La feroz competencia que se desató durante la década de los años ´80 hizo que las empresas productoras de bienes recurrieran a distintas estrategias para mejorar sus posibilidades en el mercado. Así, adoptaron programas diversos como el de calidad total (TQM, según siglas inglesas) “manufactura de justo-a-tiempo”, reingeniería, trabajo en equipos, “benchmarking”, y otros.
Aunque algunos de estos esfuerzos dieron buenos resultados, la mayoría – según las investigaciones más recientes – no logró conseguir el “nivel mundial” que tanto se buscaba. Ni siquiera están totalmente satisfechas algunas de las empresas japonesas que más lograron mejorar la competitividad y ahora comienzan a reconsiderar sus posiciones. Hay frustración, confusión y un acalorado debate sobre si las dificultades con estos esfuerzos son producto de una mala conducción o de defectos inherentes a los mismos programas.
El debate tiene una orientación equivocada. El problema no está en los programas ni en la manera en que se implementan. El problema es que “mejorar” la industria – adoptando, por ejemplo, “justo-a-tiempo”, TQM, o alguna de las otras variantes – no es una estrategia para lograr ventaja competitiva. Tampoco lo es aspirar a ser una actividad “magra” (“lean manufacturing”), al mejoramiento continuo o a un nivel de primera línea mundial.
En la actualidad una empresa necesita, más que nunca, definir qué tipo de ventaja competitiva está buscando en el mercado, luego decidir de qué manera – o sea, con qué estrategia – puede lograr esa ventaja. Pero depositar todas las expectativas en la implementación de uno u otro enfoque de “mejor práctica” significa implícitamente abandonar el concepto central de un éxito genérico en competitividad. ¿Cómo puede una empresa aspirar a lograr cualquier tipo de ventaja competitiva si su único objetivo es ser “tan buena como” su rival más difícil?
Robert H. Hayes y Gary P. Pisano, ambos profesores en administración de empresas de la Harvard Business School, en su libro titulado “The Machine that Changed the World” proponen una nueva explicación para los problemas que muchas empresas han experimentado con sus programas de mejoramiento. El nudo de la cuestión, dicen, es que la mayoría de las empresas se concentran en la “forma” y no en la “sustancia” de sus activos organizacionales. Al concentrarse más en la forma, muchos directivos adoptan los programas mencionados como soluciones a problemas específicos, pero no como simples caminos que conducen a lo que buscan.
Hasta 1980 en Estados Unidos imperó el modelo de producción industrial inventado 100 años atrás: producción para mercados masivos, diseños estandarizados y alto volumen de producción usando partes intercambiables. Modificado y elaborado por los principios de gerenciamiento científico que promulgaran Frederick Taylor, Isaac Singer, Andrew Carnegie y Henry Ford, este nuevo paradigma ayudó a Estados Unidos a convertirse en una usina industrial hacia la década de 1920.
Según ese modelo, varias ideas eran aceptadas como dogma:
1) que el trabajo se realizaba más eficientemente cuando se lo dividía y asignaba a especialistas;
2) que los gerentes y los miembros más expertos del personal debían ocuparse de las ideas, mientras los trabajadores se dedicaban a la acción;
3) que cada proceso se caracterizaba por una cierta cantidad de variación, de lo que se derivaba una irreducible tasa de defectos;
4) que la comunicación debía ser altamente controlada y que debía efectuarse respetando la cadena jerárquica de mando.
En 1969 Wickham Skinner cuestionó algunos de estos postulados afirmando que había una mejor manera de fabricar productos. Decía que las empresas se distinguen unas de otras por tener diferentes puntos fuertes y debilidades; y que pueden usar sus puntos fuertes (que casi nunca son los mismos) para diferenciarse de sus competidores.
Además, los diferentes sistemas de producción y el compuesto que resulta de las decisiones que se toman en ciertas áreas clave, tienen diferentes características operativas. Por lo tanto, en lugar de adoptar un sistema de producción estandarizado, la tarea que debe realizar la empresa es configurar un sistema de producción que, mediante un sistema de elecciones interrelacionadas e internamente coherentes, refleje las prioridades implícitas en su situación competitiva.
Para Skinner, entonces, la estrategia de manufactura debía estar basada en la noción de adecuación estratégica: la forma en que una empresa decidía fabricar sus productos debía reflejar su posición competitiva y su estrategia. De ahí el concepto de “focused factory”, o fábrica concentrada en un objetivo.
A pesar del surgimiento de un mundo totalmente diferente para la competencia industrial, este esquema básico demostró ser asombrosamente robusto. Muchas de las prácticas que se utilizan actualmente tienen su base en el modelo propuesto por Skinner.
Pronto se hizo evidente que ese esquema era incompleto. No explicaba, por ejemplo, por qué los fabricantes de artefactos eléctricos para el hogar podían elegir, por ejemplo, procesos de producción y estrategias competitivas similares pero uno podía tener mucho más éxito que el otro.
Las empresas japonesas comenzaron a fines de los ´70 a tomar por asalto los mercados mundiales en varios rubros. Su arma secreta resultó ser simple virtuosidad en la fabricación. Casi todas ofrecían mercancías similares a las que producían las empresas occidentales, y también las comercializaban en forma similar.
Lo que hacía atractivos esos productos no era solamente su costo sino también el bajo índice de defectos, su confiabilidad y su durabilidad. Al principio pareció que la superioridad en la fabricación japonesa podía ser atribuida a los preceptos tradicionales de fabricación. Pero luego se comprobó que los japoneses aplicaban técnicas similares a las occidentales, sólo que con obsesión por la eficiencia y la calidad. También tenían fábricas “focused”, también aplicaban la manufactura repetitiva, también la producción “justo-a-tiempo”.
Las empresas japonesas aparentemente habían encontrado una estrategia de fabricación muy superior al sistema Taylor, que se caracterizaba por dar más prioridad a velocidad y flexibilidad que a costo y volumen. Según este enfoque, al personal había que entrenarlo en generalidades más que en especialización. Los defectos son inaceptables. La comunicación debe darse informalmente y horizontalmente entre los trabajadores de línea más que a través de la jerarquía establecida.
Según el método japonés, velocidad y flexibilidad deben reemplazar costo y jerarquía. Claro que, aquí también, ellos han elegido “una manera mejor” de competir. La cuestión, entonces, es ¿qué papel queda para la estrategia industrial? ¿Qué sentido tiene preocuparse si uno debería poner el énfasis en el costo o la flexibilidad cuando nuestros competidores han adoptado estrategias de manufactura que les permite ganarnos en ambos?
En el ambiente relativamente estable de los ´60 y los ´70 el nombre del juego en estrategia era encontrar una posición atractiva en el negocio (ofrecer el menor costo o la mejor calidad) y construir una fortaleza competitiva a su alrededor. Una buena estrategia de manufactura era una que defendía la posición de la compañía a través de un limitado conjunto de capacidades. Pero cuando cambiaban los términos de la competencia – por ejemplo, de bajo costo a alta calidad, a flexibilidad, a innovación – las empresas descubrían que tanto su estrategia para fabricar como su estrategia para competir quedaban rápidamente obsoletas.
Ni el enfoque tradicional ni el paradigma de la fabricación liviana prestan mucha atención a la necesidad de aumentar la flexibilidad estratégica de una organización.
La estrategia de manufactura ya no puede confinarse a elecciones de corto plazo entre prioridades en conflicto como costo, calidad y flexibilidad. Tampoco los directivos pueden limitarse a elegir cuál es la técnica de moda que más les gusta o a qué empresa imitar. El éxito de largo plazo exige que una empresa busque continuamente nuevas formas de diferenciarse de sus competidores.
Las empresas que son capaces de transformar sus organizaciones en fuentes de ventajas competitivas son las que pueden adicionar varios programas de mejoras al objetivo amplio de seleccionar y desarrollar capacidades operativas únicas. ¿Cómo puede una empresa crear una estrategia con estas características?
Primero, debe comenzar convenciéndose de que la única manera en que la manufactura agrega valor a una empresa es permitiéndole hacer ciertas cosas mejor que sus competidores. Qué cosas son esas y de qué manera son mejores es algo que varía según la compañía, y también varía para la misma compañía en distintos momentos de su evolución.
Toda empresa es superada en algún momento, y en alguna área, por sus competidores, pero en el largo plazo debe identificar una o dos áreas – por ejemplo, flexibilidad e innovación – en las que tratará de estar al frente casi todo el tiempo.
Obviamente, estas capacidades deberían ser las que el cliente valora. Deberían ser, además, las que más le cueste imitar a la competencia. Los clientes pueden valorar el precio bajo, pero lograr precio bajo yéndose a otro país no brinda una ventaja sostenible porque los competidores pueden hacer lo mismo. Los competidores también pueden comprar la licencia de una nueva tecnología o contratar a los que participaron en su desarrollo. Las grandes estrategias de manufactura se construyen sobre habilidades y capacidades, no invirtiendo en inmuebles, equipos o personal.
En el mundo actual, donde nada es predecible y surgen competidores desconocidos desde direcciones insospechadas en el peor momento, una empresa debe pensarse como una colección de capacidades en evolución, y no como una colección de productos y negocios. Son las capacidades las que brindan la flexibilidad necesaria para embarcarse en nuevas direcciones. La estrategia de una empresa debe brindar el marco de referencia para guiar la selección, desarrollo y explotación de estas capacidades.
La feroz competencia que se desató durante la década de los años ´80 hizo que las empresas productoras de bienes recurrieran a distintas estrategias para mejorar sus posibilidades en el mercado. Así, adoptaron programas diversos como el de calidad total (TQM, según siglas inglesas) “manufactura de justo-a-tiempo”, reingeniería, trabajo en equipos, “benchmarking”, y otros.
Aunque algunos de estos esfuerzos dieron buenos resultados, la mayoría – según las investigaciones más recientes – no logró conseguir el “nivel mundial” que tanto se buscaba. Ni siquiera están totalmente satisfechas algunas de las empresas japonesas que más lograron mejorar la competitividad y ahora comienzan a reconsiderar sus posiciones. Hay frustración, confusión y un acalorado debate sobre si las dificultades con estos esfuerzos son producto de una mala conducción o de defectos inherentes a los mismos programas.
El debate tiene una orientación equivocada. El problema no está en los programas ni en la manera en que se implementan. El problema es que “mejorar” la industria – adoptando, por ejemplo, “justo-a-tiempo”, TQM, o alguna de las otras variantes – no es una estrategia para lograr ventaja competitiva. Tampoco lo es aspirar a ser una actividad “magra” (“lean manufacturing”), al mejoramiento continuo o a un nivel de primera línea mundial.
En la actualidad una empresa necesita, más que nunca, definir qué tipo de ventaja competitiva está buscando en el mercado, luego decidir de qué manera – o sea, con qué estrategia – puede lograr esa ventaja. Pero depositar todas las expectativas en la implementación de uno u otro enfoque de “mejor práctica” significa implícitamente abandonar el concepto central de un éxito genérico en competitividad. ¿Cómo puede una empresa aspirar a lograr cualquier tipo de ventaja competitiva si su único objetivo es ser “tan buena como” su rival más difícil?
Robert H. Hayes y Gary P. Pisano, ambos profesores en administración de empresas de la Harvard Business School, en su libro titulado “The Machine that Changed the World” proponen una nueva explicación para los problemas que muchas empresas han experimentado con sus programas de mejoramiento. El nudo de la cuestión, dicen, es que la mayoría de las empresas se concentran en la “forma” y no en la “sustancia” de sus activos organizacionales. Al concentrarse más en la forma, muchos directivos adoptan los programas mencionados como soluciones a problemas específicos, pero no como simples caminos que conducen a lo que buscan.
Hasta 1980 en Estados Unidos imperó el modelo de producción industrial inventado 100 años atrás: producción para mercados masivos, diseños estandarizados y alto volumen de producción usando partes intercambiables. Modificado y elaborado por los principios de gerenciamiento científico que promulgaran Frederick Taylor, Isaac Singer, Andrew Carnegie y Henry Ford, este nuevo paradigma ayudó a Estados Unidos a convertirse en una usina industrial hacia la década de 1920.
Según ese modelo, varias ideas eran aceptadas como dogma:
1) que el trabajo se realizaba más eficientemente cuando se lo dividía y asignaba a especialistas;
2) que los gerentes y los miembros más expertos del personal debían ocuparse de las ideas, mientras los trabajadores se dedicaban a la acción;
3) que cada proceso se caracterizaba por una cierta cantidad de variación, de lo que se derivaba una irreducible tasa de defectos;
4) que la comunicación debía ser altamente controlada y que debía efectuarse respetando la cadena jerárquica de mando.
En 1969 Wickham Skinner cuestionó algunos de estos postulados afirmando que había una mejor manera de fabricar productos. Decía que las empresas se distinguen unas de otras por tener diferentes puntos fuertes y debilidades; y que pueden usar sus puntos fuertes (que casi nunca son los mismos) para diferenciarse de sus competidores.
Además, los diferentes sistemas de producción y el compuesto que resulta de las decisiones que se toman en ciertas áreas clave, tienen diferentes características operativas. Por lo tanto, en lugar de adoptar un sistema de producción estandarizado, la tarea que debe realizar la empresa es configurar un sistema de producción que, mediante un sistema de elecciones interrelacionadas e internamente coherentes, refleje las prioridades implícitas en su situación competitiva.
Para Skinner, entonces, la estrategia de manufactura debía estar basada en la noción de adecuación estratégica: la forma en que una empresa decidía fabricar sus productos debía reflejar su posición competitiva y su estrategia. De ahí el concepto de “focused factory”, o fábrica concentrada en un objetivo.
A pesar del surgimiento de un mundo totalmente diferente para la competencia industrial, este esquema básico demostró ser asombrosamente robusto. Muchas de las prácticas que se utilizan actualmente tienen su base en el modelo propuesto por Skinner.
Pronto se hizo evidente que ese esquema era incompleto. No explicaba, por ejemplo, por qué los fabricantes de artefactos eléctricos para el hogar podían elegir, por ejemplo, procesos de producción y estrategias competitivas similares pero uno podía tener mucho más éxito que el otro.
Las empresas japonesas comenzaron a fines de los ´70 a tomar por asalto los mercados mundiales en varios rubros. Su arma secreta resultó ser simple virtuosidad en la fabricación. Casi todas ofrecían mercancías similares a las que producían las empresas occidentales, y también las comercializaban en forma similar.
Lo que hacía atractivos esos productos no era solamente su costo sino también el bajo índice de defectos, su confiabilidad y su durabilidad. Al principio pareció que la superioridad en la fabricación japonesa podía ser atribuida a los preceptos tradicionales de fabricación. Pero luego se comprobó que los japoneses aplicaban técnicas similares a las occidentales, sólo que con obsesión por la eficiencia y la calidad. También tenían fábricas “focused”, también aplicaban la manufactura repetitiva, también la producción “justo-a-tiempo”.
Las empresas japonesas aparentemente habían encontrado una estrategia de fabricación muy superior al sistema Taylor, que se caracterizaba por dar más prioridad a velocidad y flexibilidad que a costo y volumen. Según este enfoque, al personal había que entrenarlo en generalidades más que en especialización. Los defectos son inaceptables. La comunicación debe darse informalmente y horizontalmente entre los trabajadores de línea más que a través de la jerarquía establecida.
Según el método japonés, velocidad y flexibilidad deben reemplazar costo y jerarquía. Claro que, aquí también, ellos han elegido “una manera mejor” de competir. La cuestión, entonces, es ¿qué papel queda para la estrategia industrial? ¿Qué sentido tiene preocuparse si uno debería poner el énfasis en el costo o la flexibilidad cuando nuestros competidores han adoptado estrategias de manufactura que les permite ganarnos en ambos?
En el ambiente relativamente estable de los ´60 y los ´70 el nombre del juego en estrategia era encontrar una posición atractiva en el negocio (ofrecer el menor costo o la mejor calidad) y construir una fortaleza competitiva a su alrededor. Una buena estrategia de manufactura era una que defendía la posición de la compañía a través de un limitado conjunto de capacidades. Pero cuando cambiaban los términos de la competencia – por ejemplo, de bajo costo a alta calidad, a flexibilidad, a innovación – las empresas descubrían que tanto su estrategia para fabricar como su estrategia para competir quedaban rápidamente obsoletas.
Ni el enfoque tradicional ni el paradigma de la fabricación liviana prestan mucha atención a la necesidad de aumentar la flexibilidad estratégica de una organización.
La estrategia de manufactura ya no puede confinarse a elecciones de corto plazo entre prioridades en conflicto como costo, calidad y flexibilidad. Tampoco los directivos pueden limitarse a elegir cuál es la técnica de moda que más les gusta o a qué empresa imitar. El éxito de largo plazo exige que una empresa busque continuamente nuevas formas de diferenciarse de sus competidores.
Las empresas que son capaces de transformar sus organizaciones en fuentes de ventajas competitivas son las que pueden adicionar varios programas de mejoras al objetivo amplio de seleccionar y desarrollar capacidades operativas únicas. ¿Cómo puede una empresa crear una estrategia con estas características?
Primero, debe comenzar convenciéndose de que la única manera en que la manufactura agrega valor a una empresa es permitiéndole hacer ciertas cosas mejor que sus competidores. Qué cosas son esas y de qué manera son mejores es algo que varía según la compañía, y también varía para la misma compañía en distintos momentos de su evolución.
Toda empresa es superada en algún momento, y en alguna área, por sus competidores, pero en el largo plazo debe identificar una o dos áreas – por ejemplo, flexibilidad e innovación – en las que tratará de estar al frente casi todo el tiempo.
Obviamente, estas capacidades deberían ser las que el cliente valora. Deberían ser, además, las que más le cueste imitar a la competencia. Los clientes pueden valorar el precio bajo, pero lograr precio bajo yéndose a otro país no brinda una ventaja sostenible porque los competidores pueden hacer lo mismo. Los competidores también pueden comprar la licencia de una nueva tecnología o contratar a los que participaron en su desarrollo. Las grandes estrategias de manufactura se construyen sobre habilidades y capacidades, no invirtiendo en inmuebles, equipos o personal.
En el mundo actual, donde nada es predecible y surgen competidores desconocidos desde direcciones insospechadas en el peor momento, una empresa debe pensarse como una colección de capacidades en evolución, y no como una colección de productos y negocios. Son las capacidades las que brindan la flexibilidad necesaria para embarcarse en nuevas direcciones. La estrategia de una empresa debe brindar el marco de referencia para guiar la selección, desarrollo y explotación de estas capacidades.