Por Marcelo Manucci (*)
La mayoría de estos momentos históricos se han resuelto profundizando viejos paradigmas y forzando los espacios laborales a un mayor mecanicismo. Las consecuencias están a nuestro alrededor. La pregunta de este nuevo momento histórico es: ¿cómo transformar las condiciones laborales para sostener un crecimiento productivo con calidad de vida?
Las emociones definen la calidad de las respuestas de las personas frente a su entorno cotidiano. En definitiva, enfrentamos el futuro con el color del pasado. ¿Por qué considerar un factor sensible de abordaje las emociones en las organizaciones? Por la necesidad de ampliar la diversidad de respuestas y redefinir las formas de adaptación frente a los cambios de un contexto en transformación. La capacidad de respuesta de un grupo u organización no depende solo de su potencial físico o tecnológico, por el contrario, gran parte del desempeño depende de la capacidad emocional de las personas para generar la diversidad de respuestas en las condiciones de velocidad adaptativa que el contexto demanda.
El deterioro en la calidad de los espacios laborales es producto de la desesperación frente a las dificultades de respuesta y adaptación a nuevas condiciones de vida. Estas dificultades se generan por una brecha entre la volatilidad de los sistemas productivos (con sus cambios imprevistos) y la capacidad estructural de las organizaciones para abordar, comprender y actuar en este contexto de transformación. Cuando las organizaciones tienen dificultades de respuesta presionan en su estructura humana para alcanzar mejores resultados. Esta presión causa el deterioro emocional de las personas, lo que impacta en bajos niveles de rendimiento y productividad. El resultado es un círculo de mayor desesperación, presión y deterioro en las condiciones laborales que amplía la incertidumbre y la confusión.
La competitividad emocional es un estado de los sistemas humanos que permite una calidad de respuesta basada en tres cualidades: la capacidad para reconocer las transformaciones de su entorno; las posibilidades para redefinir su estructura interna saludablemente; y la habilidad para adaptarse a una interacción fluida del contexto donde participa. En cada una de estas tres dimensiones (reconocer, redefinir y adaptarse) hay emociones que amplían o restringen la calidad de las respuestas.
No hay competitividad sin emociones. Lo que puede haber en muchas organizaciones es desarrollo competitivo sin abordaje emocional de estas respuestas. Este tipo de desarrollo competitivo genera respuestas con cierta efectividad, pero con limitaciones en el corto plazo y dependencia de las condiciones del contexto. En este sentido, la adaptación puede tener características de desarrollo o de autodestrucción de acuerdo al contexto emocional que se despliega en el grupo o la organización. Las organizaciones quedan atrapadas en un desempeño mediocre cuando sus respuestas se reducen a una serie de estereotipos compulsivos y la gestión de la vida cotidiana se limita a la administración de las restricciones. A mayor mediocridad, menor desarrollo porque las intervenciones se focalizan en la supervivencia.
El círculo de deterioro
La interrelación entre lo emocional y lo simbólico conforma la base estructural que crea, instala y sostiene patrones de comportamientos en las personas. Las organizaciones, más allá de la estructura legal y económica, son un conjunto de personas (integradas emocional y simbólicamente) que se mantienen unidas en base a estos patrones o reglas de comportamiento. Por lo tanto, su desempeño no está condicionado solamente por una estructura formal de instrucciones, sino por la complejidad estructural (emociones y símbolos) que define y sustenta determinadas condiciones de su paisaje interior.
A escala organizacional, las condiciones de convivencia pueden exacerbar la precariedad emocional transformando la vulnerabilidad de los vínculos en estructuras productivas disfuncionales. Estas condiciones disfuncionales son las que establecen un círculo de deterioro que involucra: la ineficiencia (la dificultad de respuesta frente a lo nuevo), la inercia (la imposibilidad de transformación) y la resistencia (el miedo a la desintegración).
El círculo de deterioro en las organizaciones crea un contexto de desesperación y estrés que amplía la percepción de amenazas y la sensación de un paisaje hostil y conflictivo. El costo de vivir bajo amenazas permanentemente reduce a la mitad la capacidad de desempeño cognitivo de las personas (cálculo, lenguaje, memoria) y las funciones ejecutivas del cerebro (el tipo de pensamiento necesario para la resolución de problemas). Por ello, aunque la rentabilidad de la organización sea satisfactoria, las personas trabajan bajo condiciones biológicas de supervivencia y esto tendrá consecuencias en bajos rendimientos y productividad.
La mediocridad implica comportamientos automáticos y compulsivos que se naturalizan como algo normal (“somos así”, “esto es lo que hay”, “no hay más alternativas”, etc.) lo cual dificulta la creatividad y e innovación en las decisiones. Las organizaciones muchas veces son las responsables de crear y mantener un contexto de mediocridad.
Todos los sistemas humanos diseñan su propia imagen de la realidad. Esta versión subjetiva es un pequeño refugio que convive con un entorno dinámico, complejo e inestable. En el caso de las organizaciones, los cambios en la dinámica externa desafían la estabilidad interna de las explicaciones corporativas (el rompecabezas corporativo).