciones cruzaban barreras raciales, demográficas y geográficas.
El negocio floreció y creció ininterrumpidamente durante largo tiempo. Durante el último año fiscal, la Tommy Hilfiger Corporation registró ingresos por US$1.900 millones por la venta de ropa informal en todo el mundo y por la licencia de su logotipo rojo, blanco y azul para accesorios como carteras, relojes y zapatos.
Pero el imperio ya no es tan fuerte como antes. Las ventas bajaron a la mitad en los últimos cinco años y Hilfiger ha debido cerrar locales especializados y muchas boutiques instaladas dentro de tiendas por departamentos. Las acciones de la empresa caen. Para colmo, actualmente se le investiga una presunta evasión de impuestos que habría realizado inflando las comisiones que su unidad estadounidense pagaba a una subsidiaria extranjera por servicios de control de calidad de productos.
Como parte del esfuerzo por recuperar la buena senda del negocio, la empresa compró la marca de Karl Lagerfeld, Lagerfeld Gallery, por US$ 30 millones. La idea de Hilfiger es sacar una segunda marca Lagerfeld, menos cara. Muchos observadores creen que este acuerdo es un acierto para ambas marcas: Hilfiger aprovecha el estilo clásico y Lagerfeld se dirige a una nueva dimensión de clientes, más jóvenes e informales. Pero como siempre, no todos aplauden. Otros se preguntan si Lagerfeld hace bien en vender todo a Hilfiger: la colección que él mismo diseña, las colecciones de alta costura que diseña para Chanel y las colecciones en piel que crea para Fendi. Todas esas marcas exclusivas pasan ahora a manos de una marca intrínsecamente informal.
Aparte de todas sus adquisiciones nuevas -que habrá que ver cómo maneja– Hilfiger tiene que demostrar si es capaz de restaurar la buena salud de su marca central: la que lleva su propio nombre.
Parte del problema radica en que Hilfiger invirtió millones de dólares en las boutiques que armó dentro de tiendas por departamento en todo el territorio de Estados Unidos. La marca, cree el fundador, tuvo una distribución excesiva y ahora es necesario reducir el número de boutiques en más de 20%.