Mientras, los empleados veían cómo sus salarios se escurrían con cada gota que llenaba el tanque de sus autos. En este contexto, Jack Nilles –un físico que formaba parte del programa espacial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos– recibió de forma casual un comentario que le sirvió de disparador para una idea: “Ustedes que mandaron a un hombre a la Luna, ¿por qué no hacen algo para mejorar el tránsito”.
En ese momento, no existía una tecnología para trabajar desde las casas, pero se pensó en una solución viable: oficinas satélites que se distribuyeron cerca de las zonas residenciales de los empleados. A los nueve meses de su implementación, el primer caso de trabajo remoto demostró ser efectivo, redujo el tráfico, el consumo de combustible, la rotación de personal y generó un impacto ambiental positivo. El gobierno de la ciudad de Los Ángeles probó esta idea a gran escala y confirmó estos resultados.
La evidencia estaba servida y los recursos disponibles, entonces, ¿por qué la idea del teletrabajo no prosperó? La respuesta está en el paradigma de los baby boomers o la generación cableada. Los managers nacidos entre 1945 y 1964 crecieron y se formaron en un mundo centrado en lo tangible.
El relacionamiento y la gestión de las personas se basaba exclusivamente en el poder de control por observación directa a los empleados y maquinarias. Incluso con las bondades de la electricidad y el teléfono, seguían tan atadas a los cables como la generación anterior a las tuberías neumáticas para enviar mensajes, mientras que las pulseadas de poder se medían en quién tenía el edificio más grande. PanAm, MetLife, Citicorp y otros que se construyeron y se pueden ver hoy en Manhattan, se terminaron de construir promediando los años 60 y son una demostración de esta visión.
El trabajo remoto se postergó intencionalmente porque cuestionaba las premisas del management baby boomer y las dinámicas de relacionamiento, gestión y política corporativa. A fines de los 90 usábamos las mismas planillas de cálculo, procesadores de texto y presentaciones que ahora, la fibra óptica proveía un acceso doméstico a Internet a una velocidad razonable, las aplicaciones de mensajería incluían videoconferencia y, en el 2001, casi el 50% del mercado utilizaba Windows XP, una versión reconocida como particularmente segura. Hace diez años ya existía la tecnología que permitía esta modalidad de trabajo y, lo más importante, ya teníamos a la generación Y, que nació al ritmo de la tecnología digital, por lo que lo único que faltaba era la motivación del cambio.
Si los jefes y gerentes hubiesen sido lo suficientemente temerarios para explorar este territorio desconocido, otra sería la historia, pero eso hubiese implicado cambiar las reglas del juego y una migración masiva de mandos medios fuera de la zona de confort. Se puede decir que fue por aversión al riesgo y la conveniencia de extender su normalidad. El sesgo del statu quo alimentó la tendencia conservadora de la gestión analógica que todavía hoy se mantiene en posiciones de toma de decisiones.
Ni siquiera una fuerza de trabajo nativa del mundo digital que nunca rebobinó una película o discó un teléfono y pide a gritos el trabajo remoto como un beneficio, le pudo ganar a la mentalidad analógica que lo contuvo todo lo que pudo.
Pero los sistemas duran hasta que se extinguen y el Covid-19 lo cambió todo. De pronto, lo que se presentaba como un beneficio resultó ser la solución a la continuidad del negocio y como el único miedo más fuerte a la pérdida de poder es la de la obsolescencia, incluso los más detractores tuvieron que modificar su discurso. Como dice Jack Nilles, “siempre ha habido más tecnología de la que los gerentes están dispuestos a usar y que sus empleados aprovechen”.
(*) Consultor en excelencia operativa y transformación organizacional, de Baufest Argentina