La comida producida a gran escala ha sido fundamental en la estrategia económica y política global de bajar los precios de los alimentos. Para ilustrar este fenómeno vale una cifra: hacia principios del siglo 20, los estadounidenses gastaban 40% de sus ingresos en comida; al empezar el siglo 21, era menos del 10%. Lo mismo sucedió con la industria textil, haciendo que la ropa fuese cada vez más barata. De hecho, algunos especialistas han dicho que la economía estadounidese tiene a los pobres mejores vestidos.
El desafio, en realidad, es controlar la escala de los precios sin perder de vista otras variables, como la seguridad. Inclusive recientemente se ha descubierto que las empresas, y las fabricas en países emergentes que subcontratan, achican costos ahorrando en seguridad. El colapso de una fabrica textil en Dhaka, que mató a más de 1.100 personas, es un ejemplo. Pero también la poca conciencia ecológica de quienes producen alimentos, que terminan tirando cuerpos infectados y desperdicios en los ríos o la tentación de contratar a mano de obra ilegal, en negro, muchas veces de niños.
El consumidor ha cambiado, de alguna manera, y le preocupan estas cuestiones. Ya no se trata de conseguir todo al mejor precio sino de hacerlo responsablemente. Quieren saber que lo que comen es seguro y que su ropa no ha impactado negativamente en el mundo. ¿Cómo lograrlo? Es difícil. La variable precio-calidad sigue imperando y a los inversionistas les importa, más que cualquier otra cosa, la posibilidad de extraer ganancias. Sin embargo, el cambio de percepción de cara a la opinión pública está cambiando y las empresas responsables, que alineen sus estructuras para trabajar responsablemente, serán quienes sobrevivan.