Shell: no todos hacen leña del árbol caído

John Kay, prestigioso economista, consultor y profesor de la universidad de Oxford, cuyo interés central es la relación entre economía y negocios, hace una personal interpretación de las desventuras actuales de Shell.

21 abril, 2004

Con largos años dedicados a analizar cómo inciden los cambios económicos
en la actividad de las empresas, John Kay escribe en el Financial Times
que el caso Shell no es como los demás. Y para demostrarlo analiza desapasionadamente
los valores de la época en que vivimos.

De todas las empresas que nacieron y se hicieron grandes en el siglo 19, muchas
hoy son una sombra de lo que fueron, otras muchas desaparecieron y sólo
tres mantienen posición y prestigio: General Electric (EE.UU), ExxonMobil
(EE.UU.) y Royal Dutch/Shell (Europa).

Durante los últimos cien años la gran ventaja competitiva de Shell
(y también la de GE) fue la calidad de su management. Reclutaba siempre
los mejores graduados, los capacitaba en su especialidad y les ofrecía,
además de una carrera profesional, una vida social.

Rara vez la petrolera hacía adquisiciones y se dedicaba con exclusividad
a su negocio principal. Con una valoración marcada hacia lo intelectual
y lo académico, la compañía no pensaba en predecir el futuro
sino en prepararse para cualquier contingencia. El directorio actuaba como cuerpo
colegiado y siempre por consenso.
En una palabra, Shell era el epítome de lo que Max Weber describió
como la organización “racional-burocrática”, con todo
lo que esa descripción tiene de bueno y de malo. Sus líderes mostraban
la arrogancia de un benevolente rey filósofo.

Todo eso hoy ha caído en desuso. Los jefes quieren ser vistos no como fríos
administradores sino como emprendedores visionarios y que se les pague como tales.
Pasó la moda de las comisiones y se impuso la del líder carismático.
Mientras las multinacionales de antes tenían una visión imperial,
las empresas de hoy se sienten presionadas por maximizar valor para los accionistas.
Y estos últimos exigen que las ganancias por acción crezcan más
rápido de lo que puede crecer un negocio que ha llegado a su madurez, como
es el de la producción y venta de derivados del petróleo. Para obtener
una alta calificación en los mercados financieros hay que imprimir un ritmo
frenético a las adquisiciones y las ventas y hay que tener, además,
un programa cuidadosamente organizado para manejar crecimiento de ganancias e
informar a los analistas.

Por otro lado, las sociedades civiles comenzaron a exigir a las multinacionales
que se hagan cargo de las consecuencias de sus operaciones. La confianza en las
empresas, y en la gente que las controla, decayó.
La desgracia de Shell fue, por un lado, que no cambió lo suficiente para
agradar a los mercados financieros; y por el otro, fue víctima de la reacción
de la sociedad contra aquellas actividades vistas como amenazadoras para el medio
ambiente. La compañía se sorprendió ante las numerosas críticas
que merecieron sus actividades en Nigeria y la venta de la plataforma del mar
del Norte. El análisis había sido cuidadoso, las intenciones buenas;
¿por qué, se preguntaban sus gerentes, se ataca tanto a Shell?

Y entonces la compañía abrazó el tema del compromiso con
la responsabilidad social. No bastó. Frente a sus rivales, Shell acarreaba
la imagen de empresa pesada, no moderna. Atrapada en medio del fuego cruzado entre
los que ven el negocio como una actividad financiera puramente instrumental, y
los que exigen que toda empresa sea juzgada según su contribución
al bien público, Shell no conformó a nadie. ¿Por qué?
Porque no entendió que ha dejado de tener vigencia el razonamiento según
el cual si uno sigue haciendo las cosas bien, la gente va a terminar por reconocerlo.

Hoy la política está gobernada por los titulares de los diarios
y las empresas se deben a sus gerentes de inversión que son juzgados por
los resultados trimestrales. Y cuando la remuneración está basada
en el desempeño individual, se quiebra la confianza mutua necesaria para
la gestión colegiada. Al correr para acomodarse a la moda actual, Shell
aparece como esos padres que van a la discoteca de sus hijos pretendiendo ser
populares mientras sólo consiguen perder su dignidad.

Y sin embargo, no parece que haya nada demasiado mal en el negocio de la petrolera
europea. Shell es rentable, sus ingresos crecen, la reputación de sus productos
no se ha visto afectada por los problemas con la imagen corporativa. Toda la querella
sobre las reservas oscurece el punto central, que es que Shell no tiene menos
petróleo que antes. Es una empresa sin sintonía con la época.
Pero, tal vez, la falla esté tanto en la época como en la compañía.

Con largos años dedicados a analizar cómo inciden los cambios económicos
en la actividad de las empresas, John Kay escribe en el Financial Times
que el caso Shell no es como los demás. Y para demostrarlo analiza desapasionadamente
los valores de la época en que vivimos.

De todas las empresas que nacieron y se hicieron grandes en el siglo 19, muchas
hoy son una sombra de lo que fueron, otras muchas desaparecieron y sólo
tres mantienen posición y prestigio: General Electric (EE.UU), ExxonMobil
(EE.UU.) y Royal Dutch/Shell (Europa).

Durante los últimos cien años la gran ventaja competitiva de Shell
(y también la de GE) fue la calidad de su management. Reclutaba siempre
los mejores graduados, los capacitaba en su especialidad y les ofrecía,
además de una carrera profesional, una vida social.

Rara vez la petrolera hacía adquisiciones y se dedicaba con exclusividad
a su negocio principal. Con una valoración marcada hacia lo intelectual
y lo académico, la compañía no pensaba en predecir el futuro
sino en prepararse para cualquier contingencia. El directorio actuaba como cuerpo
colegiado y siempre por consenso.
En una palabra, Shell era el epítome de lo que Max Weber describió
como la organización “racional-burocrática”, con todo
lo que esa descripción tiene de bueno y de malo. Sus líderes mostraban
la arrogancia de un benevolente rey filósofo.

Todo eso hoy ha caído en desuso. Los jefes quieren ser vistos no como fríos
administradores sino como emprendedores visionarios y que se les pague como tales.
Pasó la moda de las comisiones y se impuso la del líder carismático.
Mientras las multinacionales de antes tenían una visión imperial,
las empresas de hoy se sienten presionadas por maximizar valor para los accionistas.
Y estos últimos exigen que las ganancias por acción crezcan más
rápido de lo que puede crecer un negocio que ha llegado a su madurez, como
es el de la producción y venta de derivados del petróleo. Para obtener
una alta calificación en los mercados financieros hay que imprimir un ritmo
frenético a las adquisiciones y las ventas y hay que tener, además,
un programa cuidadosamente organizado para manejar crecimiento de ganancias e
informar a los analistas.

Por otro lado, las sociedades civiles comenzaron a exigir a las multinacionales
que se hagan cargo de las consecuencias de sus operaciones. La confianza en las
empresas, y en la gente que las controla, decayó.
La desgracia de Shell fue, por un lado, que no cambió lo suficiente para
agradar a los mercados financieros; y por el otro, fue víctima de la reacción
de la sociedad contra aquellas actividades vistas como amenazadoras para el medio
ambiente. La compañía se sorprendió ante las numerosas críticas
que merecieron sus actividades en Nigeria y la venta de la plataforma del mar
del Norte. El análisis había sido cuidadoso, las intenciones buenas;
¿por qué, se preguntaban sus gerentes, se ataca tanto a Shell?

Y entonces la compañía abrazó el tema del compromiso con
la responsabilidad social. No bastó. Frente a sus rivales, Shell acarreaba
la imagen de empresa pesada, no moderna. Atrapada en medio del fuego cruzado entre
los que ven el negocio como una actividad financiera puramente instrumental, y
los que exigen que toda empresa sea juzgada según su contribución
al bien público, Shell no conformó a nadie. ¿Por qué?
Porque no entendió que ha dejado de tener vigencia el razonamiento según
el cual si uno sigue haciendo las cosas bien, la gente va a terminar por reconocerlo.

Hoy la política está gobernada por los titulares de los diarios
y las empresas se deben a sus gerentes de inversión que son juzgados por
los resultados trimestrales. Y cuando la remuneración está basada
en el desempeño individual, se quiebra la confianza mutua necesaria para
la gestión colegiada. Al correr para acomodarse a la moda actual, Shell
aparece como esos padres que van a la discoteca de sus hijos pretendiendo ser
populares mientras sólo consiguen perder su dignidad.

Y sin embargo, no parece que haya nada demasiado mal en el negocio de la petrolera
europea. Shell es rentable, sus ingresos crecen, la reputación de sus productos
no se ha visto afectada por los problemas con la imagen corporativa. Toda la querella
sobre las reservas oscurece el punto central, que es que Shell no tiene menos
petróleo que antes. Es una empresa sin sintonía con la época.
Pero, tal vez, la falla esté tanto en la época como en la compañía.

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